Antes incluso de que yo
hubiera leído la gran novela La Mancha Humana de Philip Roth quien narra
el caso de un profesor destruido
profesionalmente -al ser acusado de racista por referirse a dos estudiantes afroamericanos que nunca aparecían en
clase- como “oscuras figuras”, la escena
ya me era conocida. En la universidad donde prestaba mis servicios había
ocurrido algo parecido.
Un profesor del instituto de
Economía, al ser preguntado una vez como
veía el futuro económico de África, contestó: negro, muy negro. Los estudiantes
rieron y recién ahí el profesor se dio cuenta de que -sin proponérselo- había
hecho un chiste malo. Y también se rió de sí mismo. Para su infortunio había en
el aula una estudiante africana y al lado de ella, una activista de un
movimiento antiracista. Esta última interpeló a mi colega delante de todos los
estudiantes. No contenta con eso, publicó en el periódico de la universidad una
carta, denunciándolo como racista. Eso bastó para que
se desatara una campaña en contra del docente a la que se unieron grupos
feministas, ecologistas y otros istas de ese tiempo. Afortunadamente, a
diferencias del personaje de Philip Roth, el profesor -hombre más bueno que el pan- fue apoyado por sus colegas
de instituto. Lo conocían y sabían que él podía ser todo, menos racista. Aunque
sí, fue mellado. De suyo, afable y alegre,
yo lo ví durante un buen tiempo caminar por los corrillos con la cabeza baja,
con los hombros caídos, como pidiendo permiso por estar ahí.
Es difícil hablar o escribir
sin hacer alusiones que puedan lastimar a alguien. Todas las palabras poseen,
se quiera o no, un sentido asociativo. El dicho es claro: “no hay que nombrar a
la cuerda en la casa del ahorcado”. Pero a veces es imposible hacerlo si en la
casa del ahorcado hay efectivamente una cuerda. La libertad de palabra, como todas las libertades
que disfrutamos, conllevan riesgos difíciles de eludir. Las frases de cada día
están formadas por metáforas, metonimias, analogías, y no siempre son dichas en
el momento preciso. Entonces aparecen los implacables policías del lenguaje.
Los que te señalan como debes expresarte. Los que te muestran las palabras prohibidas. Los que te
indican cual debe ser el lenguaje correcto. Los que intentan limitar tu
libertad de expresión.
Recuerdo que no hace más de
un año publiqué un tuit en donde señalaba que la oposición política de un
determinado país mostraba un comportamiento autista (es decir, autoreferencial,
sin comunicación con lo externo, encerrada en sí misma) Bastó para que una
madre de un hijo que padecía de alteración autista, ella misma, luchadora por
los derechos de los autistas, me acusara públicamente de usar el nombre de una
enfermedad como descalificación política. Yo quedé anonadado. En mi vida se me
podría ocurrir que alguien iba a leer mi comentario así, entre otras, por
razones muy personales que no vienen al caso detallar. Vanos fueron mis
intentos por explicar a la señora que esa no había sido mi intención, que las
palabras deben ser entendidas en su contexto, que los significantes no son
fijos ni estables, que si tuviéramos que pesar cada palabra antes de
pronunciarla, nos quedaríamos mudos. Y justo: al escribir mudo, me dí cuenta de
que esa palabra también podía ser mal interpretada por alguna madre de algún
niño mudo.
