¿Por qué escribo sobre este tema? Por dos razones: Una, porque es un hecho
que tiene lugar en mi país de origen, al que a pesar de su lejanía no pierdo de vista.
Otra, porque lo sucedido con el nombrado Ministro de las Culturas, Mauricio
Rojas, trasciende al hecho en sí y se ubica en la ya larga discusión relativa
al rol de los intelectuales en la política.Tema viejo pero siempre actual.
Como no todos los que leerán este artículo son chilenos, expongo
someramente los hechos.
Mauricio Rojas, ex militante del MIR, un intelectual chileno, emigrado y
formado en Suecia donde desarrolló una muy interesante carrera académica y
política (llegó a ser parlamentario en ese país) es actualmente profesor de la
Universidad para el Desarrollo y gracias al conocimiento personal que trabó con
el presidente Piñera fue nombrado Ministro de las Culturas.
Rojas es poseedor de un muy buen currículum -para Chile, sobresaliente- y
ha escrito muchos libros y ensayos sobre temas políticos. Su paso a la
actualidad mediática fue realizado como consecuencia de la publicación de un
ameno libro basado en conversaciones con el actual ministro del Exterior,
Roberto Ampuero, titulado “Diálogo de conversos”, título muy comercial pero muy
discutible. Pues la palabra “converso” no debería existir en política. La
política no está basada en credos o catecismos y por lo mismo, las
“conversiones” no tienen nada que buscar ahí. Quien habla de conversiones
concibe a la política como religión, algo de por sí, absurdo.
El hecho es que el libro, gracias entre otras cosas al padrinazgo de Vargas
Llosa, alcanzó gran difusión. Para quienes hemos corrido caminos parecidos, en
cambio, el libro no tiene nada de revelador. Corresponde con la critica
standard de muchos intelectuales que, antes y sobre todo después de la caída del Muro,
rompieron con los paradigmas del marxismo-leninismo e incorporaron a su acervo
una cantidad de nociones liberales. Lo nuevo de ambos autores es que no solo
rompieron con esos paradigmas sino que pasaron a apoyar a la derecha chilena
dentro de la cual se convirtieron -para emplear el término de Gramsci- en
“intelectuales orgánicos”. Hecho en ningún caso reprobable. Cada uno es dueño
de dar a su biografía la orientación que estime conveniente. En este caso no
cabe hablar ni de infidelidades ni de re-negaciones. Mucho menos si estamos
frente a dos autores que en el pasado nunca jugaron un papel significante en la
política.
No fueron dirigentes de nada, no fueron conocidos por nada, su relación con
la izquierda, de acuerdo a sus propias confesiones, fueron circunstanciales, superficiales y de baja
intensidad. En otras palabras, ninguno puede comparar la ruptura de Ampuero y
Rojas con las que llevaron a cabo un Jorge Semprún o un Fernando Claudín en
España, un Teodoro Petkoff en Venezuela o un Joaquín Villalobos en El Salvador.
Todos seres que tuvieron en sus manos grandes responsabilidades. No así Ampuero
y Rojas. Si no hubieran publicitado su ruptura esta habría pasado
desapercibida. Es decir, ambos son más conocidos por su ruptura que por lo que
rompieron (creo que se trata de un caso inédito) Ello no fue óbice para que
Piñera decidiera incorporarlos a su gabinete. Con Ampuero -hasta ahora de buen
desempeño- no ha
habido problemas. Con
Rojas tampoco los hubiera habido si el Diario La Tercera no hubiera dado a
conocer un texto del libro “Diálogo entre Conversos” en el cual Rojas se
refiere en términos ofensivos al Museo de la Memoria, destinado, como reza el
nombre, a preservar el recuerdo de miles y miles de personas asesinadas durante
la dictadura de Pinochet. Las palabras textuales de Rojas -formuladas en el 2016- fueron "más que un
museo (…) se trata de un montaje cuyo propósito, que sin duda logra, es
impactar al espectador, dejarlo atónito, impedirle razonar (…) Es un uso
desvergonzado y mentiroso de una tragedia nacional que a tantos nos tocó tan
dura y directamente".
