Eran francesas,
pero iban a decidir la suerte política de todo un continente. Iban, además,
esas elecciones, a poner a prueba los valores heredados de la Ilustración,
valores que en gran parte debemos a Francia y a su revolución.
Macron, se ha dicho
tantas veces, era el candidato francés de Europa, de esa Europa que nadie
conoce exactamente donde comienza ni donde termina. Pero como proyecto
histórico continuará existiendo. No sabemos si gracias a Dios. En cualquier
caso, gracias a Macron.
Después de la
victoria del Brexit los “europeos-antieuropeos” habían comenzado a frotarse las
manos. Con desaforado optimismo imaginaron que las elecciones futuras
derribarían a los pilares de la democracia liberal (versión neo-fascista del
concepto “democracia burguesa” acuñada por los comunistas) A esa Europa que
ellos llaman decadente y frívola, cobarde y politiquera. En su lugar iban a
renacer los estados nacionales decimonónicos, dirigidos esta vez por patriotas que, de modo unánime, ya habían encontrado al gran culpable
de todos los males: los extranjeros, sobre todo los de origen islámico.
El inesperado
triunfo del ultranacionalista Trump en los EE UU, parecía confirmar la
tendencia general. Sin embargo, la resistencia en contra del avance
neo-fascista ya había comenzado en Europa. El triunfo de los demócratas
austriacos (diciembre del 2016) dirigidos por Van der Ballen, demostró que, con
una política unitaria y coordinada era posible detener el avance de los
partidos anti-europeos. El “se puede” austriaco fue corroborado en las
elecciones holandesas, gracias a la coalición formada alrededor del liberal
Rutte. Pero esos triunfos no habrían servido de nada si Marine Le Pen y su
frente Nacional hubieran logrado asestar una derrota a las fuerzas
democráticas.
Macron ha salvado a la Europa democrática. Las próximas elecciones que tendrán
lugar en Alemania, llevarán a los socialcristianos o a los socialdemócratas al
gobierno. O a ambos. Como sea, el eje franco-alemán mantendrá su vigencia.
Hecho muy importante. Sobre ese eje reposa la Europa democrática de nuestro
tiempo.
En el orden
internacional, los grandes perdedores en las elecciones francesas han sido dos
autocracias: la rusa de Putin y la turca de Erdogan. El primero nunca ha
ocultado su disposición a apoyar cualquiera fuerza (de ultraderecha o de
ultraizquierda, le da lo mismo) que pueda desestabilizar a la UE, principal
obstáculo en sus proyectos expansionistas hacia Ucrania, el Báltico e incluso
Polonia. Marine Le Pen, quien intentó desesperadamente presentar a Macron como
candidato de Merkel, fue sin duda la candidata de Putin.
Erdogan, por su
parte, necesita de una Europa desunida para levantar su proyecto destinado a
restaurar una suerte de califato otomano. Después del triunfo de Macron, el
autócrata tendrá que pensarlo dos veces si decide agredir a las democracias
europeas como hizo durante el plebiscito turco donde mostró más debilidades que
fuerzas.
Todavía falta mucho
para el fin del 2017, pero desde ya se puede decir que será un buen año para
Europa. Sin embargo, todos los esfuerzos unitarios se vendrán al suelo si no se
aprenden las lecciones que ha dejado “la batalla de Francia”. Una de ellas es
que la UE no puede seguir siendo una institución puramente burocrática y
monetaria. Macron, al menos, lo tiene muy claro. Siempre lo dijo: una Europa
despolitizada es un peligro para
ella misma.
El saldo más
positivo de las elecciones europeas de 2017 reside sin duda en el surgimiento de
un nuevo proceso de politización. Las marcas son innegables. La más profunda es
la que se manifiesta en el fin del duopolio formado por socialdemócratas y
conservadores. Tanto en Francia como en otros países europeos ha tenido lugar
una transformación del orden político que rigió a la política de post-guerra.
El aparecimiento de
nuevos partidos de centro y la fractura de los socialismos históricos da lugar
a una geometría política en la cual pueden surgir las más diferentes alianzas y
coaliciones. Ello no impide que, cuando aparece un enemigo principal -en el
caso actual, el avance de partidos neo-fascistas- la política retorne, como
ocurrió en las elecciones francesas, a su dualidad. Pero esta vez el dualismo
no se da entre socialistas y conservadores sino entre demócratas y
antidemócratas.
El liberalismo
político representado en partidos como En Marcha en Francia, o Ciudadanos
en España, va más allá de sus partidos. Se puede ser socialcristiano, conservador,
socialista, ecologista, laborista y al mismo tiempo adscribir a los principios
del liberalismo político. El
liberalismo político como oposición al i-liberalismo (concepto inventado
por el autócrata húngaro, Viktor Orban) ha llegado a ser un sinónimo de
democracia.
El fin del duopolio
ha puesto de manifiesto, sobre todo en Francia, la profunda crisis del
socialismo europeo. Crisis que no se manifiesta en el fin de los partidos
socialistas sino en una división, al parecer ya definitiva. A un lado, el socialismo
democrático. Al otro, un socialismo
rabioso representado en partidos como Podemos, Francia Insumisa y
Die Linke.
Un gran peligro
proviene de los socialistas rabiosos o “partidos bolivarianos europeos”
llamados así en referencia al salvajismo político del chavismo venezolano. Los
rabiosos tienen con el neo-fascismo muchos puntos en común. Entre otros, una
feroz oposición a la UE, el culto al estado nacional, la anti-globalización, el
anti-merkelismo, el putinismo, y un rechazo a la clase política a la que
denominan “progresía”, “casta”,
“trama”, “elite”, “establishment”, “sistema”. Si a ello agregamos, su
preferencia por gobiernos personalistas y plebiscitarios, podemos convenir en
que estamos frente a una moneda de dos caras.
El socialismo rabioso
de Mélenchon, descendiente lejano de los enragés de la revolución
francesa, se nutre, al igual que el de su colega español Pablo Iglesias, de los
nuevos sans- culotte, sectores sociales desintegrados, amorfos y
anómicos generados por el declive de la sociedad industrial, todos unidos por
las mismas fobias y miedos a la posmodernidad y a la política.
Marine Le Pen,
siempre sagaz, ya ha descubierto la rabia que trae consigo el meléncholismo. En
el duelo pre-electoral que mantuvo con Macron, si uno no hubiera sabido que la
que hablaba era Le Pen, habría creído escuchar a una seguidora de Mélenchon o
de Pablo Iglesias.
Marine Le Pen no ha
sido definitivamente derrotada. Pronto cambiará el nombre del Frente Nacional.
Puede que desde ahí emerja un partido anti-capitalista y nacionalista a la vez.
Del mismo modo, cuando Mélenchon, el rabioso, llamó indirectamente a boicotear
a Macron, sabía muy bien lo que hacía.
Macron, en cambio,
ha mostrado la línea: frente la amenaza de las alianzas objetivas que se
divisan en el horizonte entre el socialismo rabioso y los neo-fascistas, solo
cabe la unidad de los demócratas. Entre
el ethos y el pathos ha logrado imponerse el logos. Por el
momento Francia continúa siendo cartesiana.