25.03.2018
“El Islam no pertenece a
Alemania”. La frase pronunciada por el Ministro del Interior del gobierno
Merkel, Horst Seehofer, sonó como un estampido en los medios de difusión. Lo
dijo con su qué. El objetivo fue marcar distancia con la política de la
canciller frente al Islam. El “objetivo de ese objetivo” a su vez, fue –eso no
se le escapó a nadie- tender una suerte de puente hacia el anti-islamismo
político de “Alternativa para Alemania” (AfD).
El ministro conservador de
Baviera guarda dentro de su manga la “carta austriaca” (gobierno
derecha-ultraderecha) Siempre le será útil si es que la coalición
socialcristiana-socialdemócrata entra en proceso de descomposición, lo que
perfectamente puede suceder.
La verdad, Seehofer no solo
agitó las aguas. Provocó una tormenta. Para los que conciben la política como
una práctica secreta, un desastre. Para quienes en cambio gustamos del debate
público, una oportunidad para descomprimir una auto-represión: la de que sobre
el tema del Islam “no se debe” discutir porque eso significa llevar agua al
molino de los islamófobos de AfD. Percepción falsa pues el auge de AfD se debe
justamente al hecho de que los partidos ocultan el tema debajo de la alfombra.
Por eso, Seehoffer, lo hubiera querido o no, provocó una discusión sobre lo que
no se quiere discutir. Y discutir nunca será malo para la política. Gracias
Seehofer.
“El Islam no pertenece a
Alemania”: una provocación en contra de Angela Merkel. ¿Quién tiene la razón?
La argumentación de Merkel fue tal como ella es: muy pragmática: “millones de
musulmanes viven en Alemania y practican su religión, luego el Islam pertenece
a Alemania como el judaísmo y el cristianismo”. La argumentación de Seehofer en cambio fue de tipo cultural:
“Alemania ha sido impregnada por el cristianismo”; y eso también es cierto.
Después ambos políticos intentaron bajar el perfil de la discusión. Pero ya era
tarde.
La segunda frase
acomodaticia de Seehoffer fue: "El Islam no pertenece a Alemania, pero los
musulmanes que viven en este país sí pertenecen a Alemania” (sin comentarios)
La de Merkel, un poco más consistente: “El Islam ha llegado a ser parte de
Alemania”. Léase bien: el Islam no pertenece de por sí a Alemania pero ha
llegado a ser parte de Alemania. Es una versión dinámica de la historia. Según
Merkel, la historia no solo es lo que ha sido sino lo que ha llegado a ser.
Sin quizás haber leído a uno de los teóricos fundadores del socialismo
europeo, el austro-marxista Otto Bauer, Merkel repitió con otras palabras una
de su tesis: “la nación es una comunidad de destino” (Schicksalgemeinschaft) Sin embargo, más allá de compromisos
palábricos, ni Seehofer ni Merkel pudieron borrar la impresión de que existe
una profunda división en torno al tema del Islam y su relación con las naciones
europeas. Por lo menos hay dos bandos: uno, el que defiende una noción
culturalista; otro que defiende una noción constitucionalista.
Aparentemente un déjà–vu. Después
del fin del imperio soviético, cuando comenzaron a aparecer nuevas naciones por
doquier, la discusión alcanzó un auge insospechado. Pero hay una diferencia.
Mientras durante los noventa la discusión fue mantenida por intelectuales, hoy
se discute en cada casa, en cada calle, en todos los bares.
Las discusiones europeas de los noventa nos dejaron un importante legado
bibliográfico, sobre todo de autores británicos. Todavía los anti-nacionalistas
repiten la tesis de Benedict Anderson relativa a que la nación es una comunidad
imaginaria, o la de que el concepto de nación está sometido a un permanente
plebiscito. En la misma vía, el historiador marxista Eric Hosbawm sostuvo que
la nación es una creación del nacionalismo. Anthony D. Smith, en cambio, se
mantuvo fiel a su concepto “duro” de nación, a saber, la suma de cultura,
tradición, religión, idioma y territorio.
En Alemania primó el veredicto neo-kantiano de Jürgen Habermas quien
sostuvo la tesis de que la nación se define por su Estado, esto es, por su
Constitución. En esa línea Habermas acuñó el concepto de “patriotismo
constitucional” utilizado por primera vez por Dolf Sternberg. Esa tesis fue
recibida con beneplácito en un país donde siempre se ha rendido culto al
Estado. No obstante, la tesis de Habermas era reduccionista. No se puede
despachar las nociones de tradición, cultura e incluso religión solo porque
hasta ahora han sido patrimonio de conservadores y fascistas. Lo estamos viendo
en la calle. Allí la gente no discute sobre teorías sino sobre lo que ve: miles
de musulmanes, portadores de idiomas, atuendos, tradiciones y costumbres. No
pocos se preguntan si esa multitud debe pertenecer a Europa. De ahí que la
frase del ministro Seehofer “El Islam no pertenece a Alemania” haya sido
recibida con más simpatía que la de Angela Merkel: “el Islam ha llegado a ser
parte de Alemania”.
