Era
demasiado el ruido que circulaba alrededor de la película Roma dirigida por
Alfonso Cuarón. Razón por la cual me decidí a practicar abstinencia
informativa. De modo que cuando entré a la sala (no comercial) de cine, solo
sabía lo obvio: la cantidad de premios internacionales, los líos entre Netftlix
y las grandes producciones cinematográficas, la filmación en blanco y negro, en
fin, todo lo imposible de no saber frente a la prensa, la internet y la radio
machacando a todo tambor. No obstante, decidí no leer ninguna crítica, ningún
comentario. Intenté más bien practicar el método recomendado por John Rawls a
sus alumnos cuando se acercaban a estudiar procesos sociales: tender
previamente un “velo de inocencia”, dejar juicios y pre-juicios a un lado,
aplicar ese “soloséquenadasé” socrático y esforzarse en pensar como si por
primera vez nos encontráramos frente a un hecho. Como si fuéramos niños.
Grata
sorpresa. Cuando terminó la función, me dí cuenta de que Cuarón al filmar su
gran película, había hecho más o menos lo mismo: ponerse en el lugar del niño
que una vez fue y recordar momentos de su vida, no con la mente del hombre
sabio y ducho que ha llegado a ser, sino asumiendo al niño que había sido él,
pero filmado con la técnica, sapiencia y sensibilidad del adulto que es. La
pegó y lo logró. Y ahí reside justamente la grandiosidad de Roma. La estricta
fidelidad de un director consigo mismo, con lo que una vez fue y a la vez, con
lo que uno no termina nunca de ser: una continuación de un pasado infantil que
en la mente nunca cesa de estar.
Confieso
que durante el primer cuarto de hora estaba comenzando a preocuparme. Ver el
trabajo sin pausas ejecutado por las dos
empleadas de la casa: Cleo (Yaritza Aparicio) la protagonista principal y
Adela, me hizo pensar que estaba frente a un “film social”, otro más de los
cientos que he visto en mi vida. Tal vez debo aquí explicarme: nada en contra
de la filmación social a la que los cursis llaman “cine de denuncia”. Pero
estoy convencido de que la presentación de conflictos sociales resulta más
productiva en los campos donde pertenece: la sociología, la politología, la
economía. En la literatura y en el cine, salvo algunas excepciones, resulta
monótona y por ende aburrida. Ahí ya sabes quienes son los buenos (los pobres)
y los malos (los ricos). Incluso algunos cineastas, con el propósito de
provocar, han dado vuelta la tortilla. A guisa de ejemplos, la legendaria
Viridiana de Luis Buñuel o La Cerémonie de Claude Chabrol donde los pobres son
los “malos”. Pero el efecto al final es el mismo: en una realidad dicotomizada
el director obliga al público a identificarse con unos en contra de otros
siguiendo la ruta de un argumento cuyo final ya está pre-dicho. No así en Roma,
colonia residencial de Ciudad de México.
En
la Roma de Cuarón la maldad y la bondad son transversales. Tanto el dueño de
casa, el doctor Antonio, como Fermín el pobretón novio de Cleo, son unos
perfectos hijos de puta. El primero abandonó a su mujer, Sofía, por otra mujer,
lo que suele ocurrir, pero dejando de enviar dinero a la familia. El segundo,
embarazó a Cloe y al saberlo arrancó de ella como si hubiera visto al diablo.
En ambos casos la maldad surge de una característica de marca latinoamericana:
la imposibilidad de asumir responsabilidades. Ni las primarias (pareja,
familia) ni la de las más altas cúpulas del poder. Como ese asesinato a los
estudiantes -contado según la memoria de Cuarón- conocido como la matanza del
Jueves del Corpus Santo (junio de 1971) cometido por los para-militares del
gobierno de Luis Echeverría Álvarez, quien se desentendió de lo acontecido
aduciendo simplemente no haber sido informado. Y bien, justo en medio de ese
caos ético surge el compromiso de
algunos seres con la vida. Un milagro. El de Cleo que quería tanto a los niños
de una familia que no era la suya. Y el de las dos mujeres abandonadas, la
patrona y la sirviente (“solidaridad de género”, dirían mis queridas amigas
feministas). Porque Roma, lo quiera usted o no, es una película de amor. No de
parejas ni de amantes, sino de amor a la vida, de amor al prójimo, de ese amor
que impulsa a Cleo a hundirse en las olas del mar sin saber nadar para salvar
la vida de los niños a punto de ahogarse, en fin, de ese amor que es más fuerte
que la muerte, dicho en estricto sentido paulino.
Después
de haber visto Roma he leído algunos comentarios. Como todo lo que se hace por
encargo y sin pasión, algunos son muy superficiales. Muchos de sus autores
informan sobre la técnica cinematográfica. Otros ubican a Cuarón en la
vanguardia del “boom” cinematográfico latinoamericano formado entre otros por
el argentino Juan José Campanella, los chilenos Sebastián Lelio y Pablo Larraín
y los mexicanos Guillermo del Toro y Alejandro González Iñarritu. Intranquilizantes en cambio son algunos
comentarios de “los lectores”. No los procaces, los insensibles, los ignorantes
de siempre, vale decir, la inmensa mayoría. Me refiero a algunos que poseyendo
cierta cultura cinéfila no han vacilado en condenar a Roma, cuestionando nada
menos que su principal virtud: la de no ajustarse a un plan, la de no seguir
ningún argumento pre-concebido, la de no percibir que es lo que quería
“demostrar” Cuarón.
