Fernando Mires – LA CONTRADICCIÓN Y LA DIFERENCIA

25.03.2018



“El Islam no pertenece a Alemania”. La frase pronunciada por el Ministro del Interior del gobierno Merkel, Horst Seehofer, sonó como un estampido en los medios de difusión. Lo dijo con su qué. El objetivo fue marcar distancia con la política de la canciller frente al Islam. El “objetivo de ese objetivo” a su vez, fue –eso no se le escapó a nadie- tender una suerte de puente hacia el anti-islamismo político de “Alternativa para Alemania” (AfD).
El ministro conservador de Baviera guarda dentro de su manga la “carta austriaca” (gobierno derecha-ultraderecha) Siempre le será útil si es que la coalición socialcristiana-socialdemócrata entra en proceso de descomposición, lo que perfectamente puede suceder.
La verdad, Seehofer no solo agitó las aguas. Provocó una tormenta. Para los que conciben la política como una práctica secreta, un desastre. Para quienes en cambio gustamos del debate público, una oportunidad para descomprimir una auto-represión: la de que sobre el tema del Islam “no se debe” discutir porque eso significa llevar agua al molino de los islamófobos de AfD. Percepción falsa pues el auge de AfD se debe justamente al hecho de que los partidos ocultan el tema debajo de la alfombra. Por eso, Seehoffer, lo hubiera querido o no, provocó una discusión sobre lo que no se quiere discutir. Y discutir nunca será malo para la política. Gracias Seehofer.
“El Islam no pertenece a Alemania”: una provocación en contra de Angela Merkel. ¿Quién tiene la razón? La argumentación de Merkel fue tal como ella es: muy pragmática: “millones de musulmanes viven en Alemania y practican su religión, luego el Islam pertenece a Alemania como el judaísmo y el cristianismo”. La argumentación  de Seehofer en cambio fue de tipo cultural: “Alemania ha sido impregnada por el cristianismo”; y eso también es cierto. Después ambos políticos intentaron bajar el perfil de la discusión. Pero ya era tarde.
La segunda frase acomodaticia de Seehoffer fue: "El Islam no pertenece a Alemania, pero los musulmanes que viven en este país sí pertenecen a Alemania” (sin comentarios) La de Merkel, un poco más consistente: “El Islam ha llegado a ser parte de Alemania”. Léase bien: el Islam no pertenece de por sí a Alemania pero ha llegado a ser parte de Alemania. Es una versión dinámica de la historia. Según Merkel, la historia no solo es lo que ha sido sino lo que ha llegado a ser.
Sin quizás haber leído a uno de los teóricos fundadores del socialismo europeo, el austro-marxista Otto Bauer, Merkel repitió con otras palabras una de su tesis: “la nación es una comunidad de destino” (Schicksalgemeinschaft) Sin embargo, más allá de compromisos palábricos, ni Seehofer ni Merkel pudieron borrar la impresión de que existe una profunda división en torno al tema del Islam y su relación con las naciones europeas. Por lo menos hay dos bandos: uno, el que defiende una noción culturalista; otro que defiende una noción constitucionalista.
Aparentemente un déjà–vu. Después del fin del imperio soviético, cuando comenzaron a aparecer nuevas naciones por doquier, la discusión alcanzó un auge insospechado. Pero hay una diferencia. Mientras durante los noventa la discusión fue mantenida por intelectuales, hoy se discute en cada casa, en cada calle, en todos los bares.
Las discusiones europeas de los noventa nos dejaron un importante legado bibliográfico, sobre todo de autores británicos. Todavía los anti-nacionalistas repiten la tesis de Benedict Anderson relativa a que la nación es una comunidad imaginaria, o la de que el concepto de nación está sometido a un permanente plebiscito. En la misma vía, el historiador marxista Eric Hosbawm sostuvo que la nación es una creación del nacionalismo. Anthony D. Smith, en cambio, se mantuvo fiel a su concepto “duro” de nación, a saber, la suma de cultura, tradición, religión, idioma y territorio.
