A tres pensadores de
origen judío debemos los análisis más importantes sobre el significado de las
masas en la política: Karl Marx, Sigmund Freud, Hannah Arendt.
El primero no escribió
sobre el fenómeno de las masas, pero si desarrolló conceptos que permiten
pensar procesos de masificación social. Esos conceptos son dos: el de
“Lumpenproletariat”- “proletariado andrajoso”- y el de “superpoblación
relativa”. Al “proletariado andrajoso” se refiere Marx en la Ideología
Alemana y en El 18 de Brumario de Luis Bonaparte.
Su calificación no pudo ser más peyorativa: se trata de deshechos sociales
desclasados, masa puesta a disposición de inescrupulosos demagogos. La
“superpoblación relativa” por su parte, surge de una crítica a la demografía
tradicional, aseverando en el primer tomo de EL Capital (capítulos 1 y
2) que la superpoblación absoluta no existe. Lo que existe son segmentos
excluidos de los procesos de producción. Más adelante (tomo lll) acotará Marx
que el decrecimiento general de la tasa de ganancia conduce a dos vertientes:
la de la proletarización y la de la pauperización. Aparte de mencionar esta
segunda tendencia, a la que imaginó decreciente, nunca la convirtió en centro
de sus estudios, dedicando su atención a la primera, hecho explicable porque de
acuerdo a su concepción progresista (hegeliana) de la historia, el agente de
cambio histórico debería ser el proletariado cuando se convierte de “una clase
en sí”, en una “clase para sí”, tal como lo formulara en su Miseria de la
Filosofía.
¿Qué tiene que ver Freud
con Marx? Nada, salvo un punto. Para Freud el ser inmerso en la masa perdía su
yo pensante -en los términos de Marx su autoconciencia, o su “para sí”- y
pasaba a ser un objeto a disposición de poderes que succionan la capacidad de
autodeterminación. Sumido en el magma de la masa -según el Freud de la Psicología
de las Masas y Análisis del Yo- el humano retrocede (regrede)
hacia los estadios más inferiores de su evolución hasta llegar al lugar de la
horda primitiva donde el macho totémico se apodera de los deseos primarios de
sus hijos (vasallos) para ponerlos al servicio del control despótico
(evidentemente volvió a la tesis principal de Tótem y Tabú, 1912)
En ese punto Freud piensa mucho más políticamente de lo que se cree. Su libro
sobre la psicololgía de las masas, publicado en 1921, fue premonitorio con
respecto a la historia de Austria y Alemania pues describe la lógica y dinámica
de la dominación fascista antes de que esta hubiera tenido lugar. El líder
supremo convertido en el padre idealizado por la masa, somete a los grupos
humanos a su arbitrio, ocupa mediante facultades semi- hipnóticas el lugar de
la reflexión individual y abre el espacio para que impulsos colectivos
reprimidos por la cultura irrumpan en toda su fuerza y extensión. Siguiendo a
Freud, la destrucción de la racionalidad individual precede a toda dominación
autoritaria, sea en micro-sociedades (iglesias y ejércitos) o en el conjunto de
una nación.
Es evidente que Hannah
Arendt leyó bien a Marx y a Freud cuando llevó a cabo sus análisis sobre la
relación entre los movimientos de masa y el poder totalitario. De Marx –a quien
sin complejos llamó “el padre de las ciencias sociales”– recogió el hilo que
lleva a caracterizar a las masas como producto de la exclusión social (Orígenes
del Totalitarismo) De Freud – a quien casi nunca citó- la idea del
vaciamiento espiritual del ser cuando es introducido en una lógica que le
impide pensar de modo autónomo, tal como lo entendió en Eichmann en
Jerusalén. Eichmann fue para ella solo un autómata entre otros, uno a
quien extirparon la capacidad de decidir entre lo justo y lo injusto, entre lo
bueno y lo malo y, sobre todo, entre el mal radical y el mal banal. En breve:
Eichmann era un hombre-masa.
