Después de las elecciones
presidenciales de marzo del 2018, Putin apareció como ganador con el monumental
resultado del 77% y muchos creyeron que es invencible. Justamente la opinión
que quería imponer Putin, a saber, la de que nadie debe hacerse ilusiones
acerca de la posibilidad de que su régimen pueda ser políticamente cuestionado
desde el interior. En cambio, Putin goza de interlocutores en casi todos los
países europeos.
Con infinita paciencia el
autócrata ha tejido hilos hasta el punto de que la situación de hoy puede ser
comparada con la que ofrecía Europa hacia mediados del siglo pasado. En esa
época, partidos comunistas crecían y crecían y los demócratas del continente no
podían vincular con las débiles organizaciones de los disidentes en la URSS. La
democracia se encontraba a la defensiva y el comunismo parecía avanzar
triunfante, sin contrapeso. La diferencia con el actual orden de cosas es que
Putin no reconoce “hermanos ideológicos” como fue el caso del estalinismo y del
post-estalinismo. Su máxima es apoyar a cualquier partido europeo solo bajo dos
condiciones: Una: que atente en contra de la estabilidad de los gobiernos
liberales y democráticos. Dos: que mantenga una posición antagónica en contra
de la UE. Más no le interesa. De ahí que ha celebrado como propio el avance
electoral de los partidos eurofóbicos y xenofóbicos en los países escandinavos,
en Austria, Italia y sobre todo en Alemania y Francia. En la práctica tanto la
Linke y Afd como el FN de Le Pen y los izquierdistas extremos de Mélenchon, lo
apoyan abiertamente. Del mismo modo Podemos y los independentismos catalanes
son vistos por Putin como aliados interesantes. Si a eso agregamos su alianza
estrecha con los gobiernos anti-liberales de Hungría, Turquía, Italia, Grecia,
Rumania, más sus coincidencias con el de Polonia, las perspectivas a mediano
plazo se ven muy favorables para Putin. Una noche muy sombría y fría avanza
sobre Europa.
Y bien, para facilitar su
avance, Putin requiere imperiosamente de un control interno casi total sobre
la política de su país. Eso significa: Su gobierno no deberá ser
cuestionado por nadie que obtenga más de un 15% electoral. Para cumplir ese
objetivo todo candidato en condiciones de superar esa marca será alejado de la
vía pública cuanto antes. Así lo hizo recientemente con su más peligroso
oponente, Alexis Navalny.
Hacia fines de 2017 Navalny
estuvo cerca del 30%, según todas las encuestas. Eso habría significado una
catástrofe para Putin. De ahí que el autócrata
solo tenía dos caminos: o eliminar físicamente a su adversario o cerrar su
opción electoral. Optó por lo segundo. El régimen ya ha hecho desaparecer a
demasiados disidentes y no podía permitirse hacerlo con otro, justamente antes
de las elecciones. En breve, Navalny fue inhabilitado con el argumento de que
al haber sido procesado (precisamente con dos acusaciones falsas que le colgó
Putin) no podía optar a la presidencia.
Pero a su vez Navalny allanó
la senda de Putin. En lugar de designar a otro candidato que lo sustituyera
y continuara su línea, llamó a la abstención bajo el lema tácito: “yo o nadie”.
Como suele suceder en estas ocasiones, el número de abstencionistas políticos
se perdió en el magma de los abstencionistas no políticos (en Rusia son muchos)
y Putin logró obtener, sin problemas, el porcentaje que necesitaba para seguir
llevando a cabo su política exterior.
Afortunadamente la
resolución de Navalny no fue acatada por todos sus seguidores. La moderadora de
televisión Ksenia Sobchak, haciendo gala de coraje civil, decidió levantar su
propia candidatura. Putin no tuvo necesidad de hacer nada en contra. El ataque
de Navalny y sus seguidores a Sobchak fue brutal. Incluso Navalny la insultó
públicamente en Youtube tratándola de colaboracionista y, sin mostrar prueba
alguna, la acusó de recibir dinero de Putin. El aparentemente ridículo 1,68%
que obtuvo Ksenia pareció demostrar que en ese momento el liderazgo de Navalny
sobre el conjunto de la oposición era tan incuestionable como el de Putin sobre
todo el país. Sin embargo, las apariencias engañan.
Muchos rusos ni siquiera
sabían quien era Ksenia. Hoy lo saben. Después de las elecciones de marzo,
Ksenia Sobchak reapareció como una de las iniciadoras de una nueva ruta. La
acompañan dos destacados políticos: Dimitri Gudkous, quien fue parlamentario, y
en los últimos meses el ex ministro de economía Andrej Netschajev. El
propósito: fundar una agrupación de organizaciones bajo la sigla IC (Iniciativa
Ciudadana) destinada a presentar en futuras elecciones una plataforma
democrático-liberal. De hecho, Sobhack será candidata a la alcaldía de
Petersburg y Gudkous a la de Moscú. Luego vendrán las elecciones comunales.
Según el nuevo partido hay que aprovechar al máximo el espacio electoral. No se
trata, por supuesto, de una alternativa de poder. Pero sí de un intento para
sacar al conjunto de la oposición de la miseria en que se encuentra.
Inocultable en estos
momentos es que la oposición rusa se encuentra dividida. A un lado los que intentan levantar la línea electoral que abandonó
Navalny. Al otro, los seguidores de Navalny quien levanta ahora una línea
anti-electoral y anti-parlamentaria en contra de Putin sin explicitar cuando y
como la van a desarrollar.
