Alrededor de los libros
Sabotaje, la tercera con Falcó, mantiene la línea que ha trazado a su alrededor
Arturo Pérez-Reverte. En todos sus niveles: Acción, suspenso, potencia
narrativa, erótica elevada al cubo y sobre todo, representación descarnada de
la maldad que anidaba en la España de la tantas
veces mitificada Guerra Civil. Pero no me voy a sumar esta vez al larguísimo
listado de elogios, que a Pérez-Reverte le sobran.
Baste decir que es
imposible leer sus libros y respirar con tranquilidad al mismo tiempo. Esta vez
solo me limitaré a rondar alguna de sus tesis. Sí, estimado lector; usted leyó
bien: tesis. No es que crea haber leído un libro científico (Dios me
libre) Cuando digo tesis me refiero al
hecho de que alrededor de la trama, no solo en este libro -pero en este de modo explícito- andan
circulando cuatro tesis que rozan puntos cruciales de la filosofía política
moderna. Y a riesgo de que Pérez-Reverte se espante si tiene la mala fortuna de
leer estas líneas, formularé mis tesis en el más estricto sentido académico:
1. La novela Sabotaje nos demuestra que los conceptos acerca de lo
bueno y de lo malo son relativos y no absolutos. En sus páginas no hay buenos
ni malos porque en ellas tampoco hay causas buenas ni malas.
2. Existe una diferencia radical entre la realidad de los intelectuales y la
realidad- real. La intelectualización de la Guerra Civil española ha prestado
un pésimo servicio a su historiografía. Ha llegado la hora de desmitificar los
hechos. Aunque “solo” sea con una novela.
3. Sin embargo, y a pesar de todo, hay seres buenos y seres malos.
4. El mal es banal cuando requiere de una justificación.
Y ahora, como dijo
Drácula, vamos por partes.
La relatividad de lo bueno
y de lo malo comienza con un epígrafe: La Rochefoucauld: “hay héroes tanto en
el mal como en el bien”. Eso significa que para ser un héroe no se necesita ser
bueno. La bondad -si tomamos en cuenta que la mayoría de los héroes han sido
grandes carniceros- puede convertirse incluso en un obstáculo para la
heroicidad. En otras palabras, no hay ningún motivo para suponer que los
fascistas eran mejores o peores que los comunistas. No hay ningún argumento
para creer que un muerto fascista es mejor que un muerto comunista y viceversa.
No hay ningún indicio para pensar que si los comunistas hubiesen ganado la
guerra habrían sido más condescendientes con el enemigo (en cierto modo Franco
salvó a Carrillo de convertirse en el Ceausescu español) No hay ninguna razón
para imaginar que Falcó era mejor o peor que Eva, su nunca olvidada
mujer-espía-soviética. De ahí que ese capítulo de sincerización entre los dos
agentes secretos, Falcó, al servicio de los franquistas, y el ruso Pavel
(Pablo) encargado policial de Stalin en España, sea uno de los mejor logrados
en la literatura política moderna. Cinismo pero también franqueza. Crueldad
pero también objetividad. Y, sobre todo, profesionalidad en el arte de matar
sin gusto ni amor, solo por necesidad.
Definitivamente la novela
de Pérez- Reverte no fue escrita para “macarras de la moral” (Serrat) Tampoco
para intelectuales de la guerra. Esa guerra -lo repite Falcó hasta el
cansancio- “no es mi guerra”. Y con esto pasamos a la segunda tesis.
Se la tenía guardada
Pérez-Reverte. Su inquina en contra de esa multitud de intelectuales que desde
todos los cafés de Europa, rodeados de los mejores licores y aún mejores
hembras, revivirían la teoría de la guerra justa, la del comunismo en contra
del fascismo, es más que evidente. Y justificada. Al final nadie logró ocultar
la terrible verdad formulada por el comunista Pablo “si los republicanos
dedicaran las mismas energías que destinaron a destruirse entre sí, los
fascistas habrían sido aniquilados hace tiempo”. Esa era la realidad bruta. El
deseo de matar precedía a la guerra. Así lo dice Pérez-Reverte: “El comunismo y
el anarquismo penetran en un pueblo que lleva siglos queriendo ajustar cuentas
consigo mismo y que en su mayor parte apenas sabe leer”.