¿Cuántas veces no hemos
dicho que un partido padece de sordera política, o de ceguera política, o que
se encuentra paralizado? ¿O debemos dejar de usar esos términos por temor a que
los parientes de los sordos, de los ciegos y de los paralíticos se sientan
lastimados? No por dios, si lo hiciéramos, no solo quedaríamos mudos. Peor: perderíamos nuestra espontaneidad, la
libertad de expresarnos de acuerdo al uso de las palabras según los
significados que en un determinado contexto les conferimos. En breve: la palabra es lo único humano que tiene cada
uno: es la poesía del ser. Limitándola, limitamos al ser
¿Por qué ahora escribo estas
notas? Porque sencillamente alguien
acaba de colmarme el vaso. En un tuit esa alguien me calificó como a “un vulgar
machista”. La razón: haber utilizado en evidente sentido interpuesto el término
“carne fresca” para descalificar a los perversos que viajan a Cuba en busca de
menores de edad de ambos sexos. Es decir, devolviéndoles el lenguaje que ellos
usan, hablando como ellos hablan, pero para descalificarlos. Es como si en un
texto yo escribiera: "los vendepatrias torturados por el régimen de Maduro".
Todos, hasta el más ignaro se daría cuenta que uso la terminología de Maduro en
contra de Maduro. Solo a un bruto se le ocurriría pensar lo contrario. Mucho
menos alguien que sabe lo que yo pienso de Maduro. Se trata, en el hecho, de un
recurso literario, muy usado entre quienes nos dedicamos al no siempre grato
oficio de la escritura. Y así lo entendió la mayoría de las tuiteras. Ninguna
-aún sin conocerme- se hizo eco de la alevosía de la persona que me inculpaba
de “vulgar machista”.
El problema grave es que esa
alguien me conoce personalmente; sabe quien soy yo. Sabe, además, que no existe
un escritor hombre que haya dedicado tantas páginas a defender los derechos de
las mujeres y del feminismo. Nunca hemos sido amigos, pero siempre tuve hacia
ella un comportamiento respetuoso y cordial. Aún, entendiendo mal mi texto como
lo entendió, pudo haberme escrito de modo privado como es uso entre colegas
universitarios. ¿Qué la llevó a publicar ese tuit infame en contra de mi
persona? Reacio a utilizar categorías morales, he intentado explicármelo de otro modo.
Una luz la recibí ayer al
leer uno de esos estupendos artículos de Arturo Pérez-Reverte, quien como su
amigo Javier Marías ha sido blanco de incontables ataques del feminismo
ultraradical de su país. En un pasaje de su artículo titulado Qué todos
queden atrás, anota Pérez-Reverte que
existe un impulso (un goce) incontrolable por parte de seres oscuros con acceso
al espacio tuitero por descalificar a personas que se encuentran por sobre
ellos o que simplemente han alcanzado un reconocimiento que ellos nunca
tendrán. En mi opinión no se trata solo de envidia.
En la mayoría de los casos
son personas con un yo deficitario, con baja autoestima y, por ende, hambrientos de reconocimiento o notoriedad.
Por lo mismo, atacan de modo exhibicionista a través de redes públicas. Y este es ya un segundo punto. Casi todas
estas personas se presentan al público como miembros de una causa, es decir, de
un “nosotros” más imaginario que real. Pueden ser izquierdistas, derechistas e
incluso ecologistas y feministas. Lo
importante para ellas es sentirse, y que así las vean, como paladines de una
causa noble. Aún a costa de denigrar a personas que nunca les han hecho nada.
“¿Para qué les haces caso?
Sigue tu camino y deja que los perros ladren”, me dicen desde muy cerca. Pero
no; hay momentos en los que uno debe salir a defender a ese ego que si no lo
tuviéramos seríamos anodinos. Pues así como en la política hay que enfrentar no
solo a los polí-ticos sino a los poli-cías de la polis, en el discurso de la comunicación
colectiva debemos enfrentarnos, de igual modo, con los policías del lenguaje.
Los que te quieren hacer callar en nombre de una corrección que no es más que
un síntoma de autorepresión.
Despues de muchos años
pasados detrás de un escritorio, he logrado entender al fin que no hay
regímenes autoritarios sin personas autoritarias. O para decirlo en una frase
final: yo no quisiera ver a esos alguienes que nos atacan desde su oscuras
sombras, en ningún gobierno, en ningún partido, en ninguna parte. Mas vale
enfrentarlos ahora y no después.