Fernando Mires - EL FIN DE LA LUCHA DE CLASES


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A tres pensadores de origen judío debemos los análisis más importantes sobre el significado de las masas en la política: Karl Marx, Sigmund Freud, Hannah Arendt.
El primero no escribió sobre el fenómeno de las masas, pero si desarrolló conceptos que permiten pensar procesos de masificación social. Esos conceptos son dos: el de “Lumpenproletariat”- “proletariado andrajoso”- y el de “superpoblación relativa”. Al “proletariado andrajoso” se refiere Marx en la Ideología Alemana y en El 18 de Brumario de Luis Bonaparte. Su calificación no pudo ser más peyorativa: se trata de deshechos sociales desclasados, masa puesta a disposición de inescrupulosos demagogos. La “superpoblación relativa” por su parte, surge de una crítica a la demografía tradicional, aseverando en el primer tomo de EL Capital (capítulos 1 y 2) que la superpoblación absoluta no existe. Lo que existe son segmentos excluidos de los procesos de producción. Más adelante (tomo lll) acotará Marx que el decrecimiento general de la tasa de ganancia conduce a dos vertientes: la de la proletarización y la de la pauperización. Aparte de mencionar esta segunda tendencia, a la que imaginó decreciente, nunca la convirtió en centro de sus estudios, dedicando su atención a la primera, hecho explicable porque de acuerdo a su concepción progresista (hegeliana) de la historia, el agente de cambio histórico debería ser el proletariado cuando se convierte de “una clase en sí”, en una “clase para sí”, tal como lo formulara en su Miseria de la Filosofía.
¿Qué tiene que ver Freud con Marx? Nada, salvo un punto. Para Freud el ser inmerso en la masa perdía su yo pensante -en los términos de Marx su autoconciencia, o su “para sí”- y pasaba a ser un objeto a disposición de poderes que succionan la capacidad de autodeterminación. Sumido en el magma de la masa -según el Freud de la Psicología de las Masas y Análisis del Yo- el humano retrocede (regrede) hacia los estadios más inferiores de su evolución hasta llegar al lugar de la horda primitiva donde el macho totémico se apodera de los deseos primarios de sus hijos (vasallos) para ponerlos al servicio del control despótico (evidentemente volvió a la tesis principal de Tótem y Tabú, 1912) En ese punto Freud piensa mucho más políticamente de lo que se cree. Su libro sobre la psicololgía de las masas, publicado en 1921, fue premonitorio con respecto a la historia de Austria y Alemania pues describe la lógica y dinámica de la dominación fascista antes de que esta hubiera tenido lugar. El líder supremo convertido en el padre idealizado por la masa, somete a los grupos humanos a su arbitrio, ocupa mediante facultades semi- hipnóticas el lugar de la reflexión individual y abre el espacio para que impulsos colectivos reprimidos por la cultura irrumpan en toda su fuerza y extensión. Siguiendo a Freud, la destrucción de la racionalidad individual precede a toda dominación autoritaria, sea en micro-sociedades (iglesias y ejércitos) o en el conjunto de una nación.
Es evidente que Hannah Arendt leyó bien a Marx y a Freud cuando llevó a cabo sus análisis sobre la relación entre los movimientos de masa y el poder totalitario. De Marx –a quien sin complejos llamó “el padre de las ciencias sociales”– recogió el hilo que lleva a caracterizar a las masas como producto de la exclusión social (Orígenes del Totalitarismo) De Freud – a quien casi nunca citó- la idea del vaciamiento espiritual del ser cuando es introducido en una lógica que le impide pensar de modo autónomo, tal como lo entendió en Eichmann en Jerusalén. Eichmann fue para ella solo un autómata entre otros, uno a quien extirparon la capacidad de decidir entre lo justo y lo injusto, entre lo bueno y lo malo y, sobre todo, entre el mal radical y el mal banal. En breve: Eichmann era un hombre-masa.