Efectivamente,
Roma no sigue el hilo de ninguna narración o libreto. Sus personajes no son
representaciones corpóreas de ninguna tesis. Los episodios, si podemos
llamarlos así, no mantienen una línea contínua. Simplemente suceden, sin
relación aparente entre sí. Como es la vida.
Como
es la vida. Si a mí me pidieran cambiar el título de la película Roma por otro,
yo la llamaría simplemente: “Como es la vida”.
Disonante, discontinua, imprevista, repentina, llena de sucesos que no siguen la lógica de ninguna narración,
sin argumentos que la determinen, librados sus seres a esa incómoda libertad de
decidir frente a hechos no previstos y, por lo mismo, difícil de narrar en una
sola historia. La vida -todos podemos testimoniarlo- es un espacio de múltiples
historias contrapuestas. Más todavía si esa vida es seguida por la mirada de un
niño enfrentado a una realidad que recién avizora, donde todo lo que ocurre son
fenómenos -valga la redundancia- muy fenomenológicos. Lo que quiero decir al
fin es que si bien hay películas que son como la vida, no hay ninguna vida que
sea como una película. Roma es como la vida. Claro está: una vida en blanco y
negro.
Pensar
sobre una película es una actividad asociativa. Algunos comentaristas
comparaban Roma con otros filmes conocidos. Uno de la RTV española llegó a
hacerlo con Fanny y Alexander de Ingmar Bergman. A mí nunca se me habría
ocurrido. Pero cuando mostró la fiesta de año nuevo en una casa mexicana de los
setenta y la comparó con la que tenía lugar en una casa sueca del siglo XlX, la
semejanza era evidente. A mí en cambio me surgieron otras asociaciones. Fue
cuando me pregunté acerca del porqué del blanco y negro.
¿Por
qué en blanco y negro? La respuesta es fácil. Muchos cineastas utilizan el
blanco y negro para filmar sueños, o para referirse al pasado (a vuelo de
pájaro me vienen a la memoria La Cinta Blanca de Michael Haneke, The Artist de
Michel Hazanavicius) Y a mí me remitió a mi propio pasado cuando veía grandes
películas en el tradicional blanco y negro (ayer mismito ví a Gilda en la tele
con Rita Heyworth cantándome “amado mío”). No pude sino recordar, entre otras
joyas, las del (mal) llamado neo-realismo italiano de los cuarenta y cincuenta,
entre ellas las tres primeras que, como sucede con los grandes amores, nunca he
podido olvidar: Ladrón de Bicicletas y El Milagro de Milán de Vittorio de
Sicca, y sobre todo, pero muy por sobre todo, Roma Ciudad Abierta, de Roberto
Rossellini. No por la relación semántica que se da entre el barrio Roma de
México y la Roma de Italia (sería muy burdo) sino porque Rossellini, al igual
que mucho después Cuarón, filmó episodios -en su caso, de la resistencia
anti-nazi- de modo discontinuo. Por si fuera poco, Rossellini, también como
Cuarón, trabajó -con la excepción de Ana Magnani y Aldo Fabrizi- con actores no
profesionales. Incluso salió a buscarlos a las calles acompañado de su joven
asistente de cámara, un tal Federico Fellini. No sé si esos detalles actuaron
de modo inconsciente o premeditado en Cuarón.
Como
sea: una película inolvidable. Desde el momento en que salí del cine supe que
sus imágenes las iba a guardar para siempre. ¿Cómo me voy a olvidar del patio
lleno de cagadas de perro si era casi el mismo de mi infancia chilena? ¿Cómo me
voy a olvidar del manicero, del pitazo del afilador de cuchillos, de los gritos
desaforados en las ventas del mercado? ¿De los cines adonde íbamos a “atracar”
con las minas del barrio? Pero aparte de
mis recuerdos personales: ¿cómo me voy a olvidar del rostro ingenuo, casi de
niña, de Cleo, antes de su embarazo y ese rostro duro que logró sacarle Cuarón
después del nacimiento del niño muerto? De ese parto cruel y largo cuando en la
sala de cine no se sentía la respiración de nadie. O de ese incendio que era
apagado con baldes por los comensales de una fiesta. O de ese loco surrealista
cantando una canción noruega (Mytarsburken) en medio del incendio. O de los
sonidos del agua, la del patio y la del mar rabioso de olas. Pero sobre todo,
¿cómo me voy a olvidar de esa pirámide de amor, obra escultórica y
cinematográfica a la vez, formada por el abrazo de cuatro niños, una madre y Cleo?
Me
olvidaré de algunos diálogos, tal vez. De las imágenes de Roma no me olvidaré
más durante el resto de mi vida. De eso estoy seguro.