En la primera parte de Orígenes
del Totalitarismo Arendt levanta la tesis relativa a que todo
totalitarismo es precedido y a la vez continúa la desintegración de la sociedad
de clases sustituyéndola por una no-sociedad de masas. En sentido comparativo,
la sociedad de clases era efectivamente una sociedad, es decir, un conjunto
formado por asociaciones. La dominación totalitaria, principalmente la
comunista, al destruir las asociaciones, suprimió la lucha de clases, pero no
en el sentido de posibilitar el aparecimiento de seres autónomos, sino
sustituyendo a las clases por una masa sometida a los dictados del Estado, en seres
sin posibilidades de comunicar entre sí, sin lazos de identidad y pertenencia,
librados a la tutela de una clase dominante autonombrada representante de la
historia. Las clases, bajo la dominación comunista, fueron convertidas en masa
en el sentido exacto del término: materia disponible destinada a ser modelada
por escultores estatales.
De acuerdo a Hannah
Arendt, las clases organizadas dentro de sí y entre sí, constituyen el eje sobre
el cual reposa el orden social moderno. En ese marco la clase trabajadora logró
crear estructuras que la vinculaban antagónicamente con otras clases, formar
grandes centrales sindicales, dirimir conflictos con el Estado, articularse con
partidos sociales y, no por último, desarrollar una cultura de clase en barrios
obreros, en las cantinas, en camaraderías contraídas en la lucha por objetivos
similares. De este modo la “lucha de clases salvaje” de la revolución
industrial cedería el paso a la “lucha de clases institucional”. Los sindicatos
y los partidos socialistas llegarían a ser agentes del orden
democrático-liberal, fundamento sobre el cual fue erigido el llamado “estado de
bienestar”. Y bien, todo eso está hoy a punto de desaparecer.
En síntesis: Los tres
autores mencionados entendieron a la masa como un sub-producto de la sociedad
moderna, pero no como un fenómeno tendencialmente dominante. En el caso de
Marx, como residuo del capitalismo pre-industrial. En el caso de Freud, como
tendencia autodisolutiva de la cultura moderna. Y en el caso de Arendt, como un
resultado del deterioro del mundo político. Ninguno de ellos logró, no tenían
como hacerlo, prever los devastadores impactos de la revolución digital de
nuestro tiempo. El escenario temido por Hannah Arendt, la de clases en procesos
de descomposición (anomia, según Durkheim) sin organizaciones políticas
representativas, pasto para demagogos y populistas, ha llegado a ser hoy una
realidad inocultable.
La sociedad de clases no
ha desaparecido. El problema es que ha perdido gran parte de su espacio. Los
grandes empresarios, la bolsa, los bancos, los tecnócratas, la inteligencia,
los miembros del mundo de la cultura, los jerarcas de la política, los
empleados estatales, continúan existiendo. Pero hoy habitan solo un segundo
piso (etage) en el edificio de la “sociedad euro-occidental”. El primer piso se
encuentra en estado de demolición.
En los ayer llamados
países del “capitalismo avanzado” el que fuera el piso del proletariado es hoy
frecuentado por una masa de trabajadores ocasionales, por emigrantes dispuestos
a ejecutar cualquiera actividad con tal de sobrevivir, por los receptores
crónicos de la ayuda social y por cierto, por la industria de la criminalidad
organizada. En ese primer piso la sub-sociedad ha creado sus propias formas
organizativas, pero en ellas no priman relaciones de clase sino relaciones
familiares, lazos étnicos, clanes, cofradías, sectas, mafias.
No puede extrañar entonces
que las luchas sociales del siglo XXl no aparezcan en huelgas y paros generales sino en revueltas y
repentinas asonadas callejeras que dejan detrás de sí a cuerpos heridos,
tiendas devastadas y autos destruidos. Hoy los exponentes de esas formas
post-clasistas de lucha son los llamados Chalecos Amarillos de Francia.
Pero el fenómeno dista de ser nuevo. En la misma Francia tiene antecesores en
las revueltas de los barrios pobres de París del año 2005, en las revueltas en
el Reino Unido del 2011, en Alemania en esos ya tradicionales primeros de mayo,
cuando aparecen en las grandes ciudades ejércitos de turbas encapuchadas
destruyendo todo lo que se opone a su paso, y en España en Los Indignados del
2011, en la bella Puerta del Sol, en Madrid.
