Fernando Mires – EL 7 DE MAYO DE EMMANUEL MACRON

Eran francesas, pero iban a decidir la suerte política de todo un continente. Iban, además, esas elecciones, a poner a prueba los valores heredados de la Ilustración, valores que en gran parte debemos a Francia y a su revolución.
Macron, se ha dicho tantas veces, era el candidato francés de Europa, de esa Europa que nadie conoce exactamente donde comienza ni donde termina. Pero como proyecto histórico continuará existiendo. No sabemos si gracias a Dios. En cualquier caso, gracias a Macron.
Después de la victoria del Brexit los “europeos-antieuropeos” habían comenzado a frotarse las manos. Con desaforado optimismo imaginaron que las elecciones futuras derribarían a los pilares de la democracia liberal (versión neo-fascista del concepto “democracia burguesa” acuñada por los comunistas) A esa Europa que ellos llaman decadente y frívola, cobarde y politiquera. En su lugar iban a renacer los estados nacionales decimonónicos, dirigidos esta vez por patriotas que, de modo unánime, ya habían encontrado al gran culpable de todos los males: los extranjeros, sobre todo los de origen islámico.
El inesperado triunfo del ultranacionalista Trump en los EE UU, parecía confirmar la tendencia general. Sin embargo, la resistencia en contra del avance neo-fascista ya había comenzado en Europa. El triunfo de los demócratas austriacos (diciembre del 2016) dirigidos por Van der Ballen, demostró que, con una política unitaria y coordinada era posible detener el avance de los partidos anti-europeos. El “se puede” austriaco fue corroborado en las elecciones holandesas, gracias a la coalición formada alrededor del liberal Rutte. Pero esos triunfos no habrían servido de nada si Marine Le Pen y su frente Nacional hubieran logrado asestar una derrota a las fuerzas democráticas.
Macron ha salvado a la Europa democrática. Las próximas elecciones que tendrán lugar en Alemania, llevarán a los socialcristianos o a los socialdemócratas al gobierno. O a ambos. Como sea, el eje franco-alemán mantendrá su vigencia. Hecho muy importante. Sobre ese eje reposa la Europa democrática de nuestro tiempo.
En el orden internacional, los grandes perdedores en las elecciones francesas han sido dos autocracias: la rusa de Putin y la turca de Erdogan. El primero nunca ha ocultado su disposición a apoyar cualquiera fuerza (de ultraderecha o de ultraizquierda, le da lo mismo) que pueda desestabilizar a la UE, principal obstáculo en sus proyectos expansionistas hacia Ucrania, el Báltico e incluso Polonia. Marine Le Pen, quien intentó desesperadamente presentar a Macron como candidato de Merkel, fue sin duda la candidata de Putin.
Erdogan, por su parte, necesita de una Europa desunida para levantar su proyecto destinado a restaurar una suerte de califato otomano. Después del triunfo de Macron, el autócrata tendrá que pensarlo dos veces si decide agredir a las democracias europeas como hizo durante el plebiscito turco donde mostró más debilidades que fuerzas.
Todavía falta mucho para el fin del 2017, pero desde ya se puede decir que será un buen año para Europa. Sin embargo, todos los esfuerzos unitarios se vendrán al suelo si no se aprenden las lecciones que ha dejado “la batalla de Francia”. Una de ellas es que la UE no puede seguir siendo una institución puramente burocrática y monetaria. Macron, al menos, lo tiene muy claro. Siempre lo dijo: una Europa despolitizada es un peligro para ella misma.
El saldo más positivo de las elecciones europeas de 2017 reside sin duda en el surgimiento de un nuevo proceso de politización. Las marcas son innegables. La más profunda es la que se manifiesta en el fin del duopolio formado por socialdemócratas y conservadores. Tanto en Francia como en otros países europeos ha tenido lugar una transformación del orden político que rigió a la política de post-guerra.
El aparecimiento de nuevos partidos de centro y la fractura de los socialismos históricos da lugar a una geometría política en la cual pueden surgir las más diferentes alianzas y coaliciones. Ello no impide que, cuando aparece un enemigo principal -en el caso actual, el avance de partidos neo-fascistas- la política retorne, como ocurrió en las elecciones francesas, a su dualidad. Pero esta vez el dualismo no se da entre socialistas y conservadores sino entre demócratas y antidemócratas.
El liberalismo político representado en partidos como En Marcha en Francia, o Ciudadanos en España, va más allá de sus partidos. Se puede ser socialcristiano, conservador, socialista, ecologista, laborista y al mismo tiempo adscribir a los principios del liberalismo  político. El liberalismo político como oposición al i-liberalismo (concepto inventado por el autócrata húngaro, Viktor Orban) ha llegado a ser un sinónimo de democracia.
El fin del duopolio ha puesto de manifiesto, sobre todo en Francia, la profunda crisis del socialismo europeo. Crisis que no se manifiesta en el fin de los partidos socialistas sino en una división, al parecer ya definitiva. A un lado, el socialismo democrático. Al otro, un  socialismo rabioso representado en partidos como Podemos, Francia Insumisa y Die Linke
Un gran peligro proviene de los socialistas rabiosos o “partidos bolivarianos europeos” llamados así en referencia al salvajismo político del chavismo venezolano. Los rabiosos tienen con el neo-fascismo muchos puntos en común. Entre otros, una feroz oposición a la UE, el culto al estado nacional, la anti-globalización, el anti-merkelismo, el putinismo, y un rechazo a la clase política a la que denominan “progresía”,  “casta”, “trama”, “elite”, “establishment”, “sistema”. Si a ello agregamos, su preferencia por gobiernos personalistas y plebiscitarios, podemos convenir en que estamos frente a una moneda de dos caras.
El socialismo rabioso de Mélenchon, descendiente lejano de los enragés de la revolución francesa, se nutre, al igual que el de su colega español Pablo Iglesias, de los nuevos sans- culotte, sectores sociales desintegrados, amorfos y anómicos generados por el declive de la sociedad industrial, todos unidos por las mismas fobias y miedos a la posmodernidad y a la política.
Marine Le Pen, siempre sagaz, ya ha descubierto la rabia que trae consigo el meléncholismo. En el duelo pre-electoral que mantuvo con Macron, si uno no hubiera sabido que la que hablaba era Le Pen, habría creído escuchar a una seguidora de Mélenchon o de Pablo Iglesias. 
Marine Le Pen no ha sido definitivamente derrotada. Pronto cambiará el nombre del Frente Nacional. Puede que desde ahí emerja un partido anti-capitalista y nacionalista a la vez. Del mismo modo, cuando Mélenchon, el rabioso, llamó indirectamente a boicotear a Macron, sabía muy bien lo que hacía.
Macron, en cambio, ha mostrado la línea: frente la amenaza de las alianzas objetivas que se divisan en el horizonte entre el socialismo rabioso y los neo-fascistas, solo cabe la unidad  de los demócratas. Entre el ethos y el pathos ha logrado imponerse el logos. Por el momento Francia continúa siendo cartesiana.