A Nestor D`Alessio: In
Memoriam
Para casi todos fue
sorpresivo. Aunque para un minoría muy politizada, no tanto. De
alguna manera los que leemos cartas demoscópicas, aunque no seamos
profesionales en la materia, hemos aprendido a trabajar con
tendencias más que con números. Y en ese punto hay un principio que
casi nunca falla. Dice así: cuando una o dos semanas antes de la
elección los números crecen en dirección ascendente hacia un
candidato, lo más probable es que su porcentaje será mayor al
supuesto. Así de rápido iba el tren electoral de Alberto Fernández.
Lo más sorpresivo fue que
Fernández no solo duplicó las apuestas. Las triplicó, por decir lo
menos. Tanto así que solo los milagreros dentro de las filas de
Macri creen hoy en la posibilidad de una recuperación. Quieren
imaginar que el domingo 11 de agosto el pueblo votó para castigar
pero no para elegir, como si el pueblo fuese un genio que se las sabe
todas. Mas, aún suponiendo que así hubiera sido, hay otra constante
demoscópica a la que convendría prestar atención. Es la
siguiente: cuando en primarias un candidato obtiene un porcentaje
como el de Fernández, produce dos fuertes efectos: entusiasmo en las
filas vencedoras y derrotismo en las perdedoras. Dos efectos más
contagiosos que la lepra. De ahí que no sería surrealista pensar
que en la segunda vuelta Fernández podría incluso aumentar la
votación de la primera. Carlos Pagni, que sabe mucho, ya lo
adelantó.
Incluso Fernández está
recibiendo ayuda de donde menos esperaba. La “guerra sucia de los
mercados” de cara a las elecciones presidenciales podría traerle
lo que hasta ahora le faltaba: un sentimiento de solidaridad
ciudadana frente a la injerencia del “capital extranjero“. Los
cristinistas bailan felices al son de los tambores “enemigos”.
No vamos a entrar aquí en
detalles. Los siempre bien documentados analistas argentinos nos
informan de cada vericueto de la cosa pública de su nación. Y no es
fácil seguirlos. Mucho nombre, una cantidad increíble de intereses
encontrados, rencillas mezquinas enlazadas con tremendos proyectos
ideológicos. Que Macri no le hizo caso a Monzón, a Cornejo o a
Prat-Gay. Que Durán Barba hizo una pésima asesoría. Que Carrió se
deja llevar por su imposible optimismo. Que la talentosa Vidal no
logra recuperarse de la derrota que le infligió en Buenos Aires el
cristinista Kicillof. Que Lavagna, el tercero de la discordia, hace
planes lindos para su futuro político. Y otras colillas de la
historia. Pero hacia afuera del país solo reluce ese abrumador
47,66% obtenido por Fernández al lado de ese desolador 32,09 que
parece haber sepultado a Macri en una fosa que no tiene nada de
común.
La primera
pregunta fue entonces :
¿por qué perdió Macri? O mejor: ¿por qué perdió Macri de un
modo tan feo? Hasta hace
un año los propios contrarios calificaban
a su gestión como aceptable. La respuesta mayoritaria es sin duda de
tipo económico. La feroz crisis, producto de la contracción
derivada del alza de las tasas de interes y de la revaluación del
dólar en los EE UU, dejó al estado con 8000 millones de dólares
menos y de paso liquidó la que iba a ser la guinda de la torta
macrista: pasar a la segunda etapa: la distribucionista. Pero cuando
llegó el momento de la segunda etapa no había un peso que
distribuir. Más todavía, Macri no pudo hacer otra cosa sino
recurrir al FMI, algo que siempre había denostado.
Naturalmente, la debacle
desajustó los presupuestos de la gente. El poder adquisitivo, sobre
todo el de las clases medias asalariadas, se vino al suelo. De ahí
que la conclusión generalizada hacia el exterior del país después
de las primarias fue: los argentinos piensan con el bolsillo. Puede
que así sea, pero ni más ni menos que en otras partes de este mundo
tan terrenal. Y al llegar a este punto hay que caminar despacito por
las piedras pues el tema trasciende a Argentina. Tiene que ver con la
relación política que se da entre el bolsillo y el cerebro.
La relación bolsillo-cerebro
no es por cierto lineal. Hay casos de países en crisis en los
cuales, aún a pesar de duras penurias, los ciudadanos mantienen una
cierta lealtad a sus gobernantes. En cambio a Macri no solo le dieron
las espaldas. Los votantes lo abandonaron dando portazos, como
diciendo: preferimos un gobierno corrupto a uno egoísta. ¿Entonces
la culpa la tiene Macri? En parte, solo en parte, sí.
Macri
pertenece a ese camada de políticos tecnocráticos que creen en la
relación instrumental que hipotéticamente se da entre economía y
política. Para ellos la política está determinada por la economía.
En eso, aunque algunos se asusten, no se diferencian de los
marxistas. Mientras para los marxistas la determinación se da por el
lado del desarrollo de las fuerzas productivas, para los
“neoliberales” (no me gusta para nada el término pero hay que
llamarlos de algún modo) el desarrollo de los mercados lo determina
todo. Hasta el punto que dan por supuesto que la ciudadanía se
contentará con el simple muestreo de índices alegres.