Concedido: no son
movimientos idénticos. Unos tienen marcados sesgos generacionales, otros son
conducidos por miembros de las capas medias excluídas de la revolución digital,
algunos integran a jóvenes emigrantes, otros son abiertamente xenofóbicos. La
acuarela de las luchas sociales europeas del siglo XXl tiene muchos colores. No
obstante todas poseen, en su extrema diversidad, un rasgo común. Ninguna surge
orientada por específicos intereses de clase. En su interior, por el contrario,
los miembros de las clases se disuelven en la espesa lógica de la multitud.
¿Son los proletarios andrajosos que vio Marx en la Francia de La Comuna de
París? ¿O se trata del regreso a la horda que avistara el genio de Freud antes
de que irrumpieran las masas fascistas en su país? ¿O son manifestaciones de la
chusma o populacho, el “Mob” de Hannah Arendt, el mismo que precede a toda
dominación totalitaria? ¿O es todo eso junto y a la vez?
Los Chalecos Amarillos
surgidos en octubre de 2018 parecen sintetizar las características de los
movimientos sociales post-clasistas de nuestro tiempo.
Por de pronto, al igual que todos ellos poseen un carácter eruptivo. Surgen a
partir de un motivo contingente: de una simple protesta por el precio de los
combustibles, pero luego adquieren una dinámica que no tiene nada que ver con
la razón de origen. Pese a que Macron ha mostrado estar dispuesto a discutir el
tema, el movimiento no solo continúa, además crece levantando las más diversas
demandas, algunas muy desarticuladas entre sí.
El movimiento tiene muchos líderes y ninguno a la vez. Comités que nacen
y luego desaparecen para ser sustituidos por otros. Lo único que los une es el
odio al establishment. Pero cada uno entiende por establishment lo
que se le ocurre. Solo Macron, tal vez por ser miembro del mundo de la cultura,
por poseer una educación elitista, o por estar simplemente arriba, concentra en
contra de sí a una enorme cantidad de resentimientos no solo sociales sino
también culturales e incluso personales.
Imposible encontrar en los
Chalecos Amarillos una orientación ideológica. Sus líderes intelectuales -o lo
que la prensa ha estilizado como tales - los neo-filósofos Éduard Louis y
Geoffroy de Lagasnerie, escriben manifiestos cargados de emoción, pero sin
ninguna guía, sin ninguna visión de futuro. Lo mismo se puede decir del
llamamiento hecho por el nonagenario francés Stéphane Hessel ¡Indignaos!
cuando fue acogido por “Los Indignados” españoles.
Los partidos de clase,
particularmente las socialdemocracias europeas, también han entrado en un
proceso de acelerada descomposición. Los que sobreviven lo hacen apelando a
políticas que niegan lo que una vez fueron. Hay dos casos patéticos: El PSOE de
Pedro Sánchez mantiene su votación buscando acuerdos con los que otrora fueron
enemigos del movimiento socialista: los secesionistas, sobre todo vascos y
catalanes. Más patético es el partido Francia Insumisa de Mélenchon el que en
nombre del socialismo ha terminado por imitar el programa del Frente Nacional:
anti-europeísmo, guerra política a Merkel y Macrón, desconocimiento de los
grandes acuerdos históricos contraídos por Francia desde la post-guerra y
alianza indesmentida con la autocracia putinista. ¿Esperan ganar el favor de
las grandes masas post-clasistas? ¡Qué ni lo sueñen!: a la hora de votar, si es
que votan, los miembros y simpatizantes de los Chalecos Amarillos se inclinarán
más por la Le Pen que por el pseudo-socialista Melénchon. La demoscopía en ese
punto no se equivoca.
Las turbas post-clasistas
no tienen partidos. A la inversa, por medio de un giro inédito, los partidos
que intentan recoger las demandas de las turbas, en lugar de otorgar conducción
terminan por ser conducidos. Solo cabe esperar al fin que los hechos descritos
sean solo epifenómenos circunstanciales, propios a todo proceso de transición
histórica. De no ser así, significaría que Europa avanza nuevamente hacia el
barranco.