En
las ciencias políticas y sociales impera una suerte de dogma, es el
dogma de la definición tipológica. El dogma dice así: para
enfrentar a cualquier gobierno enemigo, sobre todo cuando se trata de
un régimen autoritario o de una simple dictadura, es necesario
definir primero su carácter.
El
problema que pocos han advertido es que, cuando es lograda una
definición, aparecen dos problemas. El primero es que ninguna
definición da cuenta de la totalidad del objeto definido. Por eso
suele ser común que lo definido deja fuera de sí a partes no
definidas por lo cual hay que intentar otra definición, y otra, y
otra más, hasta que llega el punto en que los discutidores terminan
debatiendo acerca del sexo de los ángeles.
El
segundo problema es que el llamado carácter de un objeto político,
en este caso un gobierno enemigo, no es estático sino histórico.
Eso quiere decir -siguiendo una dialéctica más heraclitiana, que
hegeliana- que el carácter de ese gobierno puede cambiar de acuerdo
a circunstancias dadas a lo largo de su recorrido histórico. Por
ejemplo, para hablar de un caso muy conocido por el autor de estas
líneas: la dictadura chilena durante Pinochet comenzó siendo
fascista para transformarse en el tiempo en una de tipo pretoriano y
terminar siendo en sus últimas fases una dictadura “bonapartista”.
Y bien, hasta hoy académicos chilenos discuten acerca del
“verdadero” carácter de la dictadura.
Afortunadamente,
cuando los dirigentes políticos de la resistencia chilena bajo las
condiciones más desfavorables que es posible imaginar, decidieron
recoger el guante del plebiscito, no se detuvieron en tipologías. Si
lo hubieran hecho habrían concluido tal vez en que “dictadura no
sale con votos” y se habrían abstenido y la dictadura habría
permanecido en el poder nadie sabe cuantos años más. No obstante,
dichos dirigentes descubrieron que con el plebiscito se abría una
grieta, todo lo angosta que se quiera, pero grieta al fin. Y
decidieron abrirse camino a través de ella. Patricio Aylwin, Ricardo
Lagos y otros, hicieron lo que tenían que hacer, desentendiéndose
de los extremismos que sin cesar los ofendían. E hicieron bien.
La
lección que de ahí se deriva es elemental: para combatir a un
régimen anti-democrático, la tarea política (política, no
académica) es descubrir el lugar y la dimensión de sus grietas.
Pues, si no estamos hablando de un sistema totalitario, todos los
sistemas de dominación tienen grietas. Podríamos afirmar en ese
sentido que cuando un sistema totalitario -o dictadura perfecta- comienza a agrietarse, deja
de ser totalitario. La idea, como tantas otras, la debemos a Hannah
Arendt. La gran filósofa llegó a afirmar que la dictadura
soviética, a partir de Kruschev y Brechnev, dejó de ser totalitaria
para pasar a ser otro tipo de dictadura que ella, anti-tipóloga por
excelencia, no intentó definir. Lo que sí intuyó Arendt, es que la
dominación de Kruschev y Breschnev a diferencias de la de Lenin y
Stalin, mostraba grietas y por eso ya no era total ni absoluta.
La
grieta principal la descubrieron los primeros disidentes: ella
residía en la contradicción que surgía de la diferencia entre lo
que esos regímenes pensaban de sí mismos y lo que objetivamente
eran. Mal que mal todos sus adláteres sostenían que la dictadura
ejercida por ellos era democrática, incluso más democrática que
las “democracias capitalistas”. Advirtiendo tal dislocación, la
disidencia no levantó un discurso antagónico al de las
“nomenklaturas”, simplemente exigió que estas fuesen
consecuentes con los principios que ellas proclamaban.
Así
se explica por qué la primera ola de disidentes de las repúblicas
socialistas fueron también socialistas, entre ellos Dubcek en
Checoeslovaquia, Mischnik, Kuron y Modzelevski en Polonia, Havemann,
Biermann, Bahro en la DDR y, en sus primeros momentos, Solyenitzin y
Sajarov en la URSS. Con persistencia, voluntad, paciencia, ellos
actuaron sobre dos planos. Uno jurídico: confrontar a los diversos
regímenes con la declaración universal de los derechos humanos. El
otro, político: exigiendo elecciones libres, participando en cada
comicio electoral por muy viciado que estuviera. Cada farsa electoral
fue para ellos un medio de agitación, propaganda y denuncia.
Después
del fin del comunismo en Europa y de las dictaduras del Cono Sur en
Sudamérica todos los gobiernos anti-democráticos portan consigo una
grieta: es la que aquí llamamos grieta electoral.