¿A Macri le faltó entonces
capacidad comunicacional? No está tan claro: Macri no es un
super-político pero tampoco una nulidad. Sabe expresarse bien y sus
explicaciones suelen ser racionales. El verdadero problema de Macri
lo describió mejor que nadie el articulista de La Nación, Joaquín
Morales Solá: “Es cierto que el Gobierno hizo obras públicas como
no se vieron en los últimos 50 años. La administración de Macri
empezó a resolverle la vida a la gente de la casa hacia afuera
(también en cuestiones de seguridad), pero se la complicó hacia
adentro. Exactamente al revés de lo que hacía Cristina, que le
mejoraba la vida hacia dentro de la casa (dólar barato, créditos
para electrodomésticos, subsidios sociales), pero no pudo nunca
solucionar el afuera". En otras palabras, durante Cristina a los
argentinos no les faltó billullo, aunque fueran emisiones sin fondo.
Macri, nadie lo niega,
invirtió más que suficiente en el sector público y en el social
(¡no confundirlos!) pero no llegó al nido de toda economía
nacional, al interior de los hogares, ahí donde lápiz en mano verás
lo que vas a poder hacer con lo que queda para el mes. Y así es: no
pocos ciudadanos actúan políticamente de acuerdo al alza o baja de
su poder adquisitivo y, desde su punto de vista, tienen razón:
porque si no hay guita no hay pan. Pues el poder adquisitivo es,
queramos o no, un poder: poder vestirse, poder comer, poder pagar el
arriendo, poder llevar una vida digna y decente. Un poder tanto o más
importante que el poder político.
Maquiavelo, despiadado
conocedor de la condición humana, escribió: “Los hombres pueden
aceptar la pérdida de un padre pero no la de un patrimonio”. En el
caso de un ciudadano corriente, la frase podría ser reformulada:
“los hombres pueden aceptar la pérdida de un poder político pero
no la de su poder adquisitivo”.
El ser no es el tener, dijo
Erich Fromm. Pero sin tener no hay ser, podría responder el hombre
común. Hipotética respuesta que nos hace regresar a la pregunta:
¿piensan los ciudadanos (no solo los argentinos) con el bolsillo?
Puede incluso que eso tampoco sea tan cierto. Sobre todo si tomamos
en cuenta que entre el bolsillo y el cerebro está el corazón. Ese
órgano receptor que nos induce a querer ser tomados en cuenta, ese
ánimo que se indigna cuando es reducido a cifra, a objeto
intercambiable, a simple factor productivo.
A veces he citado una
anécdota. Lo voy a hacer de nuevo: Fue en el año 2008, el de la
brutal crisis que asoló al mundo financiero. Cuando en Alemania,
siguiendo el mal ejemplo de otros países los ahorrantes comenzaban a
hacer filas para retirar sus menguadas inversiones, apareció el
rostro televisivo de Merkel hablando con suma tranquilidad.
Dirigiéndose a los ahorrantes más modestos aseguró que su gobierno
se comprometía a proteger todas las libretas de ahorro. Hecho
insólito porque nunca las libretas de ahorro habían estado en
peligro. Pero a la vez simbólico. Con esas palabras Merkel se
dirigió a los menos adinerados diciéndoles que no estaban solos,
que su gobierno estaba al lado de ellos y que haría todo lo posible
por protegerlos. En esos días tan críticos, pese a la baja
transitoria del poder adquisitivo, la popularidad de Merkel subió
considerablemente. La canciller demostró así que no basta una
gestión exitosa si un gobierno no sabe llevar un mensaje al corazón
de la gente. Eso fue lo que no supo hacer Macri en los días aciagos
de la crisis.
Cerebros y bolsillos aparte,
hay un caso excepcional en la historia argentina. La transición
política ha comenzado antes de la elección presidencial. De modo
prematuro ya aparecen algunos signos del inmediato futuro. Macri
prepara las maletas para viajar a la oposición, muy disminuida pero
sólida. Fernández está dispuesto a comandar una alianza de poder
enorme pero dividida en dos fracciones: la de la izquierda centrista
que él representa y la de la izquierda -más populachera que
populista- de Cristina. Presenciaremos – se puede decir desde ya-
dos luchas paralelas. La que tendrá lugar entre macrismo y gobierno
y la no menos interesante, en el seno mismo del gobierno, entre el
albertismo y el cristinismo.
Lo importante por el momento
es que en Argentina ha emergido un cierto orden político. Todo lo
precario que se quiera pero orden al fin. Por una parte, el principio
de la alternancia ha sido ratificado. Por otra, la geometría
política occidental: izquierda – centro – derecha, ya ha sido
informalmente instituida. Hay entonces algunas razones para ser
moderadamente optimista. Alberto parece no ser Cristina y Macri está
muy lejos de ser un Bolsonaro argentino.
Sobre esos temas volveremos a
ocuparnos en octubre.