En la primera parte de Orígenes del Totalitarismo Arendt levanta la tesis relativa a que todo totalitarismo es precedido y a la vez continúa la desintegración de la sociedad de clases sustituyéndola por una no-sociedad de masas. En sentido comparativo, la sociedad de clases era efectivamente una sociedad, es decir, un conjunto formado por asociaciones. La dominación totalitaria, principalmente la comunista, al destruir las asociaciones, suprimió la lucha de clases, pero no en el sentido de posibilitar el aparecimiento de seres autónomos, sino sustituyendo a las clases por una masa sometida a los dictados del Estado, en seres sin posibilidades de comunicar entre sí, sin lazos de identidad y pertenencia, librados a la tutela de una clase dominante autonombrada representante de la historia. Las clases, bajo la dominación comunista, fueron convertidas en masa en el sentido exacto del término: materia disponible destinada a ser modelada por escultores estatales.
De acuerdo a Hannah Arendt, las clases organizadas dentro de sí y entre sí, constituyen el eje sobre el cual reposa el orden social moderno. En ese marco la clase trabajadora logró crear estructuras que la vinculaban antagónicamente con otras clases, formar grandes centrales sindicales, dirimir conflictos con el Estado, articularse con partidos sociales y, no por último, desarrollar una cultura de clase en barrios obreros, en las cantinas, en camaraderías contraídas en la lucha por objetivos similares. De este modo la “lucha de clases salvaje” de la revolución industrial cedería el paso a la “lucha de clases institucional”. Los sindicatos y los partidos socialistas llegarían a ser agentes del orden democrático-liberal, fundamento sobre el cual fue erigido el llamado “estado de bienestar”. Y bien, todo eso está hoy a punto de desaparecer.
En síntesis: Los tres autores mencionados entendieron a la masa como un sub-producto de la sociedad moderna, pero no como un fenómeno tendencialmente dominante. En el caso de Marx, como residuo del capitalismo pre-industrial. En el caso de Freud, como tendencia autodisolutiva de la cultura moderna. Y en el caso de Arendt, como un resultado del deterioro del mundo político. Ninguno de ellos logró, no tenían como hacerlo, prever los devastadores impactos de la revolución digital de nuestro tiempo. El escenario temido por Hannah Arendt, la de clases en procesos de descomposición (anomia, según Durkheim) sin organizaciones políticas representativas, pasto para demagogos y populistas, ha llegado a ser hoy una realidad inocultable.
La sociedad de clases no ha desaparecido. El problema es que ha perdido gran parte de su espacio. Los grandes empresarios, la bolsa, los bancos, los tecnócratas, la inteligencia, los miembros del mundo de la cultura, los jerarcas de la política, los empleados estatales, continúan existiendo. Pero hoy habitan solo un segundo piso (etage) en el edificio de la “sociedad euro-occidental”. El primer piso se encuentra en estado de demolición.
En los ayer llamados países del “capitalismo avanzado” el que fuera el piso del proletariado es hoy frecuentado por una masa de trabajadores ocasionales, por emigrantes dispuestos a ejecutar cualquiera actividad con tal de sobrevivir, por los receptores crónicos de la ayuda social y por cierto, por la industria de la criminalidad organizada. En ese primer piso la sub-sociedad ha creado sus propias formas organizativas, pero en ellas no priman relaciones de clase sino relaciones familiares, lazos étnicos, clanes, cofradías, sectas, mafias.
No puede extrañar entonces que las luchas sociales del siglo XXl no aparezcan en  huelgas y paros generales sino en revueltas y repentinas asonadas callejeras que dejan detrás de sí a cuerpos heridos, tiendas devastadas y autos destruidos. Hoy los exponentes de esas formas post-clasistas de lucha son los llamados Chalecos Amarillos de Francia. Pero el fenómeno dista de ser nuevo. En la misma Francia tiene antecesores en las revueltas de los barrios pobres de París del año 2005, en las revueltas en el Reino Unido del 2011, en Alemania en esos ya tradicionales primeros de mayo, cuando aparecen en las grandes ciudades ejércitos de turbas encapuchadas destruyendo todo lo que se opone a su paso, y en España en Los Indignados del 2011, en la bella Puerta del Sol, en Madrid.
