No creo que se hubieran
puesto de acuerdo pero esos dos escritores y notables articulistas que son
Javier Marías y Javier Cercas escribieron en la misma edición de El País
Semanal sendos artículos sobre el mismo tema. El tema es el estado desastroso
que ofrece el escenario mundial con el aparecimiento de dictaduras y
autoritarismos como los de Orban, Erdogan, Putin, Maduro, Ortega, Le Pen,
Duterte, Al Sisi, Salvini, Pudigemont, Torra. A la lista, Cercas agregó los
nombres de Trump y Bolsonaro. En suma, los dos javieres se encuentran muy
desilusionados frente al giro antidemocrático que se observa en el último
decenio. Tanto, que Marías -después de una conversación telefónica con Arturo
Pérez-Reverte- dió a su texto el lúgubre título de Cuando conviene marcharse.
Para no ser menos, Cercas en su artículo Lecciones no aprendidas de la
historia, sugiere la tesis de que el ser humano está condenado a repetir los
mismos errores de siempre. Y lo peor de todo es que ambos parecen tener razón.
Ellos, personas sensibles, sienten en su innegable desilusión, un Mal du
Siècle, el mal del siglo XXl: el descenso de las democracias
Desilusionados significa
que alguna vez estuvieron ilusionados. La verdad, después de la caída del Muro
muchos lo estuvimos. La derrota final del comunismo al poner fin a la guerra fría parecía abrir un ciclo
democrático y de entendimiento entre las diversas naciones. No faltaron quienes
abrazaron al título -mas no la teoría- del famoso libro de Francis Fukuyama: El
fin de la Historia.
No sé si fueron razones
comerciales las que llevaron a Fukuyama a titular su libro de un modo tan
abstruso. En realidad debería haberse llamado “el fin de la concepción
dialéctica-hegeliana-marxista de la historia”. Claro está, con ese título muy
pocos lo habrían comprado. Pero nos habríamos ahorrado el trabajo de explicar
que es lo que Fukuyama había querido decir.
Lo que Fukuyama quería
decir es que lo que terminó no fue la historia narrativa sino una concepción
ideológica según la cual la historia se movía en sentido progresivo de acuerdo
a sus contradicciones principales. Con el fin del comunismo desaparecía la
contradicción principal entre comunismo y capitalismo y, por lo mismo, emergía
un campo de múltiples contradicciones sin que ninguna de ellas pudiera alcanzar
el rango de principal. Y precisamente en ese campo estamos situados y, al
parecer, muchos se sienten incómodos. Algunos, hasta desilusionados.
Es cierto, a veces
extrañamos los tiempos en los que la historia parecía obedecer a una lógica,
cuando todo estaba ordenado entre buenos y malos y era fácil tomar posiciones.
Por ejemplo, durante el periodo del nazismo y del fin de las repúblicas
fascistas, casi todo el mundo tendió a alinearse en torno a la lucha
anti-fascista. Poco después de la segunda guerra el mundo fue dividido en dos
bloques irreconciliables. Así nació el largo periodo de la guerra fría. Muy mal
denominada, porque en algunas zonas fue muy caliente (pregunte usted a un
vietnamita, laosiano, coreano, camboyano, húngaro, checo-eslovaco, polaco, o a
los que sufrieron bajo las dictaduras de seguridad nacional del cono sur
latinoamericano, si solo pasaron frío durante ese periodo)
Al interior de las
naciones más desarrolladas, el orden social creó su complementario orden
político en donde conservadores alternaban con socialdemócratas en
representación de una clase obrera organizada. Las sociedades de los países
industrializados eran sociedades de clases, pero de clases muy bien
constituidas, tanto social como políticamente. Pues bien, todo ese orden
comenzó a cambiar desde la caída del muro de Berlín.
Pero no fue la caída del
muro sino su coincidencia con un fenómeno que ya se venía anunciando a pasos
acelerados lo que originó el mal del siglo XXl. Nos referimos al periodo de
tránsito que lleva de la sociedad industrial a la sociedad digital,
consecuencia y causa a la vez de la globalización de los mercados y de las
relaciones internacionales.
