No obstante, a diferencia
de los gobiernos que ayudan de modo militante a Maduro, los gobiernos democráticos no conforman una unidad monolítica. En
la práctica podemos distinguir tres posiciones. La primera, la de los EE UU,
dispuestos a ahogar económicamente al régimen ejerciendo presiones a fin de
facilitar una ruptura al interior del ejército venezolano. La segunda es la de
la mayoría de los gobiernos organizados en el Grupo de Lima cuyo objetivo es
agotar todos los medios diplomáticos para facilitar una salida democrática y
pacífica a la crisis. La tercera es la del grupo de trabajo de la UE dirigido
por Federica Mogherini, grupo que, coincidiendo con la segunda posición,
acentúa la alternativa de una salida electoral buscando para el efecto la interlocución
con gobiernos latinoamericanos no definitivamente alineados con el “derechista”
Grupo de Lima (Bolivia, Ecuador, México, Uruguay)
Las tres posiciones
respaldan a Juan Guaidó quien en su calidad de presidente de una AN elegida
electoralmente por el pueblo ha llegado a ser el líder indiscutido de la nación
opositora. Sin embargo, en este punto es necesario anotar la diferencia que se da entre paises que lo reconocen como
representante de un gobierno paralelo y los que solo lo reconocen como representante
de un gobierno simbólico. La diferencia no reside en ninguna interpretación
jurídica sino en una decisión política. Para explicar mejor esa diferencia
debemos repensar el sentido de la representación real y simbólica que porta
consigo Guaidó.
Cuando el 23 de enero
Guaidó decidió juramentarse frente a la ciudadanía, fijando los tres objetivos
de su liderazgo (otros dicen, mandato) muchos observadores supusimos que dicha
decisión estaba apoyada no solo por una mayoría ciudadana informal (no electoralmente
contada) sino por importantes sectores de las fuerzas armadas. Efectivamente,
al ser declarado Maduro como presidente usurpador -independientemente de que lo
sea o no- Guaidó, llamando a poner fin a la usurpación (léase: derrocamiento de
Maduro) como primer objetivo a cumplir, abrió las esclusas para iniciar una
trayectoria insurreccional cuyos principales actores deberían ser el pueblo
políticamente organizado y (eventuales) militares rebeldes. Si este segundo
factor no existía, declarar al gobierno como usurpador -sin contar con una
considerable fuerza militar, nacional y/o internacional- podría llevar al
movimiento opositor a un precipicio sin fondo. Y a menos que el movimiento que
representa Guaidó no realice una rápida corrección tendiente a poner fin al
gobierno Maduro, construyendo una alternativa político-electoral, es lo que
probablemente sucederá.
Como también es sabido, las deserciones al interior del cuerpo
militar no han sido gravitantes. Maduro se encuentra guarecido detrás de un
bloque armado, apoyado por gobiernos anti-democráticos también protegidos en
primera línea por fuerzas militares. Del
mismo modo, ningún gobierno democrático, incluido el de Trump, ha manifestado
el propósito de asumir los costos económicos, políticos y humanos que
demandaría una intervención militar en Venezuela. Por mientras, una oposición
desarmada, marcha y marcha más allá del agotamiento físico, alineada con
encomiable fervor alrededor de su líder, pero sin seguir una orientación
política definida, apegada a la ilusión de tener todas las opciones sobre la
mesa, lo que evidentemente no es cierto. La única opción que existe es política
porque la oposición -¿hay que repetirlo hasta el cansancio?- es una fuerza
política no insurrecional y mucho menos militar. Y eso es lo que hasta el momento ni Guaidó ni
otros dirigentes de la oposición venezolana han dicho: las armas de Maduro tienen poder de fuego, las de Guaidó tienen poder
de voto. ¿Por qué no lo han dicho?
Hay una razón política.
Decirlo pasa por el reconocimiento público de un gran error, el de la
abstención del 20-M cuyo efecto directo fue catapultar a Maduro hacia el
gobierno sin necesidad de hacerlo cometer un fraude histórico y, por lo mismo,
sin necesidad de que usurpara directamente un gobierno. Si en cambio la
oposición hubiese participado el 20-M, aún perdiendo, habría tenido todos los
números en la mano para denunciar la usurpación hacia el mundo entero. Pero al
no participar impidió que Maduro apareciera como lo que se le acusa: un
usurpador. Esa es la razón por la cual la página de la abstención del 20-M no
puede ser pasada por quienes se manifestaron contrarios a ella. Por el
contrario: esa página sobredetermina el presente de la oposición, guste o no
guste. Se quiera o no.
Hay, además, una razón derivada
de un grave error de análisis. Las FAN
no apoyan al régimen. Son el régimen. Quiere decir: El de Maduro no es un
régimen político que se sirve del aparato militar. Es, por el contrario, un
régimen militar que se sirve de un aparato civil.
Las FAN son dueñas del
poder y gozan de todos los privilegios que de allí provienen. Para usar una
jerga conocida, constituyen una clase uniformada en el poder. Una que se siente
a sus anchas en un clima de guerra, más no en un clima político. Esa es la
razón por la cual necesitan de las arengas belicistas de personas como MCM y
sus seguidores. Ellos requieren de una oposición violenta o en su defecto, de
una oposición clamando por invasiones externas. Una oposición pacífica,
constitucional democrática y electoral, le cambiaría en cambio las reglas del
juego. Así se explica por qué un llamado a poner fin a una usurpación que no
menciona medios políticos, aparte de objetivos huecos (“Operación Libertad”,
por ejemplo) les viene como anillo al dedo.
Hay por último una razón
cultural que impide asumir la lucha por elecciones libres en toda su
radicalidad. Se trata de una creencia, más bien de un mito profundamente
arraigado en el inconsciente, no solo de Venezuela, sino de muchos países del
continente. Es el mito del héroe militar.
Mito que sustenta la idea de que los grandes problemas de las naciones no son
posibles de ser solucionados mediante vías políticas sin apelar al uso de la
fuerza. Con claridad la laureada escritora venezolana Karina Sainz Borgo dijo
en una entrevista: “Cada vez que estamos en los peores momentos de colapso
político, esperamos que los militares se pronuncien. Evidentemente, ellos
tienen el poder de fuego, pero tenemos que dejar de esperar soluciones Deux
ex Machina”
No nos engañemos: Tanto la
absurda salida insurreccional del 2014 como la segunda salida, la de las
protestas del 2017, han tenido como objetivo lograr, gracias al levantamiento
del pueblo, el quiebre de los estamentos militares cuyos oficiales pasarían en
un momento dado a formar parte de las fuerzas democráticas insurgentes.
Evidentemente los años de democracia que
vivió Venezuela (1959-1999) no han impedido que el mito (bolivariano) de la
revolución militar siga primando sobre la lógica de la acción política. De
acuerdo a ese paradigma una política sin épica no es política. Por cierto, la política puede alcanzar
ocasionalmente momentos épicos (un plebiscito ganado a la chilena, un muro
derribado a la alemana, y otros casos parecidos). Pero ninguna épica podrá
sustituir a la política.
La política requiere de
enfrentamientos pero también de negociaciones,
compromisos y elecciones. Sin esos tres elementos la política no existiría.
Solo habría guerra. Y en la guerra declarada (un fin de la usurpación sin
asumir vías electorales, por ejemplo) la oposición venezolana estará siempre
condenada a perder.