Venezuela ha pasado a ser un tema de política internacional. El curso que tome el desenlace de la crisis política que marca su presente será fundamental para la región. La suerte de los regímenes dictatoriales de Nicaragua y Cuba, por ejemplo, estará en gran medida determinada por lo que ocurra en Venezuela. De ahí que la constelación internacional está hoy muy polarizada. A un lado los gobiernos democráticos occidentales alineados en torno a la oposición que representa Juan Guaidó. Al otro, la comunidad formada por dictaduras y gobiernos autoritarios apoyando sin reservas al régimen de Nicolás Maduro. En gran medida se trata de una contradicción mundial entre dos formas de gobierno: Los que adhieren a la forma democrática-liberal y los que privilegian a la dominación autocrática y/o dictatorial. Es por eso que cuando autocracias como las de Putin en Rusia o Erdogan en Turquía apoyan a Maduro, se defienden a sí mismas de la amenaza democrática que enfrentan en sus propios países. Apoyan, al fin, a uno de los suyos.
No obstante, a diferencia de los gobiernos que ayudan de modo militante a Maduro, los gobiernos democráticos no conforman una unidad monolítica. En la práctica podemos distinguir tres posiciones. La primera, la de los EE UU, dispuestos a ahogar económicamente al régimen ejerciendo presiones a fin de facilitar una ruptura al interior del ejército venezolano. La segunda es la de la mayoría de los gobiernos organizados en el Grupo de Lima cuyo objetivo es agotar todos los medios diplomáticos para facilitar una salida democrática y pacífica a la crisis. La tercera es la del grupo de trabajo de la UE dirigido por Federica Mogherini, grupo que, coincidiendo con la segunda posición, acentúa la alternativa de una salida electoral buscando para el efecto la interlocución con gobiernos latinoamericanos no definitivamente alineados con el “derechista” Grupo de Lima (Bolivia, Ecuador, México, Uruguay)
Las tres posiciones respaldan a Juan Guaidó quien en su calidad de presidente de una AN elegida electoralmente por el pueblo ha llegado a ser el líder indiscutido de la nación opositora. Sin embargo, en este punto es necesario anotar la diferencia que se da entre paises que lo reconocen como representante de un gobierno paralelo y los que solo lo reconocen como representante de un gobierno simbólico. La diferencia no reside en ninguna interpretación jurídica sino en una decisión política. Para explicar mejor esa diferencia debemos repensar el sentido de la representación real y simbólica que porta consigo Guaidó.
Cuando el 23 de enero Guaidó decidió juramentarse frente a la ciudadanía, fijando los tres objetivos de su liderazgo (otros dicen, mandato) muchos observadores supusimos que dicha decisión estaba apoyada no solo por una mayoría ciudadana informal (no electoralmente contada) sino por importantes sectores de las fuerzas armadas. Efectivamente, al ser declarado Maduro como presidente usurpador -independientemente de que lo sea o no- Guaidó, llamando a poner fin a la usurpación (léase: derrocamiento de Maduro) como primer objetivo a cumplir, abrió las esclusas para iniciar una trayectoria insurreccional cuyos principales actores deberían ser el pueblo políticamente organizado y (eventuales) militares rebeldes. Si este segundo factor no existía, declarar al gobierno como usurpador -sin contar con una considerable fuerza militar, nacional y/o internacional- podría llevar al movimiento opositor a un precipicio sin fondo. Y a menos que el movimiento que representa Guaidó no realice una rápida corrección tendiente a poner fin al gobierno Maduro, construyendo una alternativa político-electoral, es lo que probablemente sucederá.
