(Alrededor de los libros, 05.07. 2019)
Si el tiempo que todo lo sabe lo permite, ya encontraré la ocasión para referirme en extenso a la obra literaria de la argentina Claudia Piñeiro, en mi opinión una de las escritoras más notables, tal vez la más, del habla hispana de nuestro tiempo. De ella -desde su “Las viudas de los jueves” hasta “El comunista en calzoncillos”- he leído todas sus novelas. Mi conclusión: A diferencia de la mayoría de los escritores, incluso de los más grandes, Claudia Piñeiro no conoce altibajos. Todas sus novelas son magníficas. Sin embargo, esta vez, e impulsado por motivos no puramente literarios me limitaré a escribir “alrededor” de su novela “Las Maldiciones”, una que toda persona que se interese por el espinudo tema de la política, guste o no de la literatura, debería leer.
Si el tiempo que todo lo sabe lo permite, ya encontraré la ocasión para referirme en extenso a la obra literaria de la argentina Claudia Piñeiro, en mi opinión una de las escritoras más notables, tal vez la más, del habla hispana de nuestro tiempo. De ella -desde su “Las viudas de los jueves” hasta “El comunista en calzoncillos”- he leído todas sus novelas. Mi conclusión: A diferencia de la mayoría de los escritores, incluso de los más grandes, Claudia Piñeiro no conoce altibajos. Todas sus novelas son magníficas. Sin embargo, esta vez, e impulsado por motivos no puramente literarios me limitaré a escribir “alrededor” de su novela “Las Maldiciones”, una que toda persona que se interese por el espinudo tema de la política, guste o no de la literatura, debería leer.
Si me preguntaran por el género de la novela diría que en gran
parte se trata de una sátira, en este caso de una sátira a una
especie – no sé si mayoritaria o no – de la política moderna.
Me refiero a ese político que no busca el poder como un medio sino
como un fin en sí.
La sátira, bien lo sabemos, no inventa, solo acentúa los rasgos más
notorios de una persona o conjunto de personas. Fernando Rovira,
“héroe negativo” de la novela, reúne en sí, de modo
condensado, diversas características de ese tipo de político. Un
prototipo argentino post-Perón, sin duda. No obstante, lo podemos
encontrar en la mayoría de los países donde tienen lugar con cierta
regularidad, elecciones. Al llegar a este punto recuerdo una anécdota
personal que hace sonreír a mis amigos cuando la cuento, aunque no
sé si por escrito pueda tener el mismo efecto. No importa. Me
arriesgo:
Viajando de regreso a casa en un tren, di un paseo por el pasillo
para estirar las piernas. Parado al lado de su asiento, como para que
lo vieran, reconocí a un político a quien veo frecuentemente en la
tele. Al pasar por su lado me extendió la mano y me saludó
afectuosamente. De regreso pasé de nuevo por su lado y de nuevo me
extendió la mano y me saludó afectuosamente. Al poco rato el tren
llegó a destino. Al bajar del tren, el político estaba parado cerca
de la puerta y sin mirarme me extendió la mano y me saludó
afectuosamente. Ahí yo no sabía qué pensar: en diez minutos, uno
de los políticos más conocidos de la nación me había dado tres
veces la mano y saludado afectuosamente.
Era evidente: el político daba la mano y saludaba al primero que
pasara por su lado y yo, sin ningún propósito, lo hice tres veces
seguidas. Lo insólito es que yo no solo no voto en la
circunscripción de ese político, sino, además, no estábamos en
periodo electoral. Quien me aclaró el hecho -mucho después - fue la
escritora Piñeiro cuando hizo decir a uno de sus personajes: “Un
político está siempre en campaña”. Quiere decir que un político
en su lucha por el poder no solo no conoce pausas sino, además, no
hace diferencias entre el mundo privado y el público.
Fernando Rovira es un caso extremo. Habiéndose enterado de que una
de las condiciones para ganar votos era no solo estar casado sino ser
padre de familia, decidió serlo. Como no podía fecundar debido a que durante su niñez no le fue detectada la no
bajada de un testículo al escroto, decidió hacer fecundar a su
mujer por un “concebidor”, el despistado y bien parecido Román, héroe no político de la novela. Román, después de mucho dudar,
cumplió con creces el cometido, deleitando a la mujer de Rovira
para, a partir de la quinta sesión, terminar haciéndole un hijo.
Después del asesinato de la mujer de Rovira, hecho instigado por la
madre del político, Román, cansado de ser el “esclavo hegeliano”
(sí, hasta Hegel sale a relucir, filtrado eso sí por Lacan, paso
inevitable en una escritora argentina) huye con su hijo de tres años,
y aquí comienza una historia con ribetes que pasan de lo trágico a
lo cómico con vertiginosa celeridad. En fin, una novela por momentos
alucinante, pero sobre todo política, cuyo argumento no voy a seguir
narrando pues no es ese mi objetivo. El caso Rovira, sin embargo,
queda dando vueltas después de leído el libro.