Como todo proceso de
cambio, la digitalización produjo alteraciones irreversibles en el orden
social. Una de las más gravitantes fue la desaparición paulatina del llamado
“proletariado industrial”, puntal de la economía social de mercado. En su lugar
aparecieron nuevos segmentos laborales, algunos con alto grado de especialización,
pero también tuvo lugar un descenso de las antiguas clases medias, así como el
aparecimiento de una masa social formada por trabajadores independientes no
afiliados ni a partidos ni a grandes organizaciones “clasistas”. Más abajo, un
ejército de desocupados, temporales la minoría, crónicos la mayoría (en algunos
países europeos hay familias que después de dos generaciones continúan viviendo
de la ayuda estatal) Y en los sótanos sociales, una mano de obra barata cuya
oferta no logra ser regulada ni por el estado ni por los empresarios pero que
ejerce un magnetismo irresistible hacia “los condenados de la tierra”, los
ejércitos migratorios que en largas columnas avanzan hacia las metrópolis de
Europa y de Norteamérica, llenando de pánico a algunos de sus habitantes.
Muchos vuelcan sus opciones políticas hacia los demagogos que ofrecen orden y
muros, el regreso a la sociedad idílica (que nunca existió) donde todos tenían
trabajo, un solo pasaporte y un solo sexo, donde no había drogas, ni
prostitución y las calles eran limpias e inmaculadas.
Estamos en fin asistiendo
un proceso que lleva a la transformación de la sociedad de clases en sociedad
de masas (sociedad, solo en sentido figurado) Proceso que es padre de la
inseguridad e inseguridad que es madre de los neo-nacionalismos que asolan al
mundo democrático.
Las profundas
transformaciones mencionadas no tardarían en repercutir en una crisis de
representación política en casi todas las naciones occidentales. El suceso más
notable ha sido el colapso de las socialdemocracias tanto en Europa como en
América Latina. En algunos países, el gran hueco que dejaron al irse ya ha sido
llenado por rabiosos gobernantes neo-nacionalistas cuyo objetivo, después de
acceder al poder por vías democráticas, no es otro sino destruir el orden
democrático. La muerte de la democracia comienza con el acceso democrático de
gobernantes encargados de asesinar a la democracia. Esa es la idea central del
libro de Stefen Levinsky y Daniel Ziblatt, Cuando mueren las democracias (Ariel,
Madrid 2018)
Los neo-nacionalismos, al
imponer supuestos intereses locales por sobre los regionales, amenazan apagar
el fuego con bencina. No solo fascinan a las masas con discursos demagógicos.
Además alteran, si no las leyes, las normas de la convivencia ciudadana. Su
lucha de clases no está dirigida hacia los de arriba, sino hacia los de abajo,
los más débiles y desamparados, sobre todo los emigrantes. El lenguaje procaz
de gente como Trump, Salvini, Bolsonaro, y otros, apunta justamente a la
realización de esa obra destructiva. Pues ya lo sabemos: la destrucción de la
palabra precede siempre a la destrucción de las cosas.
Las relaciones bilaterales
proclamadas por Trump las venía por cierto practicando Putin antes de Trump.
Está claro que gobiernos como el húngaro, el polaco, el austriaco y el
italiano, y tal vez próximamente el francés, se sienten mejor platicando con la
autocracia rusa que con los representantes de la UE. Hoy se aprestan a llegar a
la UE mediante la vía electoral pero con el propósito de erosionar sus
cimientos y volver así a a la geometría de los antiguos bilaterismos
internacionales. Antiguos, porque el bilaterismo fue el sistema de relaciones
que primó en el pasado reciente.
El retorno de los esquemas
bilaterales ha llevado a no pocos historiadores europeos a volver a analizar
los hechos que dieron origen a la Primera Guerra Mundial. Pues los orígenes de
esa horrible mega masacre (27 millones de muertos) hay que buscarlos en la
predominancia de las relaciones bilaterales y por lo mismo, en la precariedad
de las organizaciones regionales. Me explico: Si no hubiera sido por el tratado
bilateral entre Serbia y Rusia, Rusia jamás habría ido a esa guerra; y si no
hubiera sido por el tratado bilateral entre Alemania y Austria, Alemania tampoco
habría ido a una guerra que solo podía perder. Las pérdidas, es sabido, jugaron
un papel determinante en el ascenso del nazismo y en el estallido de la Segunda
Guerra Mundial. Así que ya lo sabemos: si logra imponerse la tesis del
bilateralismo “trumpiano”, lo que pueda suceder ya está programado. De eso han
tomado nota, entre otros, los príncipes sauditas: podemos asesinar a quien se
nos venga en gana, siempre que esos asesinatos no afecten nuestras relaciones
comerciales con los EE UU. Así más o menos lo dijo, entre líneas, Trump.
La historia no se repite,
no hay duda. Pero es inevitable pensar que –como dijo un comentarista de la
televisión francesa- el mundo avanza rápidamente hacia atrás.