El conde Zájar Grigórievich Chernishov había nacido en
Chechersk en el año de 1796, poco tiempo después de que esos territorios que
hoy conforman Bielorrusia pasaran a ser dominio de los zares. Mi abuelo Morduj
habría de nacer casi cien años después en el mismo pueblo, claro que con
algunas diferencias. Los condes Chernishov eran dueños de miles de acres
mientras que mi abuelo Morduj solo detentaba una biblia, algunos textos
subversivos y un futuro a por descubrir.
Pero,
a cien años de aquellos diez días de octubre que conmovieron al mundo, vale
recordar que Zájar Grigórievich no fue un conde cualquiera, signado como estuvo
por el idealismo romántico que eligieron los decembristas rusos y por su
destino trágico. Aunque todavía era muy joven cuando la invasión napoleónica de
1812, se había juntado con aquellos que llegaron a París persiguiendo al
maltrecho ejército francés, después de su frustrado intento de ocupar Moscú y,
en el largo camino de la guerra, habían ido recogiendo los aires políticos que
ya habían renegado de los absolutismos. Regresaron maravillados, plenos del
encendimiento igualitario, libertario y fraternal que rezumó la revolución
francesa. El mundo de la Europa occidental abierta al conocimiento y al reinado
de la razón humillaba en sus mentes el atraso de derechos que se vivía en la
Rusia zarista. Volvieron dispuestos a terminar con la servidumbre de los
campesinos, a imaginar una constitución que restringiera los caprichos
absolutos de la autocracia imperial y, más aún, los había entre aquella elite
de la oficialidad aristocrática quienes soñaron con una república que acabara
con las profundas iniquidades de esa sociedad rendida a una nobleza injusta y
abusiva.
Se reunían en sociedades secretas que contaban con la mirada
aprobatoria de intelectuales y poetas como Pushkin, los hermanos Turgueniev y
hasta de algún discípulo de Robespierre. Nikita Mijáilovich Muraviov estaba
entre los más comprometidos que organizaron la Sociedad del Norte en San Petersburgo,
dedicada a redactar el borrador de una constitución. Se mantenían en contactos
clandestinos con otras organizaciones, la más importante era la Sociedad del
Sur que confabulaba en Bessarabia y Ucrania dirigida por Pavel Pestel, el más
radical. A la mañana eran oficiales emperifollados que guardaban la vida del
zar y por la noche solo el samovar y la vodka eran testigos de sus discusiones
políticas y sus proyectos libertarios. Querían recuperar el profundo
sentimiento de lo ruso que les había saltado a la vista en la convivencia
misturada del vivac, la entereza de los soldados campesinos, su ruda moral, su
sensibilidad franca, sus recursos para la supervivencia y reconocieron en ellos
a los verdaderos héroes de la campaña. Cuando volvieron a San Petersburgo
después de años y batallas, sintieron pudor por pertenecer a esa aristocracia
repolluda, caduca y afrancesada. Entonces cambiaron la haute cuisine de sus
palacios por la sopa de repollo con pan de centeno y la champaña por la vodka y
el tetrabric… y se fueron de caza a pie, marchando por los bosques de abedules,
compartiendo los amaneceres y las borracheras de la noche codo a codo con sus
siervos choriplaneros.
Preparaban la insurrección para el verano de 1826, pero
sobrevino en diciembre de 1825 la sorpresiva muerte del zar Alejandro I. Debía
sucederlo su hermano Konstantino, de fama libertina y liberal quien,
secretamente, había renunciado a sus derechos dinásticos en favor de su otro
hermano, Nicolás. A los nobles subversivos les pareció que la confusión entre
zares les proporcionaba el momento adecuado para acusar a Nicolás de usurpador
y adelantar la revuelta. Se congregaron con su tropa la fría mañana del 14 de
diciembre –de ahí su mote de decembristas– alrededor de la estatua de bronce de
Pedro el Grande, pero… no pudieron con su extracción de clase, no quisieron
confiar en sus propios soldados, en los que realmente cargaban con las
pesadumbres de la pobreza. Solo arengaron a la tropa a declarar fidelidad a
Konstantino y a la Constitución sin aventurarles explicaciones sobre las
verdaderas intenciones libertarias, seguros de que no tendrían cabida en sus
mentes sujetas a los modos de la historia rusa y a su acendrado sentimiento de
reverencia a las potestades establecidas. Una revolución de sopetón, equívocos
jerarcas de palacio que a último momento decidieron no jugarse, un tiro
desmadrado… y sobrevino la tragedia de diciembre porque los cañones del ya zar
Nicolás no dudaron… Los soldados sublevados que no cayeron muertos huyeron en
desbandada patinando hacia las aguas medio congeladas del Neva y la comisión
que investigó el levantamiento no desechó detalle para descubrir a los
revoltosos. Cinco decembristas fueron ahorcados y más de cien emprendieron las
largas semanas de camino a la kátorga, la temible prisión en Siberia,
acompañados por el rechinar de las cadenas que arrastraban al marchar. En la
oscuridad de los socavones rasguñaron el oro, el hierro y el níquel, en las
minas de Nerchinsk, en Chita o en la fábrica Petrovsky, más allá del lago Baikal.
