La prensa internacional está feliz. Pocas veces ha habido un presidente
tan noticioso como Trump. No hay día en el que no nos sorprenda con
declaraciones intempestivas, provocadoras, incluso insolentes con respecto a
gobiernos que hasta la llegada de Trump habían sido aliados de los EE UU.
Veamos: en menos de una semana, Trump declaró en Londres, ante los ojos
aterrados de Theresa May –a quien de paso reprendió su inefectividad al aplicar
el Brexit- que consideraba a Europa enemiga de los EE UU. Un par de días
después mantuvo una larga conversación con Putin donde al parecer arreglaron el
mundo a conveniencia mutua, para luego recibir en la Casa Blanca al
representante máximo de la Europa Unida, el dulce diplomático Jean Claude
Juncker y hacer con él un deal a espaldas del dúo MM (Macron/Merkel). En esos
mismos días, Netanyahu, con la anuencia de Trump, y contraviniendo decenas de
declaraciones hechas por diversos gobiernos israelíes e incluso a la tradición
político-secular de los más grandes pensadores judíos, estatuía a Israel como
Estado Nacional del pueblo judío (algo así como si Polonia se declarara
Estado Nacional del pueblo católico)
Tres días después, Putin, en deportivos jeans, atravesaba el puente que
une a Rusia con Crimea, demostrando a todo el mundo que, para hacerlo, contaba con luz verde. El
dueño del semáforo es, naturalmente, Trump.
A partir de una primera mirada, todos estos hechos aparecen aislados, lo
que es comprensible: labor de los periodistas es dar a conocer las noticias.
Labor de los analistas -o articulistas, u opinólogos, o historiadores del
presente - es vincular hechos, descubrir secuencias y establecer
contextos. Y si lo hacemos, podemos
descubrir que los mencionados hechos son solo distintos modos de representación
de un solo fenómeno: la readaptación de los EE UU en un lugar geopolítico no
marcado por la confrontación de bloques como fue el de la Guerra Fría y el
inicio del tránsito hacia esa imposibilidad geométrica llamada mundo multipolar.
Un cambio histórico que se venía gestando antes de Trump y que probablemente
continuará después de él.
Trump, en su momento, aparece como líder de ese radical cambio, y como tal,
ha marcado con su estilo las complejas fases que llevan a su desarrollo. Un
estilo muy propio, inaceptable para muchos (sobre todo para intelectuales y
políticos versados en diplomacia), a veces brutal, incoherente casi siempre,
preñado de excesos impropios en el mundo político civilizado. Y sin embargo,
Trump no cambia: continúa imperturbable, como si escuchara un llamado del más
allá, dando a conocer sus opiniones digitales, escandalizando al mundo, y
retractándose casi siempre, para aparecer el día siguiente con un tuiter aún
más ofensivo y radical que el anterior. Así es Trump; y aunque el
mundo ya está acostumbrándose a su persona, Trump no logra acostumbrarse
al mundo. Por eso quiere cambiarlo. Trump – ha llegado la hora de decirlo-
es un auténtico revolucionario, y como todos los grandes revolucionarios que lo
precedieron cree en su misión histórica. Y cree en ella como solo un
revolucionario puede creer. Con una profunda fe, con una que no admite contradicción.
Dicho con brevedad: Trump cree en su propio Credo.
Hay que diferenciar. Un Credo no es una ideología.
No sé en cual texto definí una vez a las ideologías como sistemas cerrados
de ideas petrificadas cuyas relaciones metabólicas con respecto al mundo
exterior son bajísimas o nulas. Un Credo en cambio no es un sistema y
tampoco un conjunto de ideas. Es, si se quiere, un listado: una guía de acción.
Quien dice, por ejemplo, creo en la familia, la propiedad y el Estado, sigue un
Credo. También quien afirma: creo en la libertad, la Constitución y las Leyes,
sigue un Credo. Un Credo es algo que no está sujeto a modificaciones. Un Credo
no contiene tesis ni hipótesis, tampoco argumentos. En un Credo se cree o no se
cree.
Trump cree en América first. Y cree en sus dos sentidos. Uno: En un mundo
formado por naciones-estados, a EEUU le corresponde el primer lugar, un hecho
objetivo. Dos: un presidente debe ocuparse primero de su propio país. Lo que es
obvio. Casi todos los presidentes del mundo lo hacen y lo han hecho, aunque por
diplomacia, no siempre lo dicen. De ahí que el problema no reside en que
Trump crea en su país, sino en qué es lo que cree de su país. Ahora bien:
la creencia de Trump viene de su propio ser, o lo que es casi similar, de su
experiencia de vida. Y aquí llegamos al punto. Trump viene del mundo de las
empresas y de las finanzas.
Trump, marcado por su experiencia de vida, solo puede pensar en términos
económicos. Lo que no quiere decir que Trump sea economista, pues todos sabemos
que los más grandes economistas han sido grandes porque no solo han pensado en
términos económicos. Trump en cambio reduce todo a lo económico. Por supuesto,
no es tonto, sabe que existe la política. Pero la política, así como todas las
actividades de la vida, incluyendo el arte, el amor y la amistad, están regidas
para él según la lógica de la razón económica. Para Trump, quiero decir, no
existe la razón pura de Kant. Si la razón no es económica, deja de ser razón.
