Fernando Aramburu - DIEZ DÍAS EN LA GRIETA




¿Qué es el peronismo? Lo pregunté sin segundas intenciones, bajo techos diversos y también al aire libre, en Buenos Aires y en algunos lugares de la costa argentina. Me contrapreguntaron que cuánto tiempo pensaba hollar el suelo patrio (el suyo, se entiende), y contesté, arrugándome de mirada y tono, que diez días. Entonces desistí nomás, me dijeron estos y aquellos lugareños, cada uno por su parte, todos poniendo los ojos en blanco; harían falta largos años, complejas investigaciones; las pesquisas no prosperarían aunque preguntase directamente a peronistas, ya que ellos tampoco saben. Eso sí, a ninguno le cupo duda que el país está partido en dos: los peronistas y el resto. Lo llaman la grieta (social, histórica, política, futbolística, botánica, musical, astrológica…). Lo atraviesa todo. Divide y malquista. País de dos valvas, Argentina. O estás acá o estás al otro lado. Conmigo o contra mí. Boca o River.
Ingenuo, acaso pelma, pensé tenerlo más fácil preguntando a los argentinos qué es un argentino. Toqué la herida, penetré hasta el hueso. Ellos se aferraron a apellidos y prosapia: mi abuela vasca, mi mamá alemana, mi bisabuelo italiano. En la ensalada genética entraban polacos, gallegos, judíos de ardua ubicación, orientales… Argentina semeja una oficina de personas perdidas, gente que por avatares de la vida cayó por allá y se quedó con mayor o menor fortuna varada en la orilla. El árbol genealógico de un argentino común tiene ramas largas y remotas. No es insólito que todo junto componga un olmo con peras.
Forastero de paso, yo traté de conjuntarlos buscándoles concomitancias. Los hallé unidos en el ejercicio frecuente de la quejumbre. “Todo lo atamos con alambre”, me dijeron con una cadencia de risueña melancolía. Todo falla un poquito. Esto que se cae, que llega impuntual, que no rula, es lo que podemos pagar, dicen. Y se psicoanalizan incesantes y prolijos, con vocabulario florido que gira y gira en torno a un eje de resignación y derrotismo, incluso de humillado complejo de superioridad, del cual a estas alturas de la Historia ya sólo va quedando el celofán del envoltorio. Antes tenían a chilenos, uruguayos, paraguayos y bolivianos para cotejarse con ventaja; pero a estos vecinos les ha dado de un tiempo a esta parte por prosperar y el argentino se va quedando solo con la verdad de su tamaño, su labia verbosa y el mítico y ya antiguo gol de Maradona, que en breves rachas acaricia el orgullo, pero no da de comer. Acá, me dijeron, levantás una piedra y te sale una estampida de psicoanalistas, claro está que divididos por la grieta correspondiente. O sos de Freud o sos de Lacan.
Veo a los argentinos desfavorablemente situados en la disposición parcelaria del planeta. A Borges le preguntaron, a su regreso de un viaje por Europa, cómo se veía a la Argentina desde el Viejo Continente. Lejos, espetó lacónico, con su ironía demoledora de costumbre. Me lo contó Alberto Manguel en su despacho de la Biblioteca Nacional. Argentina necesita urgentemente cariño. Yo hago un llamamiento mundial. Los argentinos están arrumbados en aquella bajura geográfica del hemisferio austral, ocupados en demasía consigo mismos. Los besos salutatorios nomás les alcanzan para una mejilla. En el abrazo palmean medio leves la espalda del amigo, como para no mancharlo de efusividad. Nada que ver con el ritual barroco del mexicano ni con la campechanía agresiva del español, que aprovecha cada ocasión de abrazar para un rápido ejercicio de kárate.
Yo les sugerí a unos cuantos argentinos que solicitasen el ingreso de su país en la Unión Europea. Columbré en su gesto que la opción les resultaba deseable. Mi abuela vasca, mi mamá alemana… El ingreso redundaría en beneficio de la nación argentina. Para empezar, sus gentes aprenderían el funcionamiento correcto de los pasos de cebra, conocerían el disfrute sutil asociado al cumplimiento de las normas, y Argentina recibiría ayuda para acabar con la contaminación del Río de la Plata.
También les propuse cambiar los enchufes, cuyos orificios semejan dos cejas tristes. Sospecho que las tales ranuras transmiten pena a la electricidad. En consecuencia, la tostada salta desganada de la tostadora, la plancha se fatiga como un viejito achacoso cruzando un campo de arrugas, la luz de la lámpara parece a punto de convertirse en dulce de zapallo. Lo único que no deberían cambiar los argentinos es su literatura, una de las más ricas y dignas de exportación de cuantas pueden hallarse hoy día en el área hispanohablante y más allá.
Pero si hay una grieta en la Argentina actual es aquella tan dolorosa que dejó la dictadura militar, con secuelas que afloran a cada instante en los debates públicos, en las conversaciones privadas. Esa herida supura todavía y, por la pinta, no parece de fácil curación. Me previnieron nada más llegar. A poco que intimés, che, te sacarán el tema. Me preguntaron repetidamente cómo afrontan los españoles su guerra civil y el terrorismo de ETA. Y los alemanes, lo suyo. Olvidar, recordar, perdonar, reconciliarse, ¿existe una receta? ¿Qué hacer con un pasado que se aleja y todavía duele y divide?
Asistí a un episodio que me conmovió. Viajábamos en el avión de Mar del Plata a Buenos Aires. Mi acompañante argentino me llamó discretamente la atención sobre un pasajero sentado unas filas por detrás de la nuestra. Era Martín Balza, general retirado de las Fuerzas Armadas Argentinas. En tiempos del presidente Medem (también llamado Méndez, ya que mencionar su nombre trae mala suerte), tuvo el coraje de reconocer ante las cámaras de televisión, vestido de uniforme, la implicación culpable del ejército de su país en la brutal represión durante la dictadura. Llamó por su nombre al horror vivido y dijo: “Si no logramos elaborar el duelo y cerrar las heridas no tendremos futuro”.
Cerca del avión, esperaba, en medio del tufo a queroseno y a casi 40 grados de temperatura, el colectivo que debía trasladar a los pasajeros hasta la terminal. Aproveché para observar a aquel anciano alto y corpulento, vestido con indumentaria de turista y provisto de un tabique nasal potente y como triturado a puñadas. Tomó asiento. Y más allá iba bajando por la escalinata adosada al avión un ciego metido en años, a quien sostenía un acompañante. El ciego se topó con la dificultad de montarse en el colectivo. Balza, blanco de pelo, enorme de estatura, se apresuró a socorrer al desvalido, sujetándolo desde el interior del vehículo. Después lo ayudó a acomodarse en un asiento. He ahí un hombre humano, pensé; un hombre que encierra en su corpachón un núcleo compasivo de hospitalidad, y tengo para mí que dicha circunstancia es más valiosa que estar en este o el otro lado de la grieta. El episodio me hizo tolerable poco después la tardanza en la devolución del equipaje.
Fernando Aramburu, escritor.