¿Quién es Alexis Navalny?
Nació en 1976.
Descendiente de ucranianos, abogado de profesión. Sus primeros pasos en la
política los dió a a partir de diferentes publicaciones en su blog. Hecho no
circunstancial. Navalny es un político medial. Sabe crear situaciones, hacerse
rodear de periodistas, pronunciar frases épicas. Por lo mismo es partidario de
acciones testimoniales y de actitudes que rayan con un heroísmo suicida.
Excelente orador, impulsivo y emocional, ha logrado dotarse de un carisma
popular y contestario motivo por el cual sus partidarios lo siguen con una
devoción casi religiosa. Sin duda, un peligro potencial para la estabilidad del
gobierno Putin, hecho que explica por qué la cárcel ha llegado a ser para
Navalny un segundo hogar.
El grito de alerta a Putin
lo dio Navalny con el excelente resultado obtenido en las elecciones del 2013
para la alcaldía de Moscú. La respuesta del régimen
no se hizo esperar. Inmediatamente fue condenado a cinco años de prisión,
acusado de corrupción. La presión internacional, particularmente los fallos de
la Corte de Apelaciones Europea, obligaron a Putin a cambiar la residencia en
la cárcel por prisión preventiva. Pero el año 2017 Navalny fue enviado
nuevamente a prisión acusado otra vez con cargos falsos. Volvió a lograr la
conmutación, bajo fianza. El objetivo de la acusación era, obviamente, impedir
que Navalny postulara a las elecciones presidenciales de marzo de 2018. De
todos modos Navalny decidió postular y otra vez -como era de esperarse- fue
enviado a prisión para ser liberado poco tiempo después. Cuando se escriben
estas líneas, Navalny ha sido nuevamente encarcelado, esta vez acusado de
subversión. El motivo lo proporcionó el mismo. Pocos días antes de las
elecciones declaró que la vía electoral estaba cerrada para él y su “Partido
del Progreso”. No dijo, por cierto, cual vía había escogido. El gobierno la
interpretó, naturalmente, como una “vía terrorista”.
Navalny se define a sí
mismo como un nacionalista-liberal. La verdad, es mucho más nacionalista que
liberal. Su ideario no se diferencia demasiado de el de Putin. Su promesa
es hacer de Rusia una potencia hegemónica sobre las nacionalidades vecinas,
incluyendo Ucrania. Su rechazo a la anexión de Crimea fue interpretado como una
simple maniobra en contra de Putin, toda vez que son conocidas sus aversiones
en contra de los rebeldes de Georgia. A lo pueblos caucásicos los considera
como culturas inferiores, solo capaces (textual) “de vivir junto a las vacas”.
No sin razón le han sido constatadas actitudes xenofóbicas. Sus promesas de
limitar la entrada a Rusia a emigrantes asiáticos ha causado escándalo entre
los círculos liberales. En fin, Navalny se encuentra -para usar una
comparación- mucho más cerca de Le Pen que de Merkel.
Para algunos rusos Navalny
es el Putin de la oposición. Para otros, un héroe del pueblo. Lo que está fuera
de dudas es que, a diferencias de Putin -reacio a hacer largos discursos- Navalny
es un populista consumado. Por eso sus campañas electorales nunca han
estado centradas en demandas democráticas sino solo en la lucha en contra de la
corrupción. Según Navalny, Putin, rodeado de mafias, atenta en contra de la
pureza originaria del alma rusa. En cierto sentido podríamos calificar a
Navalny como un “tolstoyano” que, siguiendo la línea de Solzhenitsyn, postula
una revolución moral en su país. Es, efectivamente, un moralista de la
política. Un demócrata, en todo caso, no lo es.
Vista así las cosas, la
alternativa democrática y liberal representada en el recién formado partido (o
movimiento) Iniciativa Ciudadana, deberá ser la de navegar entre dos aguas: las
de la autocracia de Putin y las de la oposición intransigente, anti-electoral y
anti-política de Navalny. No obstante, su principal enemigo será la propia historia de Rusia de la cual Putin y
Navalny solo son simples expresiones. Una historia en donde no encontramos
ninguna tradición democrática. Por eso, el fin del comunismo en Rusia, a
diferencia de lo que ocurrió en la mayoría de las democracias populares, no fue
obra de movimientos sociales, sino de una simple imposición dictatorial.
Gorbachov en el mejor de
los casos fue un buen dictador pero nunca un gobernante democrático. Los
intentos del primer Jelzin orientados a construir una república democrática
fracasaron estrepitosamente. Mirando el pasado en términos macro-históricos
podemos advertir incluso que el único momento democrático vivido por Rusia,
ocurrió en los momentos finales de la autocracia zarista, con el aparecimiento
del gobierno revolucionario de Kerensky, apoyado por una emergente burguesía
liberal y por un socialismo democrático de inspiración europea. La destrucción
del parlamento ordenada por Lenin y Trotzky terminaría para siempre con esa
posibilidad. Stalin solo continuaría la obra. De la incipiente revolución
democrática no quedaría un solo rastro. Eso explica por qué los movimientos
liberales y democráticos que hoy levemente aparecen en Rusia, nacen desde un
vacío histórico. Pero no por eso dejan de ser la esperanza de un nuevo
comienzo. Y esa es justamente la razón por la cual deberían merecer todo el
apoyo de los gobiernos democráticos que aún quedan en Europa. De eso estamos, sin
embargo, muy lejos.