Y aquellos que habían sido condes y príncipes, cuando recostaran la cabeza en
la almohada, si es que había almohadas en Siberia, recordarían el abrazo de la
esposa, mirarían desolados hacia el muro exterior imbatible, soñarían con los
albaricoques de junio en los jardines de sus palacios, en ese cosmos que se iba
haciendo lejano, quizá fantaseado, perdido para siempre.
Sus esposas fueron beneficiadas con la libertad de
considerarse viudas, de apostar a una vida nueva de manera que los confinados
en Siberia fueran borrados de la historia. Pero ellas, todas arropadas,
recorriendo las estepas días y días en carretas atestadas de pianos y
cacerolas, decidieron seguirlos a la kátorga, embargadas de ese pavor que la
sola palabra desencadenaba, aunque, para desalentarlas, no se les permitió
llevar a sus hijos, ni a sus criadas, ni sus riquezas y los niños que tuvieran
en Siberia no heredarían ni títulos ni bienes. En el mero instante de partir
dieron por terminados sus privilegios de aristócratas.
Siguieron los derroteros de sus maridos, alquilando casuchas de
madera a buriatos y mongoles para vivir alrededor de las prisiones y mirar con
desconsuelo sus empalizadas. Hacharon leña, acarrearon agua y hornearon el pan
como antes habían visto hacer a sus sirvientes. Y criaron a los hijos que
fraguaron en encuentros de amor con ruido de grilletes, obviando obstáculos y
socarronerías, forjando admiración y respeto ante su ímpetu tan desarraigado
como perseverante.
Pero además, el exilio más allá del lago Baikal les reveló un algo
que estaba por hacerse. Mientras se dedicaban a confortar la vida de los
presos, descubrieron, fuera de la casa, a las gentes de la taigá, que sabían
que esos reclusos y sus mujeres estaban ahí por haberse enfrentado a las
arbitrariedades de un soberano mandón y absoluto. Entonces le imprimieron aire
solidario a su congoja. Con todos los cachivaches de clase que se llevaron con
ellas a Siberia, libros y violines, medicinas, acuarelas y afrancesamientos,
organizaron bibliotecas, hospitales, talleres de arte, conciertos líricos y
junto a los colonos adaptaron a la taigá cultivos de arroz o cebada o tabaco. Y
ambos dos, esposa y esposo, inmersos en las leyes oblicuas de un mundo de
crueldades vanas se dieron su tiempo para pensar en los otros. No muchos habían
sobrevivido cuando el zar Alejandro II les concedió la amnistía, pero sí
sobrevivió en Siberia el recuerdo vívido de los decembristas que el aislamiento
no pudo borrar, que Lenín recordó con ternura y que nadie olvidó.
Asombrosamente perdura, larvada en la sociedad humana, una
intención autócrata y represiva que es eterna, un absolutismo que se reinventa.
Ochenta años después de que el conde Chernishov, hundiera en la kátorga sus
ansias libertarias, mi abuelo Morduj seguía peleando contra la censura y por
una constitución que limitara los poderes del zar y casi doscientos años
después de la asonada de los príncipes, todavía un despotismo desilustrado
intenta retroceder lo andado, ahora enmascarado en nuevas formas de absolutismo
no por cínico menos virulento, escoltado por esas pantallas de televisión que
en “Farenheit 451” se iban extendiendo sobre las enteras paredes de cada
vivienda para proyectar una postverdad envolvente y vigilante, acompañado por
una tropa que pone a toda la ciudadanía en libertad condicional y cada quien
que intente impugnar a la plutocracia marrullera, está a la expectativa de que,
en cualquier momento, llegue el carricoche que pretenda deportarlo a Siberia,
con un rechinchín de cadenas.
* Escritora y periodista.