Intérprete: Julio Jaramillo. Autor: Julio
Jaramillo
No puedo verte triste porque me mata/ tu
carita de pena/ mi dulce amor/ me duele tanto el llanto que tú derramas/ que se
llena de angustia, mi corazón/ Yo sufro lo indecible si tú entristeces/ no
quiero que la duda te haga llorar/ Hemos jurado amarnos hasta la muerte/ y si
los muertos aman/ después de muertos/ amarnos más/ Sí yo muero primero, es tu
promesa/ sobre mi cadáver, dejar caer/ todo el llanto que brote de tu tristeza/
y que todos se enteren de tu querer/ Si tú mueres primero, yo te prometo/
escribiré la historia de nuestro amor/ con toda el alma llena de sentimiento/
la escribiré con sangre/ con tinta sangre del corazón.
Frente a la contemplación de la tristeza
de la mujer amada, Julio Jaramillo recuerda el juramento que una vez ambos
hicieron con el propósito de mantener en vida el amor que los unía. Se trata
del antiguo “hasta que la muerte nos separe”, agregándose en este caso un
juramento adicional al que regla el sacramento. El juramento adicional dice
así:“si los muertos aman, después de muertos, amarnos más”. El “más
allá” en este bolero no está asegurado entonces ni por una creencia, ni por
una ideología, ni por una filosofía. Se trata simplemente de una posibilidad
condicionada a la hipótesis –en este caso no es más que una hipótesis- de una
vida después de la muerte.
“Después de muertos, amarnos más” podría llevar a admitir que el
amor entre dos ha crecido tanto, que para vivirlo en su totalidad no basta la
residencia en la tierra. Pero también pudiera significar que el amor vivido en
la tierra está sujeto a tantos avatares, o es tan difícil mantenerlo vivo que,
para que el amor no muera, mejor sería traspasarlo a otro espacio donde más que
cuerpos seamos almas.
El amor de mundo por ser del mundo es
excesivamente material y precisamente es este exceso de materialidad el que, en
algunas ocasiones, impulsa a los amantes a desear tocar con sus manos el alma
del prójimo, lo que físicamente es imposible. Probablemente fue ese uno de los
propósitos inscritos en aquella frase que escribió Hannah Arendt al despedirse
para siempre de Martin Heidegger: “Si existe un Dios, prefiero amarte después
de la muerte” (1998, p.66).
Por cierto, no es mi intención comparar
aquí la profundidad filosófica del pensamiento de Arendt con la trivialidad de
un bolero cantado por el Jota Jota. No obstante, tenga el lector presente que
en estos comentarios sigo la proposición socrática relativa a que la grandeza
del espíritu se encuentra escondida dentro de las cosas más banales. El amor es
amor, y como amor, puede hacer estragos en el corazón sublime del más grande de
los filósofos, como también posesionarse del alma analfabeta de un simple
buhonero. Para amar basta tener un cuerpo y un alma; y esos dispositivos los
tenemos casi todos.
La idea central de este comentario sigue
entonces una tesis de Schelling (1992) quien afirmaba que el amor está sujeto a
una suerte de expansión cuasi física. En el proceso de su expansión, llega un
momento en que el amor toca su límite final, pero como es expansivo anhela
seguir de largo para realizarse definitivamente como amor en “otra parte”. Esta
es, por cierto, una tesis filosófica. La tesis teológica opina lo mismo, pero
al revés: que el amor viene de “otra parte” y que, al llegar a tierra, atrae
como un imán a los objetos de su elección para que, mediante su atracción,
alcancen alguna vez el amor en su punto de origen, punto que no está en este
mundo.
No deja de ser interesante constatar que
fue un (psico) analista filosófico, como era Lacan, quien ha dado más
consistencia a la tesis teológica, a saber: que lo que atrae a los amantes y
amados no está aquí sino “en otra parte”; y eso es lo que Lacan llama el
“Otro”. De tal modo que para evitar la psicosis amorosa que lleva
inevitablemente al suicidio por amor, Lacan proponía encerrar al amor dentro de
sus límites fálicos (terrenales). Mirando a Lacan desde esa perspectiva, se
descubre que Lacan era mucho más conservador de lo que se piensa
Ahora, sea la dirección del amor “desde
aquí hacia allá”, o “desde allá hacia acá”, lo cierto es que el tráfico en
ambas direcciones supone que el sujeto del amor debe pasar en algún momento por
ese límite aduanero situado entre las dos regiones del ser: la “región del ser
aquí” y la “región del ser allá”. Dicho de modo breve: el amor nunca escapará a
la muerte. La muerte, en este caso, es el impuesto que pagamos para transferir
nuestro amor de una región a la otra. Probablemente ese impuesto ya comenzamos
a pagarlo en esta tierra, antes de atravesar el límite, pues así como estamos
viviendo, también nos estamos muriendo.
Puede ser que el amor no escape a su
propia muerte. Porque, como ocurre en este bolero, el canto de Julio Jaramillo
surge al contemplar la tristeza de su amada. Él no puede ver triste el rostro
de su amada porque “me mata”. Y en su abismante vulgaridad, tiene Jaramillo
razón.
