1.
El liberalismo en tanto doctrina política, en Chile, no ha estado articulado políticamente por varios decenios. Contrario a lo que se piensa frecuentemente, no ha sido hegemónico en el debate público, sobre todo si comparamos nuestro presente con el siglo XIX y la rica tradición emancipadora liberal y democrática promovida por personajes del carácter de José Victorino Lastarria. Recuperar o rearticular una reflexión política y filosófica ligada con ese talento puede ser sin duda de gran valor para la política actual, tan enmarañada en discursos paternalistas y demagógicos. Pero, ¿cuáles deberían ser los enfoques de esa rearticulación del pensamiento político liberal chileno en la actualidad?
Mucho se ha dicho que el liberalismo se basa en una concepción atomista del ser humano, que exacerba el egoísmo y que, por tanto, no es político. ¿Pero cómo no va a ser un acto político esencial el vindicar la libertad personal y con ello la supremacía moral de cada persona frente al ejercicio arbitrario del poder gubernamental o de cualquier otro poder organizado? ¿Cómo no va a ser algo político ponerle límites a la acción, muchas veces despótica, de los gobiernos?
El liberalismo es una doctrina esencialmente política. El propio Ortega y Gasset decía que: “El liberalismo es el principio de derecho político según el cual el poder público, no obstante ser omnipotente, se limita a sí mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes, como la mayoría”. Tal como explica Judith Shklar, es una doctrina política que busca asegurar las condiciones políticas necesarias para el ejercicio de la libertad personal. Es decir, que cada persona razonable pueda tomar decisiones sin temor sobre diversos aspectos de sus vidas, siempre y cuando respete las libertades de los otros. A partir de esto, se deriva un elemento clave del pensamiento liberal en términos políticos: el reconocimiento de la primacía moral de la persona y por tanto de su autonomía frente al poder gubernamental. Esto no significa en ningún caso plantear una noción atomizada del ser humano o que exacerbe el egoísmo, sino al contrario, implica el reconocimiento del igual estatus moral de cada sujeto en tanto individuo, sin importar ninguna clase de jerarquía social o estamental. Ahí está la base del giro radical que impulsa el liberalismo en favor de las libertades personales en contra del viejo orden estamental, el paternalismo gubernamental y el absolutismo monárquico, que luego se expresa en el desarrollo del constitucionalismo.
Lo anterior es algo que también olvidan algunos adeptos del liberalismo en Chile, que creen que es una doctrina económica ligada con solo generar riquezas. Todo lo contrario, su fundamento es esencialmente moral, en cuanto reconoce un ámbito inviolable de cada persona. De esto se derivan las nociones de tolerancia y pluralismo que el liberalismo promueve, entendiendo que cada cual ―y no supuestos iluminados o guardianes de la moral― debe definir sus fines y valores dentro de los márgenes del respeto a la libertad y derechos de otros. Esto es lo que John Gray denomina una concepción abierta de autonomía y que se torna tan importante actualmente cuando frente a sociedades cada vez más dinámicas y cambiantes, se exacerba la pugna entre doctrinas filosóficas y religiosas controversiales, lo que muchas veces se traduce en la pretensión de imponer nociones omnicomprensivas y esencialistas del mundo mediante la fuerza.
Entonces, teniendo presente lo anterior, ¿de qué forma debería constituirse el liberalismo como doctrina política en el Chile del siglo XXI? ¿A qué debería aspirar? ¿Cuáles deberían ser los fundamentos de sus causas? ¿Dónde debería situarse el pensamiento liberal en el actual debate político chileno? ¿Desde dónde debería constituirse? ¿Dónde está el liberalismo chileno hoy día?
Me parece necesario intentar contribuir reflexivamente en alguna medida a la conformación de un ideario que promueva las libertades. No en el sentido de la majadera lucha de ideas ni por afanes de poder, sino más bien porque considero que es trascendental contribuir a la conformación de un ideal político de largo alcance, sobre todo si uno tiene ciertos principios que considera importantes en términos éticos. Por tanto, este texto no es un manifiesto, sino un llamado a discutir sus contenidos.
