Nota del
autor: con este artículo inicio
una nueva serie de columnas de aparecimiento irregular. La he denominado
“alrededor de los libros”. Su premisa es que cuando leemos libros, no solo
leemos sus letras. Los libros tienen, esa es la idea, sus alrededores. En esos
alrededores, guiados por el tema, dejamos de leer por un momento, y pensamos.
Pensamos asociando, recordando, relacionando, meditando, divagando, y muchas
otras cosas más. A veces lo hacemos sosteniendo el libro en las rodillas o
simplemente manteniéndolo abierto pero con los ojos en otra parte. A diferencia
de los críticos literarios quienes se ocupan del texto y sus formas, los
lectores, libres de todo compromiso, dejamos volar los pensamientos. Y después
regresamos al libro. Al cabo de un tiempo, olvidamos esos pensamientos, y es
una lástima: los pensamientos nacieron para ser comunicados. “Alrededor de los
libros” intentará ser solo eso: un medio de comunicación. Buscando esa
comunicación, no me concentraré solo en libros recién aparecidos. Caminaré,
además, por los alrededores de libros ya antiguos, releídos, o simplemente recordados.
Fernando
Aramburu es en mi opinión uno de los mejores narradores de habla hispana de
nuestro tiempo. Opinión difícil de aceptar para quienes admiran a Arturo Peréz-
Reverte, a Antonio Muñoz Molina, a Xavier Marías, a Mario Vargas Llosa, por
nombrar solo a algunos. Pero, atención: yo no he escrito, escritores. Escribí
narradores. He ahí la sutil diferencia.
Para quien no entendió resumo la diferencia: no
todos los grandes narradores son en primer lugar escritores y no todos los
escritores son en primer lugar narradores. Hay, claro está,
narradores-escritores y escritores-escritores. Los narradores son los que ponen
en primer lugar la narración por sobre todas las exquisiteces de la literatura,
entre otras, la formulación adecuada de las frases, los cambios de tiempo, la
creación de suspensos, los vuelos poéticos y, no por último, los diálogos. El
narrador se conforma con narrar, contar cosas y no parar de
contarlas.
Hay personas que poseen el don de narrar como
si fuera algo natural. En actividades más basales que la literatura, los
encontramos entre los narradores de chistes. Hay algunos tan geniales que son
capaces de hacerte reír contando el chiste más malo. Hay otros en cambio que,
por su forma torpe de narrar, echan a perder hasta al más gracioso del mundo.
García Márquez por ejemplo, era un gran
narrador; nunca se perdía en detalles, los diálogos eran escasos y solo los
utilizaba para matizar la narración de sus historias de nunca acabar. Por eso Cien Años de Soledad la continuó
narrando en otros textos. Pero como estamos hablando de un narrador que,
además, era escritor, García Márquez no narraba hechos reales sino imaginarios.
Daba curso a su imaginación superdotada y los hechos inventados comenzaban a
cobrar vida como si alguna vez hubieran sucedido en su Macondo. En eso
justamente -quizás solo en eso- se parece Fernando Aramburu a García Márquez.
Aramburu -quien irrumpió en España con su
novela Fuegos de Limón y en el mundo
con su ya legendaria Patria, también
inventó un Macondo a su medida: la
república de Antíbula. Pero se trata de un Macondo europeo, vale decir, sin
magia, cruel, sanguinario y, a veces, algo triste. Por cierto, antes de
Márquez, otros inventaron lugares imaginarios en donde era concentraba toda la
historia de un país. Me viene de pronto a la cabeza Juan Carlos Onetti y su
triste Santa María. O el Yoknapatawpha de William Faulkner, condado que de
verdad existe pero donde nunca pasó nada de lo que cuenta Faulkner. Pero esos
eran escritores más que narradores.
Un gran narrador, quizás el más grande de la
literatura universal, fue Marcel Proust.
