Del fracaso de dos diálogos,
el de Santo Domingo y el de Barbados, hay que sacar algunas
consecuencias. Una es que ambos fueron aceptados por un régimen que
excluye el diálogo. Pues la política para regímenes como el de
Maduro no es sino la continuación de la guerra con los mismos
medios. En ese sentido cuando Maduro va a un diálogo lo hace como
una estratagema. Su objetivo es destruir al enemigo, no pactar, sobre
todo cuando ese enemigo no se encuentra en condiciones de imponer
nada. Por eso Maduro elige los momentos de diálogo. Y lo hace bien.
La oposición, siguiendo la
lógica de toda dictadura, debe encontrarse en un estado pasivo para
dialogar, dividida, y sobre todo, sin una política definida. El
último componente ha sido determinante en el fracaso de los diálogos
señalados.
De Santo Domingo a
Barbados
A Santo Domingo la oposición
acudió a dialogar después de que el régimen -con la colaboración
del extremismo opositor- lograra imponer un sello militar a los
enfrentamientos callejeros. Peor aún: fue a dialogar sobre
elecciones presidenciales sin haber llegado a un acuerdo previo de
candidatura unitaria. Maduro hizo entonces lo que desde su estrategia
correspondía: adelantó la fecha de las elecciones tal como lo había
propuesto anteriormente la misma oposición. Así logró que esa
oposición pisara ingenuamente la trampa abstencionista. Entonces hay
que decirlo: Maduro es presidente por obra y gracia de la oposición
venezolana.
La historia volvería a
repetirse con el diálogo de Barbados. Después del 23 de enero,
gracias a la recuperación de la unidad, estaban dada todas las
condiciones para desatar una lucha masiva por elecciones libres
-tuvieran lugar o no- y de este modo arrinconar a Maduro. Era el
momento preciso para exigir negociar con un régimen nacional e
internacionalmente aislado. La oposición en cambio se dejó llevar
por visiones extremistas, adoptando una línea insurreccional (fin de
la usurpación) que exigía el mágico derrocamiento de Maduro como
condición previa para luchar por elecciones libres. El resultado no
pudo ser peor.
Después de la debacle del
30-A la oposición ha vuelto a a quedar tan paralizada como después
de la abstención del 20-M. Al no acertar a redefinir una línea de
acción optó por convertir a la persona de Guaidó en “la línea”.
Más aún: incapaz de crear una alternativa, retrocedió hacia los
estadios más primarios, allí donde el líder no representa una
política sino él es la política. Bajo esas condiciones, Guaidó
fue convertido en una especie de Moisés. Pero – qué desgracia-
sin Tierra Prometida.
Al no politizar la acción del
líder, la oposición, o sus cuatro partidos dícense “grandes”,
terminaron por abandonar al líder a su suerte. Hoy, un desolado
Guaidó, llama a ejercer presión sin que nadie sepa el objetivo de
esa presión. Peor todavía: sin conducción interna, la oposición
venezolana ha terminado por convertirse en objeto de la lucha
electoral norteamericana, dándose así todas las condiciones para
que Maduro aparezca ante sus huestes, sobre todo las uniformadas,
como defensor de “la patria amenazada”. Esa misma oposición
que hace algunos meses lo tuvo todo, hoy no tiene casi nada. Y bien,
sobre esa base tan precaria nació la negociación de Barbados.
El diálogo y sus tres
posibilidades
Cuando una fuerza
democrática enfrenta a un régimen antidemocrático, solo hay tres
posibilidades de negociación: 1. Si la oposición es política y
militarmente más fuerte, el objetivo es imponer condiciones para la
capitulación del régimen 2. Si la oposición es políticamente más
fuerte y el régimen militarmente más fuerte, el objetivo será
intentar mover al régimen hacia el espacio político el que siempre,
en primera y última instancia, será electoral 3. Si la oposición
es política y militarmente más débil, el objetivo no puede ser
otro que intentar preservar los espacios ganados en gestas
anteriores.
Equivocar los términos de la
negociación puede ser fatal. Así sucedió en Barbados. La
oposición, ante la falta de alternativas propias, ante la evidencia
de que ninguna potencia extranjera estaba dispuesta a invadir
Venezuela, ante el fracaso del golpe militar redentor, ante el
evidente descenso del movimiento de masas nacido en enero, se
encontraba en agosto- septiembre situada en la posición 3. Sin
embargo, de acuerdo a todas las informaciones de que disponemos -hay
que tener en cuenta que fue una reunión secreta- la delegación fue
a Barbados a imponer exigencias que solo se justificaban si hubiera
estado situada en la posición 1. Eso era precisamente lo que
esperaba Maduro para dinamitar el diálogo.
Las conversaciones de la
Casa Amarilla
Hacia mediados de septiembre
comenzó a ser forjado otro diálogo. Una fracción minoritaria de la
oposición formada por algunos de sus partidos más pequeños,
estableció conversaciones con Maduro y con un sector del PSUV. En
la crónica histórica serán conocidas como “las conversaciones de
La Casa Amarilla”.
A diferencias de la delegación
de Barbados, el grupo que acudió al diálogo, consciente de su
inferioridad numérica, partió desde la posición 3. De ahí que sus
exigencias, a diferencias de las del grupo Barbados que eran
maximalistas, fueron minimalistas.