¿Por
qué las anti-democracias del siglo XXI aceptan vivir con esa grieta?
La razón parece ser sencilla: ninguna de ellas, desde el Kremlin a
Miraflores, quiere posar ante la cámara fotográfica de la historia
como una dictadura. Todas, al igual que las dictaduras comunistas de
ayer, creen y quieren ser “nuevas democracias”.
Pongamos
otro ejemplo que para el autor de estas líneas es también muy
conocido: el “chavo-madurismo”. Para unos se trata de un régimen
autoritario, para otros de una simple dictadura militar. Hay quienes
han hablado de “cesarismo”, “bonapartismo”, “cesarismo” y
no sé cuanto más. Los más perezosos creen que se trata de una
resurrección del fascismo o del comunismo ruso en suelo
sudamericano. Algunos hacen incluso una diferencia entre chavismo y
madurismo: mientras el primero sería un populismo autoritario, el
segundo sería su degeneración pretoriana (o militarista). Y así
sucesivamente. Los tipólogos de todas las latitudes y tendencias no
han escatimado conceptos en una labor que, desde el punto de vista
académico puede ser interesante pero, desde el punto de vista
político no parece ser demasiado fructuosa.
Ahora,
lo que ninguna definición ha podido negar es que todos esos
regímenes han incorporado las elecciones a su sistema de dominación.
La más divulgada explicación dice que a través de las elecciones
los gobiernos no-democráticos intentan lograr mayor legitimación
frente a sus ciudadanos, frente a la comunidad internacional y frente
a ellos mismos. Visto así, las elecciones operarían como un
mecanismo más de dominación pues la práctica ha demostrado que los
autoritarismos y dictaduras cuando se sienten amenazados no vacilan
en recurrir a las más escandalosas trampas, corrompiendo a
tribunales electorales, intimidando electores, o simplemente,
falsificando resultados. Pero si es así las elecciones terminan por
convertirse en un arma de doble filo. Por una parte, cuando son
masivas pueden ser perdidas a pesar de los fraudes. Por otra, al ser
objeto de fraudes, y como tales denunciadas, las elecciones pueden
contribuir a la ilegitimidad de esos gobiernos. Por cierto, para que
ocurra lo uno u lo otro se requiere de la participación de las
fuerzas democráticas. Si estas no participan, por más fraudulentas
que sean las elecciones, las fuerzas democráticas pierden toda
posibilidad para denunciar al régimen. Así lo entienden hoy las
oposiciones de Rusia y Turquía.
No
obstante, todavía falta por responder a la pregunta crucial: ¿para
qué necesitan las dictaduras o autocracias occidentales o
semi-occidentales de la legitimación electoral? En el pasado
reciente no les importaba nada: ni Hitler ni Stalin, ni Franco, ni
Salazar, ni los coroneles griegos, ni Castro, ni los dictadores del
Cono Sur, fueron devotos electorales. En cambio Putin, Erdogan, los
ayatolahs, Ortega, Maduro, Morales, insisten en convalidarse mediante
mecanismos electorales aún a sabiendas que las elecciones pueden
convertirse para ellos en una grieta fatal ¿Será la nueva
generación anti-democrática más democrática que la antigua? ¿O
simplemente es más hábil? Quizás la respuesta hay que buscarla por
otro lado, a saber, en la creciente hegemonía del ideal democrático
a nivel mundial.
La
democracia es, o ha llegado a ser, la forma predominante de gobierno
en el occidente político y sus periferias. En ese punto hay que
conceder razón a una tesis central de Claude Lefort.
Esa tesis dice que el mundo vive, desde hace muchísimos años,
probablemente desde la dictación de la Carta Magna en la Inglaterra
del 1215, una revolución democrática que no ha terminado ni nadie
sabe cuando terminará. Una revolución que retrocede, muchas veces
es derrotada, parece de pronto desaparecer, pero al fin termina
imponiéndose, continuando su avance a través de los siglos.
Para
volver a nuestra terminología, las dictaduras de nuestro tiempo han
tenido que aceptar la existencia de una grieta surgida del principio
de la soberanía popular cuya única expresión puede ser el
ejercicio del voto. Naturalmente, las elecciones bajo un gobierno
no-democrático jamás serán libres. Pero siguen siendo una grieta,
una que puede ser abierta y profundizada si es que la decisión de
luchar por elecciones libres es tomada con fuerza y convicción.
Al
fin y al cabo, el sentido primario de la política es y ha sido
ubicar y agrandar las grietas en las paredes de la casa del enemigo.
Renunciar
a la lucha por elecciones libres es igual a renunciar a la política.