Hay que decirlo:
nunca ha habido grandes movimientos de multitudes que, a pesar de haber sido
orientados a través de una línea pacífica, estén exentos de
violencia. Violencia practicada incluso por personas que en la vida cotidiana
son enemigas de todo acto brutal. Con eso hay que contar. No hay torrentes sin
desbordes. La racionalidad de los grandes grupos no es la misma que la de los
individuos.
En la masa, una
parte del yo decisional desaparece y es sustituido por un “nosotros”, es decir,
por una unidad colectiva que obedece a una lógica muy distinta a la individual.
De lo que se trata entonces en un movimiento democrático pacífico es de
minimizar al máximo la violencia. Evitarla es difícil. Quizás imposible
En las grandes
demostraciones públicas suelen perfilarse vanguardias formadas por jóvenes
aguerridos organizados de un modo diferente a las organizaciones políticas y
sociales convocantes. Ellos juegan un papel importante, incluso insustituible
en los inevitables enfrentamientos con los organismos represivos. El problema
aparece cuando los comandos juveniles sustituyen al movimiento de las
multitudes. Si además se tiene en cuenta la enorme predominancia masculina en
los enfrentamientos, podemos entender por qué, cuando la violencia se
autonomiza de la política, puede llegar a conspirar en contra del crecimiento
de las propias manifestaciones democráticas. La violencia es exclusiva, nunca
inclusiva. La violencia resta, nunca suma.
Por supuesto, los
ritmos y formas de acción de los jóvenes son muy diferentes a los que
corresponden a madres y padres o a grupos religiosos, culturales y vecinales.
Pensar que estos últimos deben imitar a la energía juvenil, sería absurdo.
Absurdo también es creer que los jóvenes deben actuar igual que sus padres y
abuelos en las demostraciones públicas.
Sin intentar
intelectualismos innecesarios, hay que aceptar que en toda manifestación
juvenil hay un componente edípico. Allí los jóvenes practican de modo colectivo
una desobediencia no siempre posible de realizar en sus casas. Esa
desobediencia la dirigen, fundamentalmente, en contra del poder establecido. ¿Y
puede haber una expresión más nítida del poder que esos soldados robotizados,
dispuestos a matar para defender a un
grupo de desalmados enchufados en el Estado? La sola presencia de esas tropas
en las calles es una incitación a la violencia. La de los jóvenes, en el peor
de los casos, es contraviolencia.
La contraviolencia,
en un movimiento definido como pacífico, debe ser reducida al mínimo. En ese
punto están de acuerdo los partidos y organizaciones de la oposición
democrática venezolana. Sin embargo, hoy voces directivas que, no llamando
directamente a la violencia, la estimulan. Por ejemplo, cuando algunas y
algunos afirman que el objetivo es solo “la caída” del régimen sin mencionar el
restablecimiento de la Constitución de 1999, despojan al movimiento de su
principal característica política: la de ser expresión de una insurrección
constitucional y constitucionalista. Y por eso mismo pacífica.
Más irresponsables
son todavía aquellos dirigentes que, sin tener ningún dato en la mano, aseguran
que la caída de la dictadura es solo cosa de días. Puede incluso que eso sea
así. Pero la tarea de los líderes es fijar los objetivos a cumplir y no
inventar plazos que no conocen ni pueden conocer. Mucho menos crear
expectativas que, si no son cumplidas, producirán grandes desilusiones
Si en un gran
movimiento democrático aparecen algunos jóvenes exaltados es casi un hecho
normal. La aparición de líderes exaltados, en cambio, está de más.