Entre otros, sus objetivos
eran lograr la liberación de algunos presos políticos, solicitar
que el grupo de parlamentarios del PSUV volviera a la AN, iniciar
conversaciones en torno a la conformación del CNE de cara a las
elecciones parlamentarias que tendrán lugar el año 2020 y, no por
último, crear una mesa de consulta de carácter permanente.
El tiempo y nada más dirá si
esos objetivos, o por lo menos parte de ellos, fuerpn alcanzados. En
todo caso ninguno de ellos atenta en contra de la integridad del
resto de los partidos de oposición ni mucho menos en contra del
-cada vez más debilitado- liderazgo de Guaidó. Hecho que contrasta
con la violencia verbal y las agresiones mal contenidas de la que
hicieron gala algunos dirigentes de los partidos autodenominados
grandes (nadie sabe si todavía lo son).
Puede ser que el grupo que
asistió a las conversaciones haya cometido errores. Algunos de sus
representantes parecen tener una confianza excesiva en el efecto de
los diálogos. Otros dan por sentado que los diálogos determinan la
acción política y no esta última a los diálogos. Pero esos
errores, supuestos o reales, no justifican bajo ningún motivo la
reacción histérica de representantes de la oposición, incluyendo
las de algunos que en el pasado reciente habían dado muestras de
compostura.
El grupo que asistió al
diálogo ha sido calificado de traidor por sectores del resto
opositor. La pregunta obvia es ¿traición
a qué? ¿A alguna
estrategia común? ¿A
alguna línea política? ¿A
alguna organización unitaria que obligue a actuar conjuntamente?
Todo el mundo sabe que nada de eso existe. No puede haber traición
cuando no hay nada que traicionar.
El grupo que asistió al
diálogo ha sido acusado de romper la unidad. La pregunta obvia es,
¿cuál unidad? ¿La
unidad en torno a un programa de acción inexistente? ¿O
simplemente la unidad anti-política en torno al nombre de un hombre?
Sí lo último es cierto, estaríamos presenciando un retorno a los
escalones más bajos del mundo pre-político.
El grupo que asistió al
diálogo ha sido acusado de no representar al conjunto de la
oposición. La pregunta obvia es si existe acaso una organización
unitaria que reúna al conjunto de la oposición. Distinto sería si
ese grupo hubiese cometido desacato a acuerdos tomados en un frente
común. Pero todo el mundo sabe que uno de los grandes “éxitos”
de la abstención del 20-M fue destruir a la MUD, la organización
unitaria más exitosa que se ha dado la oposición en toda su
historia.
Teniendo en cuenta la
inexistencia de razones para vituperar de modo brutal a quienes
fueron a dialogar con Maduro y su grupo, solo cabe deducir que la
cantidad de exabruptos caídos sobre ellos obedecen a razones que no
tienen mucho que ver con la política real sino solo con la política
simbólica. Pues, por el solo hecho de existir, los dialogantes de La
Casa Amarilla demostraron que la oposición no es un todo monolítico
y, por lo mismo, que no todas las acciones pasan por las dirigencias
establecidas. Hay un “resto” que evidentemente escapa al control
de los partidos de la oposición. Ese “resto” parece ser mucho
más grande que el número de militantes de los partidos que
asistieron al diálogo. Ahí justamente reside el peligro de un
potencial re-alineamiento: a un lado quienes siguen a una dirigencia
sin política. Al otro, sectores existentes al interior de todos los
partidos cuyo objetivo es recuperar la ruta democrática y electoral
abandonada desde el 20-M.
Si tomamos en cuenta que en
las redes no pocas personas se manifestaron, no a favor del temario
de los opositores disidentes, pero sí a favor del derecho de todo
ciudadano a realizar acciones políticas cuando estas no lesionan
lealtades, programas ni estrategias de las cuales no son
copartícipes, el peligro de la gestación de una nueva unidad
democrática parece aterrar a quienes imaginan mantener el monopolio
opositor.
Una voz clama en el
desierto
Importante
en la nueva constelación fue la posición asumida por COPEI a través
de su líder
Mercedes Malavé. Por razones que tienen que ver
con la renovación estratégica del
partido, COPEI decidió
no acudir a la Casa Amarilla, lo
que no impidió manifestar
su pleno apoyo a quienes actuaron
de acuerdo a sus principios, a sus valores y a sus opciones. Con
claridad meridiana y combativas palabras, Mercedes Malavé explicaría
en un notable artículo titulado “Políticos
sin señal”,
por qué partidos conductores de muchas
derrotas carecen de solvencia moral para dictar normas a otros
partidos y grupos, por mas pequeños que sean. Sus palabras todavía
resuenan: “Aunque
no fuimos a la Casa Amarilla, ya el big data, el foto montaje, los
complejos algoritmos y los programadores que suman, restan y
multiplican, para dividirnos, estaban
listos. Ésa ha sido la treta comunicacional de La Salida Ya, la
Salidota Yaaa y la Recontra-Salida Yaaaaaaaa! Del “falta poco” y
casi “lo estamos logrando”.
Exigir unidad por la unidad
cuando se carece de objetivos, puede llegar a ser un gran chantaje.