Ya, por cierto, Simone de
Beauvoir en su ya casi olvidada novela Los Mandarines había expuesto la
encrucijada en la que se encontraban los intelectuales de izquierda a mediados
del siglo XX. O ser fiel a la verdad y revelar los innumerables crímenes de
Stalin, o callar, como hizo Sartre, con el pretexto de “no hacer el juego al
enemigo”. Dilema vuelto a presentar por Pérez-Reverte en la figura trágica de
Leo Bayard, premio Goncourt, seguidor de la causa republicana y admirador
incondicional de Stalin de quien fue otra de sus víctimas, después de un
macabro tramado tejido por Falcó.
Parece ser cierto lo del
humano que tropieza con la misma piedra. Similar mistificación de los procesos
revolucionarios la viví yo mismo desde una perspectiva latinoamericana en los
días que siguieron a la revolución cubana. Era difícil declararse intelectual
en esos tiempos sin profesar pleitesía a Fidel Castro. Si Cortazar, García
Márquez, Vargas Llosa lo hacían ¿qué quedaba para nosotros, jóvenes y
diletantes marginales? Tuvieron que pasar muchas cosas para que ocurriera el
deslinde, y aun así, algunos no fueron capaces de dar el paso.
La Habana fue durante los
sesenta una olla cultural: congresos de escritores, amores rojos, la casa de
las Américas cobijando hasta a los poetas más despelotados, como tan fieramente
los ridiculizara Roberto Bolaño en los Detectives Salvajes. ¿De dónde
viene esa libido intelectual por las revoluciones? Pienso que Pérez-Reverte dio
en el clavo cuando hizo declarar al desdichado Bayard: “Así como la Inquisición
no mermaba la dignidad clásica del cristianismo, esos procesos (de Moscú) no
mermarían las del comunismo”. No pudo ser mejor dicho: la ideología era para
Bayard un sustituto de la religión.
Así se prueba una vez más
que el largo proceso de secularización fue más institucional que espiritual. En
gran medida la separación entre iglesia y estado dejó en muchos intelectuales
una suerte de “vacío de Dios”, vacío que solo podía ser llenado con algo que se
pareciera un poco a la religión que denostaban. Los comunistas llenaron ese
vacío con el consumo de un marxismo teleológico desvinculado de Marx y
convertido en “el opio de los intelectuales” (Aron). Pocos, aún en nuestro
tiempo, tienen la prestancia de Pérez Reverte para ajustar cuentas no solo con
los mitos sino también con los mitómanos. Y en ese punto el gran escritor fue implacable
con los frívolos bienvivientes de las artes y de las letras, comprometidos
desde fuera con una república cuya realidad ignoraban. Por eso Pérez-Reverte
dejó a Hemingway, literalmente, en el suelo.
No así a Picasso. Tal vez
porque descubrió en Picasso algunas particularidades similares en Falcó. El mismo apasionado deseo
por las mujeres bellas; un mal disimulado gusto por el dinero y, no por último,
un cierto impulso destructivo que llevó al inculto Falcó a entender la pintura
de Picasso mejor que muchos de sus contemporáneos. Algo que advirtió Picasso
cuando dijo: “un cuadro es la suma de sus destrucciones”. Y luego dibujó a
Falcó sin cobrarle un franco. ¿Falcó la cara criminal de Picasso y Picasso la
cara artística de Falcó? Puede ser.
¿Significa todo esto que
Pérez- Reverte postula una suerte de nihilismo semi-nietzscheano según el cual
“¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor” (Santos
Discépolo)? ¿Qué recomienda un relativismo moral donde todo es malo y bueno y
ninguna de las dos cosas a la vez? ¿Un eclecticismo ético donde todo está
permitido si los deseos elementales así lo solicitan? Si alguien piensa esto,
no voy a defender a Pérez-Reverte, entre otras razones porque la mejor defensa
ya la escribió el mismo. Lo hizo en un libro. Uno de sus mejores. Su título es
precisamente Hombres Buenos ¿Qué es un hombre bueno para Pérez-Reverte?