Ahora bien, ¿qué es lo económico para Trump? Evidentemente, todo lo que
produce ganancias. Y mientras más inmediatas y cuantiosas sean, tanto
mejor. Pues para Trump, lo hemos visto
continuamente, las ganancias no tienen nada que ver con la rentabilidad y en
ese punto está destinado a chocar siempre con el dúo MM.
Macron y Merkel creen naturalmente en las ganancias, pero creen mucho más
en las ganancias que provienen de la rentabilidad. No así Trump: la
rentabilidad es para él solo una hipótesis orientada a ser verificada en el
curso del tiempo. En cambio las ganancias solo son ganancias si son
visibles y tangibles en el tiempo inmediato. En el ahora y en el aquí. Por eso
es que a Trump no le interesan las inversiones a largo plazo. Como son las a
realizar en el medio ambiente, por ejemplo.
Vanos han sido los esfuerzos de financistas y políticos europeos para
convencer a Trump de que las inversiones en el medio ambiente producirán
ganancias a largo plazo. O que los dineros invertidos en la integración de los
emigrantes asegurará en el futuro la oferta de fuerza de trabajo, incluyendo la
calificada. O que la igualación de las mujeres en el mundo del trabajo
aumentará el valor del capital humano. Imposible. Trump es una roca inamovible.
No es que Trump sea fascista, ni homofóbo, ni misógino, ni xenofóbo. Trump
es antes que nada un ganancista. En muchos puntos hace recordar al
personaje interpretado por Michael Douglas en el film Wall Street a quien
cuando le fueron ofrecidas lucrativas acciones a largo plazo, respondió
indignado: “el largo plazo no existe para mí”.
A su modo Trump es también un existencialista de la economía: ella solo
existe en el presente, y nada más que en el presente. ¿Y el futuro? Que se lo
coman los perros.
La política, sobre todo la internacional, es para Trump un subproducto de
la economía. Los estados-naciones,
visto desde esa perspectiva, son solo grandes empresas.
Cuando Trump dice por ejemplo que Europa es su enemigo, el dúo MM lo
entiende. No se trata de una enemistad militar ni política sino puramente
económica. Lo mismo entienden los jerarcas chinos, tan economicistas como
Trump. Y así lo entendió también el bueno de Junker cuando viajó a Washington a
ofrecer un modesto deal a Trump, sin tocar el tema de los aranceles. Negocios
son al fin negocios. Y la política para Trump no es otra cosa que hacer buenos
negocios. Por esa razón a Trump lo dejan frío temas “colaterales” como la
democracia, la libertad, los derechos humanos. Y si hay que separar niños
mexicanos de sus padres, hay que hacerlo. Al fin, no producen ganancias.
Como el gerente de una empresa llamada USA, a Trump tampoco importa si los
demás gerentes han recibido la empresas como herencia, u ocupan un puesto
vitalicio, o la han
usurpado, o si han
sido elegidos por una junta directiva. Lo importante es que tengan algo que
ofrecer para hacer un deal. Si no ofrecen nada interesante, no hay deal y luego
pueden llegar a ser incluso enemigos. Así de simple.
Putin, Orban, Netanyahu, incluso Erdogan, y otros, más allá de convicciones
religiosas o ideológicas, han captado la lógica de Trump. A su vez Trump
los respeta: son representantes de gobiernos fuertes, controlan las riendas del
poder y es posible concertar con cada uno de ellos acuerdos favorables para los
EE UU. Acuerdos, se repite: no alianzas. A diferencias de Obama, quien
favorecía a las alianzas, Trump las detesta y las combate. Para él la UE es
una alianza de naciones mal conducidas por blandengues mandatarios liberales. A
la vez, para la UE, Trump representa todo lo que Europa no quiere volver a ser:
un espacio a disposición de príncipes de
la guerra, autoritarios y crueles. Difícil, si no imposible, será lograr alguna vez un
entendimiento entre los EE UU y la UE.
La Alianza Atlántica está llegando a su fin. La OTAN no es más que un
remedo de lo que fue. Los enemigos anti-europeos de ayer son hoy los amigos de
Trump.
Sin embargo, nada se obtiene con insultar a Trump. Calificarlo de fascista
no tiene sentido, entre otras cosas porque no lo es. Trump es un típico
producto made in USA, fiel a un Credo que es también el Credo de millones de
norteamericanos. De lo que se trata -y si hicieran eso, los gobernantes
democráticos de Europa estarían bien aconsejados- es de entenderlo. Quizás la
tarea que tienen por delante será la de intentar minimizar los conflictos con
Trump, reducir al máximo los daños que pueda causar, y esperar tiempos mejores.
Al fin y al cabo las instituciones republicanas de los EE UU han logrado
siempre sobrevivir a los peores gobernantes. Y Trump puede ser cualquier cosa,
menos eterno.