No obstante, creo necesario indicar que considero que el liberalismo chileno debe constituirse libre de las nomenclaturas de derecha e izquierda. Es decir, debe superar los clivajes que han marcado el debate político de los últimos 30 o 40 años. Debe, en otras palabras, conformar su propio espacio y romper, al modo de un quiebre radical, con los términos de la discusión pública chilena. Es decir, el liberalismo, antes que establecerse como partido (o grupo de partidos), debe comenzar a constituirse como opinión política en contraste a las opiniones predominantes. Ese es su primer desafío.
En ese sentido, la fauna liberal, al igual como lo hicieron los liberales chilenos del siglo XIX, debe situarse políticamente no desde los espacios tradicionalmente partidarios, sino generando masa crítica a partir de la vindicación de la libertad individual en diversos ámbitos. Es decir, vindicando no solo la libertad económica, sino la moral y política, como bases éticas de la vida en sociedad y como elementos fundantes del progreso humano. A partir de este consenso mínimo se debe iniciar una larga y tortuosa reflexión política entre los liberales. Esto implica pensar acerca de cuáles libertades básicas son esenciales para permitir mayores espacios para la libre iniciativa personal.
Contrario a lo que podría pensarse, el punto de partida no debe estar enfocado en armar nuevas leyes o acrecentar la burocracia para, supuestamente, satisfacer libertades o derechos ―tal como la mayoría de los proyectos políticos actuales lo hace con claros afanes constructivistas―. Al contrario, se debe visualizar dónde existen trabas legales o burocráticas para la libre acción de los ciudadanos. Es decir, a lo que debe apuntarse es a promover una mayor desconcentración del poder gubernamental. No al modo simulado en que lo promueven los socialistas o autónomos, sino que quitándole terreno a la infantilización de los ciudadanos por parte de los Gobiernos y legisladores. Por eso, lo primero necesario es generar masa crítica en favor de las libertades individuales. De lo contrario, solo nos sumaremos a los afanes planificadores de aquellos que creen tener respuestas para todos los asuntos mediante la creación compulsiva de leyes y más burocracia. Cambiando las nociones con respecto al Gobierno y el Estado, entonces se puede iniciar un proceso creciente de desconcentración del poder, sobre todo en términos políticos y, por qué no, tributarios. Porque contrario al discurso dominante, es la concentración del poder gubernamental lo que propicia la concentración en otros ámbitos de la vida social, el centralismo excesivo y la dependencia regional.
Creo que la primera tarea de los liberales debe ser acabar con la inflación legislativa y el afán compulsivo de crear leyes a destajo que hoy priman en nuestro Congreso. Esto que puede sonar radical, tiene relación con que muchos problemas se ven acrecentados a medida que la acción y responsabilidad individual es reemplazada por lógicas burocráticas y legalistas. Eso es lo que hoy está afectando a nuestro país. Porque así como el exceso de regulación económica termina por distorsionar los sistemas de precios, el exceso de reglamentaciones y burocracia termina por distorsionar a las sociedades.
2.
Fernando Mires dice que: «el peligro y el gran malestar de nuestro tiempo, no reside en que se haya impuesto el liberalismo a escala mundial, sino en todo lo contrario: que las condiciones que hicieron posible el surgimiento de la democracia liberal, se encuentran amenazadas».
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Fernando Mires dice que: «el peligro y el gran malestar de nuestro tiempo, no reside en que se haya impuesto el liberalismo a escala mundial, sino en todo lo contrario: que las condiciones que hicieron posible el surgimiento de la democracia liberal, se encuentran amenazadas».
¿Cuáles son esos cimientos en peligro? Dos esenciales para el desarrollo del resto de los planos institucionales formales e informales de un sistema político y económico libre: la tolerancia, específicamente centrada en la libertad de conciencia, y el pluralismo, relacionado con los modos de vida que son posibles en una sociedad abierta. Ambos han sido fundamentos de las democracias occidentales que, sin embargo, hoy se ven seriamente amenazados por movimientos radicales e intolerantes, xenófobos o proteccionistas.