Para responder a esta pregunta, hay que pasar a la tercera tesis: Hay hombres
buenos.
Según Pérez-Reverte: “En
España, en tiempos de oscuridad, hubo hombres buenos que orientados por la
Razón, lucharon por traer a sus compatriotas las luces y el progreso. Y no
faltaron quienes estaban en su contra”.
Dos hombres, el
bibliotecario Hermógenes Molina más conservador que liberal y el almirante
Pedro Zárate, más liberal que conservador, viajan a París, arriesgando sus
vidas entre bandoleros y agentes de la reacción hispana para adquirir con
fondos de la Real Academia los 28 volúmenes de la Enzyklöpedie de D`Alambert y
Diderot, prohibidos en España. Dos hombres amantes de la cultura y del
pensamiento cuyo único objetivo, según Pérez-Reverte, era traer luces a la
oscuridad, orientados por la razón.
Aunque quizás usted no lo
crea, Pérez- Reverte es platónico. Un hombre bueno es -según el escritor- el
que busca a la luz en medio de la oscuridad a través del pensamiento. Pero va
más adelante: para alcanzar la luz, un hombre bueno es capaz de arriesgarlo
todo. Y bien: eso es justamente lo que no hicieron los intelectuales adictos al
comunismo. Sabiendo que existía la luz (la verdad) prefirieron no verla mirando
para otro lado. ¿Y Falcó? ¿Era un hombre bueno? En ningún caso. Hora entonces
de pasar a la cuarta y última tesis. Falcó era un asesino, pero – y esto es
importante- no era un asesino banal.
Naturalmente, me estoy
refiriendo a la tesis siempre mal entendida acerca de la banalidad del mal,
según Hannah Arendt. De acuerdo a la filósofa política, el mal -de acuerdo a
Kant- es siempre radical, es decir, tiene su origen en las profundidades más
insondables del ser. Pero -y esta es la mayor monstruosidad- el mal puede ser
banalizado. Y por lo común, el mal, cuando se ejecuta es, por sus ejecutores,
banalizado. La banalidad del mal es simplemente la justificación del mal por
razones superiores.
En los seres mediocres el
mal se justifica por el cumplimiento de ordenes. En los más elevados, por
razones ideológicas. Falcó, apuesto e inculto, lo comete por ordenes superiores
a las cuales algunas veces transgrede. Pero jamás por razones ideológicas. Al
lado de los fascistas que mataban en nombre de una tradición que nunca había
existido y de los comunistas que mataban por un futuro que nunca existirá,
Falcó luce incluso honesto. Mataba simplemente porque le pagaban. Nunca sintió
deseos de matar, aunque, no podía ocultarlo, arriesgaba siempre la posibilidad
de morir. Nunca intentó justificar asesinatos con ninguna razón, ni superior ni
inferior. Era un hombre malo porque sencillamente vivía un momento malo de la
historia, uno donde todos se mataban entre sí, sin misericordia ni perdón.
Falcó, creo que una vez lo dije, era un héroe de su tiempo. Nada más ni nada
menos que eso.
A diferencias de los Hombres
Buenos quienes llegaron a ser entre sí, amigos, Falcó nunca tuvo amigos,
cuando más, leves circunstancias amistosas. Amores tuvo solo uno, aunque evadía
su evidencia. En Sabotaje, Eva no aparece físicamente pero está más
presente que nunca. Su presencia es su ausencia. Falcó la amaba. En la profunda
oscuridad de su alma ella era su única luz.
Falcó era malo, pero malo
con clase.
Sobre el mismo tema ver: Fernando Mires - Eva y Falcó
https://polisfmires.blogspot.com/search?q=eva+y+falc%C3%B3
Sobre el mismo tema ver: Fernando Mires - Eva y Falcó
https://polisfmires.blogspot.com/search?q=eva+y+falc%C3%B3