Que existan políticas, líderes e ideologías nacionalistas es un hecho comprensible e incluso normal en Europa. Siempre han existido y, con mucha razón, hoy más. Los procesos que llevan a la globalización económica y cultural suelen ser demasiado rápidos, su ritmo vertiginoso no puede ser seguido por muchos, toda una generación ha quedado descolocada frente a jóvenes que habitan en el mundo digital más que en el familiar o social, los nuevos ciudadanos son seres que hablan distintos idiomas y adoptan volátiles costumbres no armonizables con ideales conservadores mantenidos durante siglos.
Los antiguas
organizaciones laborales, sobre todo las sindicales y sus partidos
socialdemócratas y socialcristianos, están a punto de convertirse en ruinas
históricas y miles, quizás millones de trabajadores industriales, se sienten
políticamente desprotegidos frente a los empresarios, y los empresarios, frente
a un mercado mundial cuyas leyes - si es que las tiene- no logran entender.
El paso de la modernidad hacia una post-modernidad
aún desconocida, genera inseguridades. El futuro ya no es visto como promesa, más bien como enigma. Si a eso
agregamos que hacia las naciones prósperas de Europa avanzan numerosos
contingentes migratorios, gente huyendo de guerras y hambrunas, es
perfectamente entendible que el sentimiento imperante en la mayoría de ellas
pueda ser expresado con una sola palabra: miedo. Y con el miedo ha hecho su
puesta en escena la política del miedo y, por supuesto, los políticos del
miedo. Entre esos, quien parece estar situado en la vanguardia ideológica de
todos los miedos: el presidente de Hungría, Viktor Orban.
Desde hace ya tiempo Orban no solo es el
representante de una simple política nacionalista. Además, intenta proyectarse como portaestandarte
de una nueva (la verdad, muy antigua) Europa de las naciones. Por eso es hoy el
invitado de honor en todas las conferencias anti-europeas y xenófobas que
tienen lugar en Europa.
No puede extrañar
así que para Vladimir Putin, cuya estrategia es la desestabilización política
de la Europa moderna, Orban ha llegado a ser una carta imprescindible.
Curiosa vuelta de
la historia. Orban, quien fuera en el
pasado reciente un combatiente político antisoviético, pregona hoy día la
anexión ideológica a la Rusia de Putin. Y, al igual que su mentor
post-soviético, hurga en los cajones de la Europa pre-moderna, para sacar de
ahí el ideal de una Europa Cristiana erigida frente a la amenaza del Islam.
Naturalmente, las
migraciones generan problemas sociales, culturales y políticos. No es fácil de
la noche a la mañana recibir familias desamparadas, mujeres con velos y
hombres con turbantes. Frente a esos problemas aparecen dos alternativas. Una,
levantar el muro de una Europa Cristiana anti-islámica. La otra, hacer como que
nada sucede y esconderse detrás de los valores de la Europa liberal, de esa
complaciente Europa que esconde la cabeza en la arena para no ver la realidad
que la circunda. Frente a esa Europa, el integrismo político-religioso de
Orban aparece como una alternativa de poder, sobre todo cuando apela a un
“nosotros” en contra de ese amenazante “vosotros” representado por recién
llegados, portadores de costumbres extrañas y, sobre todo, de una religión
anti-occidental.
La posibilidad de una tercera política brilla en
estos momentos por su ausencia. Me refiero a una que, reconociendo los problemas, asuma no solo sus
consecuencias sino, además, señale sus orígenes. Pues esos sirios, irakíes y
kurdos que desfilan en masa hacia Europa no vienen en plan de turismo ni mucho
menos a imponer su religión a los europeos. En su gran mayoría son refugiados
de guerras provocadas, entre otros, por gobiernos como los de Rusia, Turquía,
Arabia Saudita e Irán, naciones con las cuales esa misma Europa liberal y /o
cristiana practica intensas relaciones económicas y políticas. En breve, en Europa falta una política cuya principal
bandera sea la defensa de la democracia en contra de las autocracias
confesionales en cierne, ya sea en el mundo eurasiático o en el europeo. La
más radical de todas es sin duda la de Viktor Orban.
Al no existir una
clara defensa de los ideales democráticos Víctor Orban las tiene fácil para
imponer las consignas nacional-religiosas de su partido Fidesz. Apelando a la
defensa de la cristiandad ha convertido hábilmente a los problemas políticos
en temas religiosos . .
Así como en el pasado, nazis y comunistas
intentaron convertir a las ideologías en religiones, Orban/ Putin intentan
convertir a las religiones en ideologías. En ese sentido la prédica de Orban no se
diferencia de la del islamismo más radical. Los ideales integristas de Orban en
Hungría son los mismos que los de Erdogan en Turquía. Este último no es más que
un Orban islámico.
El día 12 de
febrero Orban pronunció uno de sus discusos más agresivos: una verdadera
declaración de guerra al Islam hecha en nombre de la cristiandad occidental,
palabras que por supuesto no fueron dirigidas en contra de las teocracias
islámicas sino en contra de sus víctimas: los emigrantes que huyen del hambre y
de la guerra.
Como suele suceder,
los periodistas europeos más liberales intentaron minimizar la radicalidad del
discurso aduciendo que se trata de simple propaganda para las elecciones que
tendrán lugar el 8 de abril en Hungría. Pero el tema puede también ser leído al
revés: Orban está utilizando las
elecciones para convocar a una alianza internacional que, con el respaldo de
Putin y Erdogan, pueda constituir un bloque geopolítico frente a la UE.
Rumania, Bulgaria y Croacia ya son partes de esa alianza. Luego vendrá la
República Checa y después Polonia donde gobierna el “partido hermano” de
Fidesz: el ultranacionalista PiS. Y posiblemente Austria, donde los
nacional-populistas son parte de la coalición de gobierno.
En el hecho ya hay dos Europas políticas.
La del pasado liderada por Orban y la del presente mantenida gracias al frágil
eje franco-alemán.
Llama la atención
el hecho de que la Europa a la que apela Orban está formada en su mayoría por
naciones que padecieron bajo dictaduras comunistas. Dos razones explican ese
fenómeno. La primera es que en los regímenes comunistas las dictaduras, en
nombre de la destrucción de la que ellas llamaban “burguesías nacionales”,
destruyeron a los cimientos de la sociedad civil. Sobre la base de esas
repúblicas sin ciudadanos fue formada una población tutelada cuyo
comportamiento político estaba determinado por la autoridad del Estado o por
quienes lo representaban. De tal manera, el
autoritarismo comunista de ayer ha sido simplemente sustituido por el
autoritarismo nacional-religioso de hoy.
La segunda razón se
desprende de la primera: la verticalidad política que rige en los países
post-comunistas reposa –al igual que durante la era comunista- sobre bases
ideológicas muy simples. Así, mientras
ayer la dictadura estaba justificada por la lucha del comunismo en contra del
capitalismo, hoy las autocracias post-comunistas son justificadas por la lucha
del cristianismo en contra del islamismo.
Mientras una parte de Europa ya se instaló en la
post-modernidad, otra parte vive aún en la pre-modernidad. En el medio de ambas Europas reina un
peligroso vacío. Viktor Orban lo sabe. Su utopía es ocupar ideológicamente ese
vacío. En nombre de Dios y de Putin.