En Alemania primó el veredicto neo-kantiano de Jürgen Habermas quien sostuvo la tesis de que la nación se define por su Estado, esto es, por su Constitución. En esa línea Habermas acuñó el concepto de “patriotismo constitucional” utilizado por primera vez por Dolf Sternberg. Esa tesis fue recibida con beneplácito en un país donde siempre se ha rendido culto al Estado. No obstante, la tesis de Habermas era reduccionista. No se puede despachar las nociones de tradición, cultura e incluso religión solo porque hasta ahora han sido patrimonio de conservadores y fascistas. Lo estamos viendo en la calle. Allí la gente no discute sobre teorías sino sobre lo que ve: miles de musulmanes, portadores de idiomas, atuendos, tradiciones y costumbres. No pocos se preguntan si esa multitud debe pertenecer a Europa. De ahí que la frase del ministro Seehofer “El Islam no pertenece a Alemania” haya sido recibida con más simpatía que la de Angela Merkel: “el Islam ha llegado a ser parte de Alemania”.
Quizás debo matizar el tema con un ejemplo de la vida cotidiana. Yo lo vi. Ocurrió a la salida de un supermercado. Una pareja proveniente de un país islámico había hecho sus compras. El hombre, de apariencia autoritaria,  caminaba fumando y sacando pecho. Tres metros atrás, embutida en un velo negro, su mujer llevaba consigo dos pesadas bolsas de compras. La gente – no todos alemanes- movía la cabeza mostrando reprobación. En sus gestos se podía leer claramente la frase: “eso no pertenece a nosotros”. Y en cierto modo tenían razón. Ese cuadro no pertenece ni a Alemania ni al mundo occidental. Pero sucede en Alemania, diría Merkel. Aún así, el hombre actuaba en contra no solo de las costumbres y de las tradiciones del país donde vive sino, además, de la Constitución cuyo preámbulo dice: “la dignidad del ser humano es intocable”. Por si fuera poco, aunque se diga islámico, ese hombre actuaba en contra del propio Islam pues el Corán no dice que la mujer debe ser sometida en la forma como lo estábamos viendo a la salida del supermercado. ¿Qué hacer frente a esa barbaridad?
Los liberales y miembros de las izquierdas complacientes, dirán: “hay que respetar a las diferencias”. Pero esas no son diferencias. No. Allí yace justamente el malentendido.
No son diferencias como diferente es un idioma a otro, un vestido a otro, o un turbante a un sombrero. Lo que vimos fuera del supermercado –un ejemplo entre muchos- era una contradicción. En este caso, la contradicción que se da entre un hombre que se permite explotar a su mujer en público y una cultura occidental que no lo aprueba. Para decirlo en modo redundante, la diferencia entre una diferencia y una contradicción es que la diferencia se asume y la contradicción se enfrenta. Contra-dicción significa literalmente, decir algo en contra.
¿Cómo enfrentar a una contradicción? En la historia ha habido dos formas. Una, eliminarla mediante el uso de la fuerza. Otra, la literal, diciendo algo en contra, sin pretender eliminarla de modo automático. Lo segundo significa llevar la contradicción al debate polí-tico. Lo primero es un medio militar y poli-cial. Luego, desde el punto de vista político a una contradicción solo se  puede enfrentar contra-diciendo. En política no hay tabús.
Solo en la guerra el contrario debe ser eliminado. Razón por la cual las dictaduras, es decir, los gobiernos que aplican métodos de guerra en contra de sus propios pueblos, intentan eliminar la contra-dicción. Todas las dictaduras de nuestro tiempo, desde la china a la rusa, pasando por las del mundo islámico, hasta llegar a la cubana y venezolana, tienen las cárceles repletas de contra-dictores. Todas, además, han inhabilitado al parlamento, lugar institucional donde se habla en contra.
No solo el musulmán machista del supermercado con su mujer cargada como mula y caminando a tres metros de distancia contradice a la cultura civil de nuestro tiempo. Los militantes de AfD que proclaman consignas nazis también representan una contradicción dentro y para la democracia. En el mismo sentido, tampoco pertenecen a la cultura política occidental. Pero están ahí, son parte de Alemania, diría Merkel. De acuerdo, querida Angela: están ahí. Pero, al igual que el “musulmán feminista” del cuento, están ahí como una contradicción y no como una simple diferencia. Es decir, al no pertenecer a la cultura política del país pertenecen a ella como contradicción. Son, dicho en idioma hegeliano, la negación de la afirmación.
Vivir en democracia significa aprender a vivir no solo con las diferencias –eso es muy fácil- sino con contradicciones, enfrentándolas con las únicas armas que nos da la política: las palabras y los votos. La contradicción, al igual que la religión, forma parte del basamento cultural del Occidente político. Después de todo a Jesús lo crucificaron por hablar en contra. Jesús, a su modo, también  practicó la contra-dicción en contra de los que contra-decían su fe. Lo hizo hablando y discutiendo.