Hay que convenir sí, en que la promesa de
Julio Jaramillo es muy mundana. Las tareas que deberán cumplir los amantes
cuando el otro muera -llorar o escribir- son tareas a realizar en este mundo y
no en otro lugar. Con mucho realismo Jaramillo se niega a imponer un sello
escatológico al amor e intenta asegurar la sobre-vivencia de ese amor en el
mundo donde vivimos. En fin, él acepta las reglas del juego que nos impone el
vivir en un mundo secular. Mas, a primera vista asoma una contradicción. Jurar
es considerado un acto religioso. Pero a la vez, un juramento puede ser
entendido como un acto de autonomía respecto de cualquier determinación,
incluyendo la divina.
La verdad es que cuando amamos hacemos un
compromiso con el futuro afirmando que pase lo que pase hay una parte del
destino que será determinada –si no con el deseo, por lo menos con la voluntad-
por uno mismo. Hay incluso otro bolero (comentarlo sería redundancia) que
alude igualmente a la noción de juramento. Es el conocido bolero Júrame,
escrito por María Gómez, y que comienza
así: Júrame/ que aunque pase mucho tiempo/ recordarás el momento/ en que yo
te conocí.
Mediante un juramento uno
se obliga a doblegar el tiempo futuro. El juramento es, de este modo, un gesto
de rebelión frente al destino. Implica poner el libre arbitrio por encima de
cualquier otra determinación.
Ahora bien, la noción del
libre arbitrio asumida por el cristianismo con mayor fuerza que otras
religiones, proviene como tantas cosas cristianas, del mundo griego.
Sócrates y Platón habían dado a la
voluntad que viene de la razón un carácter hegemónico sobre aquella que viene
sólo de los deseos. Aristóteles intentaba escapar a la noción de absoluta
causalidad introduciendo el principio de la “accidencia”. Epicúreo concebía el
curso de la vida como consecuencia de “desviaciones atomales” que alteran la
secuencia y la constancia de los acontecimientos. Los estoicos aceptaban que
tenemos, los humanos, un espacio de juego del cual somos absolutamente
responsables. En todas esas ideas se encuentra el trasfondo de la noción
(política) de la libertad, la que practicaban los griegos de un modo
radicalmente discursivo (polémico) y que eran, a su vez, los fundamentos sobre
los cuales San Agustín creó su famosa teoría del “libre arbitrio”.
La libertad es el tema de los temas de la
filosofía. Y en verdad, si fuésemos perfectos como los animales que no tienen
nada que elegir porque todo lo que son lo tienen “dado”, el pensamiento estaría
de más, y con ello, la filosofía. Fue esa la razón por la cual Jean Paul Sartre
hizo de su frase: “El hombre está condenado a la libertad”, la clave de
su siempre actual “El Ser y la Nada”. La réplica teológica es conocida.
Joseph Ratzinger ha repetido muchas veces: “La libertad no es una condena
sino un regalo que nos ha dado a Dios”.[1]
¿Es la libertad una condena o un regalo?
En principio la contradicción no es tan grande. Si yo regalo algo a alguien, lo
“condeno” a recibir mi regalo. En cualquier caso la condena de recibir un
regalo llamado libertad es mucho menos determinante en Ratzinger que en Sartre.
La libertad teológica, que es la de Ratzinger, nos ha sido dada para acercarnos
a Dios, de modo que somos libres para aceptar la libertad o no. Para Sartre, en
cambio, no hay escapatoria. La libertad del ser es para él, absoluta. Empleando
términos jurídicos, para Sartre la libertad es una condena de por vida. Para
Ratzinger, en cambio, se trata de una libertad condicional. Luego la libertad,
según Sartre, es una determinación. Según Ratzinger, es sólo una opción.
Sin embargo, de todos los filósofos
clásicos, quien más me ha ayudado a entender la relación existente entre
libertad y determinación, ha sido mi amiga Diotima de Cuba.
Ello lo supe aquel día en que le hice la pregunta del millón de dólares
- Si existe Dios, Diotima ¿uno no decide
nada en su vida?
- No Fer, tú no entiendes nada. Mira tú,
la cosa es así: Dios eligió que nosotros en muchas cosas eligiéramos.
- ¿Y cómo lo sabes?
- Yo te lo voy a contar, negrito: hoy tengo dos
invitaciones para esta noche. Una es para bailar rumba. La otra es para bailar salsa.
-¿Y cuál decisión has tomado?
- Coño, tengo que pensarlo. Porque Dios nos
dio el pensamiento para que lo usáramos, no como adorno. Entonces, escucha bien
lo que yo te voy a explicar, tú: Dios nos dio la rumba y la salsa. Pero la que
baila soy yo. ¿Entiendes?
“Dios nos dio la rumba y la salsa. Pero la
que baila soy yo”. Contra esa tesis no hay metafísica que valga. Ni siquiera Agustín
podría haber explicado mejor la idea del libre albedrío.“Dios nos dio la rumba
y la salsa. Pero la que baila soy yo”
[1] El
tema de la libertad lo ha vuelto a tratar Ratzinger, y de un modo muy profundo,
en su calidad de Papa. Recomiendo leer
el apartado 24 de la Encíclica Spe Salvi (30 de diciembre de 2007)