Como también es sabido, las deserciones al interior del cuerpo militar no han sido gravitantes. Maduro se encuentra guarecido detrás de un bloque armado, apoyado por gobiernos anti-democráticos también protegidos en primera línea por fuerzas militares. Del mismo modo, ningún gobierno democrático, incluido el de Trump, ha manifestado el propósito de asumir los costos económicos, políticos y humanos que demandaría una intervención militar en Venezuela. Por mientras, una oposición desarmada, marcha y marcha más allá del agotamiento físico, alineada con encomiable fervor alrededor de su líder, pero sin seguir una orientación política definida, apegada a la ilusión de tener todas las opciones sobre la mesa, lo que evidentemente no es cierto. La única opción que existe es política porque la oposición -¿hay que repetirlo hasta el cansancio?- es una fuerza política no insurrecional y mucho menos militar. Y eso es lo que hasta el momento ni Guaidó ni otros dirigentes de la oposición venezolana han dicho: las armas de Maduro tienen poder de fuego, las de Guaidó tienen poder de voto. ¿Por qué no lo han dicho?
Hay una razón política. Decirlo pasa por el reconocimiento público de un gran error, el de la abstención del 20-M cuyo efecto directo fue catapultar a Maduro hacia el gobierno sin necesidad de hacerlo cometer un fraude histórico y, por lo mismo, sin necesidad de que usurpara directamente un gobierno. Si en cambio la oposición hubiese participado el 20-M, aún perdiendo, habría tenido todos los números en la mano para denunciar la usurpación hacia el mundo entero. Pero al no participar impidió que Maduro apareciera como lo que se le acusa: un usurpador. Esa es la razón por la cual la página de la abstención del 20-M no puede ser pasada por quienes se manifestaron contrarios a ella. Por el contrario: esa página sobredetermina el presente de la oposición, guste o no guste. Se quiera o no.
Hay, además, una razón derivada de un grave error de análisis. Las FAN no apoyan al régimen. Son el régimen. Quiere decir: El de Maduro no es un régimen político que se sirve del aparato militar. Es, por el contrario, un régimen militar que se sirve de un aparato civil.
Las FAN son dueñas del poder y gozan de todos los privilegios que de allí provienen. Para usar una jerga conocida, constituyen una clase uniformada en el poder. Una que se siente a sus anchas en un clima de guerra, más no en un clima político. Esa es la razón por la cual necesitan de las arengas belicistas de personas como MCM y sus seguidores. Ellos requieren de una oposición violenta o en su defecto, de una oposición clamando por invasiones externas. Una oposición pacífica, constitucional democrática y electoral, le cambiaría en cambio las reglas del juego. Así se explica por qué un llamado a poner fin a una usurpación que no menciona medios políticos, aparte de objetivos huecos (“Operación Libertad”, por ejemplo) les viene como anillo al dedo.
Hay por último una razón cultural que impide asumir la lucha por elecciones libres en toda su radicalidad. Se trata de una creencia, más bien de un mito profundamente arraigado en el inconsciente, no solo de Venezuela, sino de muchos países del continente. Es el mito del héroe militar. Mito que sustenta la idea de que los grandes problemas de las naciones no son posibles de ser solucionados mediante vías políticas sin apelar al uso de la fuerza. Con claridad la laureada escritora venezolana Karina Sainz Borgo dijo en una entrevista: “Cada vez que estamos en los peores momentos de colapso político, esperamos que los militares se pronuncien. Evidentemente, ellos tienen el poder de fuego, pero tenemos que dejar de esperar soluciones Deux ex Machina”
No nos engañemos: Tanto la absurda salida insurreccional del 2014 como la segunda salida, la de las protestas del 2017, han tenido como objetivo lograr, gracias al levantamiento del pueblo, el quiebre de los estamentos militares cuyos oficiales pasarían en un momento dado a formar parte de las fuerzas democráticas insurgentes. Evidentemente los años de democracia que vivió Venezuela (1959-1999) no han impedido que el mito (bolivariano) de la revolución militar siga primando sobre la lógica de la acción política. De acuerdo a ese paradigma una política sin épica no es política. Por cierto, la política puede alcanzar ocasionalmente momentos épicos (un plebiscito ganado a la chilena, un muro derribado a la alemana, y otros casos parecidos). Pero ninguna épica podrá sustituir a la política.
La política requiere de enfrentamientos pero también de negociaciones, compromisos y elecciones. Sin esos tres elementos la política no existiría. Solo habría guerra. Y en la guerra declarada (un fin de la usurpación sin asumir vías electorales, por ejemplo) la oposición venezolana estará siempre condenada a perder.