Actualmente parece que estamos ante una paulatina reversión intransigente hacia posiciones anti-políticas y antidemocráticas que atacan directamente estos dos principios, que son claro sustento de las libertades personales. Muchos pensarán que aquello es más plausible en sociedades con Estados fallidos o fundamentalistas y altamente corrompidos; o con tendencias ya no sólo populistas, sino claramente autoritarias y dictatoriales, como el caso de Venezuela. Incluso, puede que algunos crean que ciertas naciones del mundo desarrollado, como las europeas o los Estados Unidos, están mucho más proclives a ello debido a las mayores tensiones por la creciente inmigración.
Lo interesante es que la variedad de ejemplos de reversión intolerante en diversos lugares nos muestra que estamos ante una propensión autoritaria de carácter global, de la cual Chile no necesariamente está inmune. Y efectivamente no lo está, si consideramos que tenemos sutiles preámbulos que reflejan las tendencias anti-pluralistas que se siembran en el largo plazo. Un ejemplo es la propuesta de la Confech de establecer la unificación de contenidos en las universidades, que va de lleno contra el uso público de la razón y la necesaria libertad de cátedra al interior de las casas de estudio. Si consideramos que lo que ocurre hoy en las universidades probablemente será reflejo de lo que ocurrirá en el debate público futuro, el debilitamiento soterrado de la tolerancia y el pluralismo debería ser un tema de preocupación presente para cualquiera que estima en serio tales principios.
Debería ser una inquietud, sobre todo, porque el debilitamiento de tales cimientos ―pluralismo y tolerancia― es lo que en el mediano o largo plazo va construyendo el camino hacia tendencias demagógicas, populistas o dictatoriales en una sociedad. En definitiva, los demócratas chilenos de todo el espectro, frente al auge de la verborrea y la retórica pendenciera, deberían revalorizar los fundamentos liberales esenciales que hacen posible la convivencia democrática y pacífica. Eso implica, en primer lugar, rescatar el uso público de la razón evitando dos tendencias anti-pluralistas y anti-políticas: el predominio de la tecnocracia (que despolitiza el espacio público hasta vaciarlo) y el populismo (que lo polariza hasta reventarlo).
En otras palabras, el razonamiento liberal en términos políticos debería comenzar a ser promovido como eje central del antagonismo democrático, en contraste con los discursos anti-políticos fundados en la idea de lucha de clases o en la despolitización de lo político bajo un pragmatismo engañoso. Sobre todo porque, en el fondo, ambas visiones presumen una supresión total de las diferencias y antagonismos, es decir de lo político, bajo la instauración ya sea de una clase o grupo que representa absolutamente los intereses de todos, ya sea de una corporación técnica que administra mejor el conflicto y las necesidades.
En ese sentido, en Chile el liberalismo político debería ser la forma de repolitizar la esfera pública evitando que los ámbitos de lo ciudadano sean totalizados por ciertos grupos que se arrogan su total representación. Es decir, la promoción del pluralismo político y la tolerancia de valores debería ser la base para neutralizar las tendencias corporativistas y colectivistas de ciertos sectores de la derecha y la izquierda. Más aun porque son tales propensiones las que terminan por convertir la democracia y lo político en una disputa entre grupos de interés por el poder estatal, su administración y sus beneficios.
En otras palabras y para que quede más claro, el liberalismo político fundado en un agnosticismo axiológico debería ser la base para rechazar la creciente clientelización de los ciudadanos y burocratización de la sociedad. A partir de ello, se debe vindicar la politicidad del espacio de la sociedad civil en base a la vindicación de la libertad individual como esfera de acción intersubjetiva entre los ciudadanos, y desde la cual se conforman bienes públicos poco considerados como tales como el mercado. Esto permitiría rechazar lógicas ―por qué no decirlo, fascistas― basadas en el desprecio hacia un “otro” y en la creciente dependencia de los ciudadanos con respecto al poder estatal, que son las que afloran cuando lo político queda vacío y finalmente terminan por debilitar las instituciones políticas y democráticas.
Es sólo desde una perspectiva liberal fundada en la tolerancia y el pluralismo que podemos no solo salvar tales fundamentos frente al embate antidemocrático y moralizante desde el poder, sino también comenzar a pensar en conjunto sobre los desafíos que enfrentamos actualmente como sociedad, tales como el envejecimiento de la población, los mayores flujos migratorios o los próximos cambios en las formas de trabajo debido al desarrollo tecnológico.