Recuerdo mi lejana juventud cuando comenzaba a
hincar el diente a En busca del tiempo
perdido. Leyéndolo una vez en el patio de la casa, mi padre al pasar me
dijo:”debe ser un libro muy bueno; más de una hora que no levantas cabeza”; “es
muy bueno”, respondí; “pero no pasa nada”. Mi padre, hombre de mucha música y
pocos libros, no me entendió y se encogió de hombros. Efectivamente, no pasaba
nada: pero era un placer leer acerca del ruido de los campanarios, de los
atardeceres en los parques, de las cenas de familia, de los vestidos de las
damas, de las visitas de Swan.
Entre los grandes narradores de hoy, uno de los
más notables es sin duda el noruego Karl Ove Knausgård. Ese nórdico puede pasar
horas contando como cambia los pañales a los niños, las compras que hace en los
supermercados, las recetas de cocina y los biberones de sus vástagos. Y uno no
para de leerlo. Como a Proust a quien Knausgård leyó mucho en su juventud hasta
llegar a ser lo que es: un Proust de la post-modernidad: un tremendo narrador.
Repito entonces: Fernando Aramburu es uno de
los más grandes narradores de nuestro tiempo. Y al igual que otros grandes
construye un mundo ficticio, Antíbula. Un mundo que, además, es radicalmente
real. Antíbula puede ser, en verdad, cualquier país sud-europeo. O todos.Y a la
vez, ninguno.
Los Ojos
Vacíos es una narración con intercambio de sujetos: a veces narra la madre
del niño; condenada a prostituirse para escapar de la crueldad paterna; otras,
el historiador de Antíbula, el ficticio Jan de Muta quien aporta datos que van
desde la dinastía de los Befrén, pasando por la república militar del
sanguinario general Vistavino, hasta llegar a “la revolución colectivista”.
Pero el narrador principal es el niño, al lado de quien los demás narradores
son solo corifeos. Y aquí reside uno de los aportes más valiosos de Aramburu.
El niño cuenta el mundo como solo puede contarlo un niño cuando va descubriendo
la vida; algo que ni siquiera han hecho los mejores novelistas de niños, desde
Charles Dickens hasta Günter Grass donde siempre es el autor el que habla a
través de los niños, sea el desvalido Oliver Twist o el surrealista Oscar
Matzerath de El Tambor de Hojalata.
En cambio, en Los Ojos Vacíos, el
mundo de Antíbula se nos va revelando con la inocencia del que lo ve por
primera vez, sin juicios, sin pre-juicios, sin valores ni ideas preconcebidas.
El espanto o el jolgorio de la narración, corre a cuenta del lector. El niño no
tiene noción de lo bueno ni de lo malo, lo va aprendiendo a su modo, a la
manera “antibuliana”. Viviendo y viendo ante sus ojos vacíos. La voz de
Aramburu casi no se escucha.
Un niño que nació dos veces. Una vez biológica,
otra existencialmente. Hasta los siete años vivió en un “camaranchon” ,
recluido por ese mini-dictador despiadado que era su abuelo. Un niño que,
además, tuvo dos madres: una, la cocinera Flavia, la que le enseñó el mundo y
otra, la que le dio la vida. Y gracias a ese niño vamos conociendo la
verdad cotidiana de la muy católica Antíbula, donde comer carne de perro era
normal, donde la violación sexual era acto cotidiano y el amor, algo
desconocido. Allí el niño se enfrenta a los otros niños y descubre la noción
del prójimo, el transcurso del tiempo y, sobre todo, la seducción irresistible
de la palabra escrita. Poco a poco asume las normas de Antíbula, entre ellas el
“guñismo”, algo así como el sometimiento de las niñas a la esclavitud de un
amo. Hay una capítulo, narrado por el niño, delicioso. Cuenta como con nueve
años "enguñó” a una niña, la que, después de ser "guña" se
convertiría, ya adulta, en la actriz Marivian, personaje central de la tercera
novela de la trilogía de Antíbula.
Antíbula, en fin, es un trozo novelado de la
historia europea en un periodo que va desde la monarquía a la dictadura
confesional, pasando por la barbarie colectivista, hasta anunciar débilmente a
la frágil democracia moderna. Todo eso narrado por el niño de Fernando
Aramburu, repito por vez tercera, uno de los más grandes narradores de nuestro
tiempo.