Dichas palabras no habrían tenido demasiada importancia si Piñera hubiera nombrado a Rojas ministro de Agricultura
o de Vivienda. Pero para un ministro de Cultura son letales. Más todavía si se
tiene en cuenta que muchas personas del mundo de la cultura provienen de
familias cuyos padres y abuelos fueron víctimas de la dictadura. Es como si
Piñera hubiera nombrado ministro de Asuntos Indígenas a un político que en el
pasado se hubiese expresado de modo racista sobre los mapuches. Rojas, por
supuesto, al escribir esas palabras, no ha atentado en contra de la
Constitución y las Leyes. Hizo simplemente uso de su libertad de opinión y
estaba en su pleno derecho a hacerlo. Pero desde el punto de la razón política,
son palabras inhabilitantes. Por decir lo menos.
Rojas terminó por agravar aún más el caso Rojas. Sus excusas fueron
deplorables. Señaló que lo que él había afirmado no era lo correcto y que
básicamente ese "planteamiento hoy día no lo representa".
Dejemos de lado el hecho de que dos años es muy poco tiempo para cambiar de
opinión de modo tan radical. El problema más grave es que no solo negó lo que negaba sino que recién dio a
conocer su “arrepentimiento” después de haber sido nombrado ministro. Peor aún:
Rojas se negó a sí mismo. En este punto hay que ser muy claros: todos los que
hemos escrito libros, aún en nuestros períodos “equivocados”, defendemos lo que
hemos escrito con dientes y muelas. Rojas en cambio se arrepintió de lo escrito
como si hubiera sido amenazado por un tribunal de ejecución ¿Todo por un
puesto? Efectivamente: Rojas, pese a sus innegables méritos intelectuales,
demostró que menos que un intelectual político era un político intelectual. Lo
que no es un juego de palabras.
Hay efectivamente con relación a la política tres tipos de intelectuales.
Los primeros son los que -por razones en algunos casos muy valederas- no les
interesa para nada la política. Los segundos son los que piensan la política
sin asumir funciones políticas. Los terceros son los que al asumir funciones
políticas ponen su saber y conocimiento al servicio de un partido, de un gobierno o de un
Estado.
Voy a usar un ejemplo que a muchos puede parecer sorprendente. Contaba Che
Guevara que una vez cuando la guerrilla debía atravesar un río tuvo lugar una
subida de aguas. Guevara portaba dos maletines: uno con medicinas, otro con
municiones. Para salvar su vida y nadar con un brazo, Guevara debía deshacerse
de un maletín. Dejó caer el que contenía medicinas. Desde ese momento, escribió
Guevara (cito de memoria): “decidí que yo era antes que nada un guerrillero”.
Leída esa confesión hoy, resulta evidente que, entre el principio de vida
(medicinas) y el de la muerte (municiones) Guevara eligió el de la muerte. Ese
principio marcaría el destino trágico del resto de su vida.
Muchos intelectuales llevan también dos maletines: el del conocimiento y el
del poder. Y a veces hay que elegir a uno. Rojas estuvo a punto de elegir el
del poder. Afortunadamente renunció a tiempo.
Habría sido un terrible error político aferrarse al puesto. La izquierda ya
había encontrado en él al objeto de agresión que necesitaba para disimular sus
notorias carencias políticas. La ultraderecha, enquistada en el gobierno, ya lo
había convertido en un icono.
Las distintas pagodas de la izquierda chilena celebrarán la renuncia de
Rojas como una victoria. No les durará mucho. Por el momento solo las une un
pasado común. Allí reposan sus muertos a los que continuamente cuidan con el
respeto y el honor que merecen. Ese pasado es una de las razones por las cuales
la izquierda chilena ha demostrado una persistencia que no muestran las izquierdas en otros
países occidentales. Su fuerza, su razón de ser, reside más en el pasado que en
un futuro frente al cual no tiene ninguna visión, ninguna estrategia, ningún
programa. Dividida o desgarrada mantiene aún en su seno a personas y partidos
que solo reconocen a los derechos humanos cuando les conviene. Hay incluso
dentro de esa izquierda grupos que con indecencia callan frente a las terribles
dictaduras que asolan hoy el suelo latinoamericano: la cubana, la nicaragüense
y la venezolana. Para ellos los muertos que no son de izquierda, no son
verdaderos muertos.
Hizo bien Mauricio Rojas al renunciar. Pasado un periodo de crisis personal
podrá volver a ser lo que era antes de decidir convertirse de modo fáustico en
un político intelectual: un intelectual político que, independiente de poderes
e intereses de partido o gobierno, proclama hacia los cuatro vientos su verdad, o
lo que él cree es su verdad. No más allá del bien y del mal, pero sí más allá
de izquierdas y derechas. Como debe ser.