27.06.2019
Turquía no es ningún puente, es una nación.
Así responden con enfado la mayoría de los turcos a los europeos
cuando escuchan por enésima vez la repetida frase que afirma:
“Turquía es un puente entre dos culturas, la islámica y la
democrática occidental”. Enojo explicable. La metáfora del puente
superpone una identidad sobre las muchas que contiene ese heterogéneo
y multicultural país que es Turquía. Sin embargo, si no Turquía,
Estambul sí ha llegado a ser un puente. Pues esta vez hablamos no de
un puente cultural tendido hacia otras naciones sino de un puente
político erigido por y para los turcos dentro de la propia Turquía.
Ekrem Imamoglu, a diferencias de la destructiva
campaña llevada a cabo por el AKP de Erdogan, tendió durante la
gesta electoral puentes hacia todos lados: hacia los sectores
religiosos, hacia los nacional- conservadores del partido iYi, hacia
el semi proscrito partido kurdo HDP - a cuyo líder, ante el
escándalo del erdoganismo, Imamoglu visitó en la cárcel- y no por
último, hacia el propio AKP de Erdogan, dirigiéndose a los sectores
menos ultristas opuestos al “erdoganismo duro” que dirige el
empresario Berat Albayrat, yerno del jefe de estado.
En cierto sentido Imamoglu continuó el estilo
y la forma de la campaña del también socialdemócrata Muharrem Ince
durante las presidenciales de junio del 2018, las que si bien dieron el
triunfo a Erdogan lo obligaron a retroceder en grandes porcentajes con
respecto a elecciones anteriores. En cierto modo la ruta nacional ya
estaba trazada. Imamoglu no hizo sino seguirla. Para recorrerla era
él, quizás, la persona más apropiada. Socialista por convicción,
pero también religioso y con acceso a círculos conservadores
contrarios a Erdogan. Nacionalista también, pero sin cerrar el
camino a las demandas del pueblo kurdo. Lejos de ser un tribuno de
palabra encendida sabe exponer sus proyectos con claridad y
precisión. Y a diferencias de Erdogan, no es un populista.
Jamás se le ha escuchado proponer objetivos sin trazar claramente
los medios que llevan a su consecución.
La mayor virtud de Imamoglu ha sido sin duda su
vocación unitaria. Aunque tampoco, así lo vimos durante los dos
procesos electorales, es un hombre dispuesto a sacrificarlo todo por
la unidad. En ese sentido quedó claro como en Turquía, así como
en otros lugares del mundo, hay dos tipos de unidad: la simplemente
sumatoria y la unidad hegemónica. La primera es la que suma sin
importar convicciones ni principios. La segunda es la que une a
posiciones contrarias en torno a un plan explícitamente definido,
situado hegemónicamente por sobre los demás.
La idea no podía ser más clara: ganar las
elecciones acumulando fuerzas en torno a un centro político con el objetivo de cerrar el camino que lleva de la autocracia a una dictadura. Si
algunos extremos se articulaban con ese centro, tanto mejor. En
Estambul se cumplió así una vez más aquel principio que dice: en
los procesos de transición hacia la democracia nunca las salidas han
sido por los extremos sino siempre por el centro.
La tarea no fue fácil para Imamoglu. En
Turquía, después de tantos triunfos consecutivos del AKP, habían
llegado a germinar tendencias abstencionistas, sobre todo entre
sectores juveniles, en la ciudadanía kurda y no por último al
interior de las fracciones más izquierdistas de la socialdemocracia.
Esas tendencias asomaron en un principio con virulencia después que
Erdogan ordenara repetir los comicios de marzo. Para la mayoría de
los abstencionistas ese hecho demostraba que Erdogan nunca iba a
aceptar una derrota, que las elecciones estaban viciadas desde su
raíz, que el camino emprendido por Imamoglu era electoralista e
incluso colaboracionista y solo terminaría por legitimar
democráticamente a Erdogan. Pero Imamoglu, en lugar de lidiar con
ellos, optó por extender los puentes hacia las grandes masas urbanas
sin enredarse tampoco en polémicas con sus adversarios erdoganistas
quienes no paraban de difamarlo (terrorista, comunista, y sobre todo,
el peor de los insultos: “griego”). Recién, cuando las primeras
encuestas mostraron que Imamoglu superaba levemente al candidato de
Erdogan, Binali Yildimiren, los extremos opositores bajaron el tono.
Una semana antes de las elecciones las encuestas daban en promedio un
2% a favor de Imamoglu. Pero esa diferencia cercana al 10% no la
esperaba nadie. Yildemiren fue incluso derrotado en los barrios
marginales de Estambul, allí donde el erdoganismo siempre obtuvo la
mayoría absoluta. Tal vez ni el propio Imamoglu esperaba ese
resultado.
La victoria de junio fue antes que nada una
victoria de la democracia turca. Con los dos bastiones de la
nación, Ankara y Estambul, en manos de la oposición, será muy
difícil, sino imposible, que Erdogan culmine su mega proyecto
histórico: el de crear una república islámica que oriente a todo
el mundo islámico en sus conflictos con occidente. Del mismo modo el
tránsito que lleva desde la autocracia hacia la dictadura ya ha sido
cerrado. Y por ambos lados. Imamoglu, efectivamente, no solo se ha
distanciado de Erdogan, también lo ha hecho en contra del
militarismo y del golpismo turco. Eso significa que ni en su forma
islámica ni en su forma militar, el sueño de una reedición de la
Turquía de Mustafá Kemal Atatürk podrá ser realizado. Por lo
menos no a corto plazo. El lugar político de Turquía se encuentra
en el futuro, no en el pasado
La victoria de junio fue además una
victoria de la Europa democrática. Las razones son obvias: cada
día Erdogan parecía estar más cerca de Putin. La posibilidad de un
eje antieuropeo formado por Rusia-Turquía y probablemente Irán
(empujado por Trump) aterraba a la mayoría de los gobernantes
europeos. La compra de Turquía a Rusia de misiles tipo S-400
amenazaba con poner fin a la militancia de Turquía en la NATO.
Alertando el peligro, los principales partidos democráticos de
Europa no escatimaron esfuerzos para apoyar a Imamoglu. En cierto
modo Imamoglu fue el candidato de Occidente. Sus palabras de
agradecimiento en la noche de celebración electoral a la presencia
vigilante de cientos de corresponsales europeos así lo atestiguan.
Queda demostrado una vez más que cuando la comunidad democrática
internacional se articula con una estrategia política levantada por
los actores de una nación, las chances para un triunfo democrático
electoral de estos últimos aumentan de modo exponencial.
La victoria de junio fue, por último, una
victoria de la democracia por sobre la forma autocrática -o
neo-dictatorial- de gobierno. Erdogan, como otros gobernantes,
había sabido poner las elecciones al servicio de un proyecto
personalista y potencialmente dictatorial. No por eso la oposición
turca abandonó la lucha electoral, entre otras cosas porque esa era
la única que tenía frente a sí. De hecho, los demócratas checos
(hoy en las calles) los húngaros y, no por último, los propios
rusos, ya han debido tomar nota. Por lo menos ya saben que se puede.
Sí; se puede.
La victoria de Estambul - más allá del gran
puente de El Bósforo- ha tendido muchos puentes hacia el resto del
mundo.