¿Será cierto que un
político puede llegar a perder todas sus facultades emocionales en
aras de la conquista del poder? Si nos atenemos al exacto sentido de
la profesión política, podría ser cierto. Buscando el poder por
todos los medios el político puede incluso llegar a invertir la
relación entre ética y poder hasta el punto en que el poder no se
deduzca de una ética sino la ética del poder.
Inevitable al hablar de ética y poder, no recordar al Max Weber de
Política como Profesión. En ese texto clásico Weber nos
habla de dos éticas políticas: una, la ideológica y otra, la de la
responsabilidad. Claro, eran otros tiempos. Tiempos recién seculares
en los cuales los electores buscaban sustitutos de líderes
religiosos en líderes ideológicos. Tiempos en los cuales muchos
líderes no pensaban pues eran pensados por una ideología que los
poseía. Al otro lado, líderes que ajustaban sus procedimientos a
criterios deducidos del derecho público, la mayoría de ellos
socialistas, liberales y conservadores, seres responsables frente a
las demandas de sus electores. Después de Weber los líderes
ideológicos, en consonancia con las ideologías totalitarias que
invadieron a casi todo el siglo XX, impusieron su hegemonía. Así
fue hasta la caída del Muro cuyas pesadas piedras parecieron
sepultar para siempre a los tiempos ideológicos.
Hoy vivimos en un intertanto post-ideológico. Nadie sabe lo que
sigue después. Lo que en ese intertanto parece ser decisivo es el
aparecimiento de una tercera ética situada entre la ideológica y la
de la responsabilidad: es la ética del poder puro o si se
prefiere, la ética del puro poder. Ya no se trata, según esa
neo-ética, de dibujar escenarios mesiánicos. Tampoco de tomar
decisiones de acuerdo a la ley. Lo importante, lo más importante, es
la conquista de la mayoría. A cualquier precio. Por lo mismo hay que
prometer grandes cosas. En el caso de Rovira, la división del Gran
Buenos Aires. La política que entra a dominar, bajo esas
condiciones, es la política del “hacer” y por eso cada candidato
ha de presentarse como “un gran hacedor”. En esa dirección los
partidos terminan transformándose en empresas cazavotos financiadas
por otras empresas cuyos intereses no tienen nada que ver con la
política.
“Hay que decir al votante lo que el votante quiere oír” es un
mandamiento de Rovira. Y con ello nos está diciendo, la única
verdad que importa es la del poder. Nos dice también que la política
es una moneda de dos caras: la del que promete y la del que necesita
creer en la promesa, incluso en el político mismo como un ser
sobrenatural. De este modo llega el momento en el cual se produce una
doble des-personalización. La del votante quien deja de ser un ente
soberano para convertirse en seguidor de un “hombre superior” y
la del político quien llega a ser un enajenado cuya voluntad, moral
e identidad depende de los vaivenes del poder. Hechor y víctima a la
vez. Pues ese político no hace vida política, su vida es la
política. O como dijo en un momento de sinceridad Rovira “sin la
política me muero”. Por lo mismo, ha de mostrar vida: entusiasmo,
alegría, y antes que nada, ninguna debilidad. Jamás confesar una
culpa, nunca hacerse responsable de nada, y si es preciso, cuando ha
cometido errores, buscar chivos expiatorios, ojalá fuera de los
límites nacionales, en fin alguien o algo que cargue consigo el peso
de la culpabilidad, sea este algo “el imperio” como era el caso
de los comunistas o, como acaba de suceder en Venezuela, donde
políticos cómplices de una de las aberraciones más grande de la
historia de ese país, la del frustrado “pronunciamiento militar”
del 30-A, han optado por esconderse de sí mismos, culpando nada
menos que a la Alta Comisionada de los Derechos Humanos de las
Naciones Unidas.
Extraña profesión la del político. Debe ser la única cuyo
ejercicio no requiere de un estudio pre-profesional. La mayoría de
los políticos ejercen su profesión de modo post-profesional. Los
hay quienes son abogados, le siguen economistas, médicos, obreros,
en algunos casos campesinos. Quienes cursan en la universidad la
disciplina de politología o “ciencias políticas” son los menos.
Ellos solo estudian a la política y conocen sus condiciones. Tal
vez por eso mismo no quieren ser políticos.
Y sin embargo, con todos sus defectos, personales y adquiridos, los
necesitamos, a los políticos. Vivimos en un mundo político, lo que
equivale a decir, en un mundo de representaciones. Si no fuera por
esos profesionales de la política tendríamos que representarnos
nosotros mismos. Solo nos quedan entonces dos alternativas: intentar
elegir de modo soberano a quien mejor representa durante un
determinado momento nuestros intereses e ideales o esperar tiempos
mejores, cuando los jóvenes de hoy, después de las experiencias por
nosotros vividas, adquieran una nueva ética y una nueva noción de
responsabilidad frente a quienes los eligen. Alguna vez será
necesario un nuevo comienzo. En esa posibilidad parece creer Claudia
Piñeiro cuando hizo aparecer a ese niño de apenas tres años de
edad, meándose sobre la piedra fundacional de la ciudad de la Plata,
mientras los canales de televisión del país no cesaban de
enfocarlo.