Quizás debo matizar el tema con un ejemplo de la vida cotidiana. Yo lo vi.
Ocurrió a la salida de un supermercado. Una pareja proveniente de un país
islámico había hecho sus compras. El hombre, de apariencia autoritaria, caminaba fumando y sacando pecho. Tres metros
atrás, embutida en un velo negro, su mujer llevaba consigo dos pesadas bolsas
de compras. La gente – no todos alemanes- movía la cabeza mostrando
reprobación. En sus gestos se podía leer claramente la frase: “eso no pertenece
a nosotros”. Y en cierto modo tenían razón. Ese cuadro no pertenece ni a
Alemania ni al mundo occidental. Pero sucede en Alemania, diría Merkel. Aún
así, el hombre actuaba en contra no solo de las costumbres y de las tradiciones
del país donde vive sino, además, de la Constitución cuyo preámbulo dice: “la
dignidad del ser humano es intocable”. Por si fuera poco, aunque se diga
islámico, ese hombre actuaba en contra del propio Islam pues el Corán no dice
que la mujer debe ser sometida en la forma como lo estábamos viendo a la salida
del supermercado. ¿Qué hacer frente a esa barbaridad?
Los liberales y miembros de las izquierdas complacientes, dirán: “hay que
respetar a las diferencias”. Pero esas no son diferencias. No. Allí yace
justamente el malentendido.
No son diferencias como diferente es un idioma a otro, un vestido a otro, o
un turbante a un sombrero. Lo que vimos fuera del supermercado –un ejemplo
entre muchos- era una contradicción. En este caso, la contradicción que se da
entre un hombre que se permite explotar a su mujer en público y una cultura
occidental que no lo aprueba. Para decirlo en modo redundante, la diferencia
entre una diferencia y una contradicción es que la diferencia se asume y la
contradicción se enfrenta. Contra-dicción significa literalmente, decir algo en
contra.
¿Cómo enfrentar a una contradicción? En la historia ha habido dos formas.
Una, eliminarla mediante el uso de la fuerza. Otra, la literal, diciendo algo
en contra, sin pretender eliminarla de modo automático. Lo segundo significa
llevar la contradicción al debate polí-tico. Lo primero es un medio militar y
poli-cial. Luego, desde el punto de vista político a una contradicción solo
se puede enfrentar contra-diciendo. En
política no hay tabús.
Solo en la guerra el contrario debe ser eliminado. Razón por la cual las
dictaduras, es decir, los gobiernos que aplican métodos de guerra en contra de
sus propios pueblos, intentan eliminar la contra-dicción. Todas las dictaduras
de nuestro tiempo, desde la china a la rusa, pasando por las del mundo
islámico, hasta llegar a la cubana y venezolana, tienen las cárceles repletas
de contra-dictores. Todas, además, han inhabilitado al parlamento, lugar
institucional donde se habla en contra.
No solo el musulmán machista del supermercado con su mujer cargada como
mula y caminando a tres metros de distancia contradice a la cultura civil de
nuestro tiempo. Los militantes de AfD que proclaman consignas nazis también
representan una contradicción dentro y para la democracia. En el mismo sentido,
tampoco pertenecen a la cultura política occidental. Pero están ahí, son parte
de Alemania, diría Merkel. De acuerdo, querida Angela: están ahí. Pero, al
igual que el “musulmán feminista” del cuento, están ahí como una contradicción
y no como una simple diferencia. Es decir, al no pertenecer a la cultura política
del país pertenecen a ella como contradicción. Son, dicho en idioma hegeliano,
la negación de la afirmación.
Vivir en democracia significa aprender a
vivir no solo con las diferencias –eso es muy fácil- sino con contradicciones,
enfrentándolas con las únicas armas que nos da la política: las palabras y los
votos. La contradicción, al igual que la religión, forma parte del basamento
cultural del Occidente político. Después de todo a Jesús lo crucificaron por
hablar en contra. Jesús, a su modo, también
practicó la contra-dicción en contra de los que contra-decían su fe. Lo
hizo hablando y discutiendo.