Concedido: no son movimientos idénticos. Unos tienen marcados sesgos generacionales, otros son conducidos por miembros de las capas medias excluídas de la revolución digital, algunos integran a jóvenes emigrantes, otros son abiertamente xenofóbicos. La acuarela de las luchas sociales europeas del siglo XXl tiene muchos colores. No obstante todas poseen, en su extrema diversidad, un rasgo común. Ninguna surge orientada por específicos intereses de clase. En su interior, por el contrario, los miembros de las clases se disuelven en la espesa lógica de la multitud. ¿Son los proletarios andrajosos que vio Marx en la Francia de La Comuna de París? ¿O se trata del regreso a la horda que avistara el genio de Freud antes de que irrumpieran las masas fascistas en su país? ¿O son manifestaciones de la chusma o populacho, el “Mob” de Hannah Arendt, el mismo que precede a toda dominación totalitaria? ¿O es todo eso junto y a la vez?
Los Chalecos Amarillos surgidos en octubre de 2018 parecen sintetizar las características de los movimientos sociales post-clasistas de nuestro tiempo. Por de pronto, al igual que todos ellos poseen un carácter eruptivo. Surgen a partir de un motivo contingente: de una simple protesta por el precio de los combustibles, pero luego adquieren una dinámica que no tiene nada que ver con la razón de origen. Pese a que Macron ha mostrado estar dispuesto a discutir el tema, el movimiento no solo continúa, además crece levantando las más diversas demandas, algunas muy desarticuladas entre sí.  El movimiento tiene muchos líderes y ninguno a la vez. Comités que nacen y luego desaparecen para ser sustituidos por otros. Lo único que los une es el odio al establishment. Pero cada uno entiende por establishment lo que se le ocurre. Solo Macron, tal vez por ser miembro del mundo de la cultura, por poseer una educación elitista, o por estar simplemente arriba, concentra en contra de sí a una enorme cantidad de resentimientos no solo sociales sino también culturales e incluso personales.
Imposible encontrar en los Chalecos Amarillos una orientación ideológica. Sus líderes intelectuales -o lo que la prensa ha estilizado como tales - los neo-filósofos Éduard Louis y Geoffroy de Lagasnerie, escriben manifiestos cargados de emoción, pero sin ninguna guía, sin ninguna visión de futuro. Lo mismo se puede decir del llamamiento hecho por el nonagenario francés Stéphane Hessel ¡Indignaos! cuando fue acogido por “Los Indignados” españoles.
Los partidos de clase, particularmente las socialdemocracias europeas, también han entrado en un proceso de acelerada descomposición. Los que sobreviven lo hacen apelando a políticas que niegan lo que una vez fueron. Hay dos casos patéticos: El PSOE de Pedro Sánchez mantiene su votación buscando acuerdos con los que otrora fueron enemigos del movimiento socialista: los secesionistas, sobre todo vascos y catalanes. Más patético es el partido Francia Insumisa de Mélenchon el que en nombre del socialismo ha terminado por imitar el programa del Frente Nacional: anti-europeísmo, guerra política a Merkel y Macrón, desconocimiento de los grandes acuerdos históricos contraídos por Francia desde la post-guerra y alianza indesmentida con la autocracia putinista. ¿Esperan ganar el favor de las grandes masas post-clasistas? ¡Qué ni lo sueñen!: a la hora de votar, si es que votan, los miembros y simpatizantes de los Chalecos Amarillos se inclinarán más por la Le Pen que por el pseudo-socialista Melénchon. La demoscopía en ese punto no se equivoca.
Las turbas post-clasistas no tienen partidos. A la inversa, por medio de un giro inédito, los partidos que intentan recoger las demandas de las turbas, en lugar de otorgar conducción terminan por ser conducidos. Solo cabe esperar al fin que los hechos descritos sean solo epifenómenos circunstanciales, propios a todo proceso de transición histórica. De no ser así, significaría que Europa avanza nuevamente hacia el barranco.



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