Tenemos que
aceptarlo. Hay una discordancia perpetua entre el significado de las palabras y
sus significantes asignados. O mejor: entre el uso de las palabras y los
objetos que las palabras no nombran. No nos damos cuenta, pero hablamos con
palabras que han perdido hace tiempo su significado originario.
La realidad
cotidiana es metafórica y metonímica, aunque no poética. La metáfora es
intencional y deliberada solo en la poesía. Nadie puede exigir que la palabra
poética se ajuste a su significado. Las metáforas y metonimias cotidianas, en
cambio, surgen del uso equivocado de las palabras, sobre todo cuando las
decimos sin pensar.
Pensar, en cambio,
supone restituir a las palabras su valor originario, valor que, por lo general,
no coincide con su valor de uso ni con su valor de cambio.
Quien escribe estas
líneas, por ejemplo, ya se cansó de discutir con quienes al usar palabras como
neo-liberalismo, populismo, fascismo, aluden a realidades tan distintas, que al
final no aluden a ninguna. Pero, a la vez, si uno no quiere vivir como un
ermitaño, en aras de la comunicación social, termina por aceptar el valor de
uso de las palabras, haciendo caso omiso de su significación originaria. Eso,
sin embargo, es lo que no puede ocurrir en el ejercicio de las profesiones científicas o
filosóficas. En esos campos estamos obligados a trabajar con significados, si
no reales, por lo menos aproximados a los objetos que consideramos reales. Por
eso discutimos tanto. Cada discusión es un intento por ajustar los términos que
usamos, a los significados que consideramos más exactos.
El problema más
grave aparece cuando son usados como sinónimos términos que en su significación
no solo son distintos sino, abiertamente contrarios. Esa es precisamente la
razón por la cual escribo estas líneas. Pues he detectado dos términos
contrarios que suelen ser utilizados como sinónimos: radical y extremista.
Radical, en sentido
estricto, significa ir al fondo de las cosas, a las raíces de la designación
palábrica. Para eso es necesario pensar “profundamente”. Extremista, en cambio,
significa situarse en una posición lejana al fondo de las cosas, en un extremo.
En política, como
en otros ámbitos de la vida, no se puede ser extremista y a la vez radical. O
uno baja a las raíces o se desliza en la superficie hasta alcanzar un extremo.
El extremista, al posicionarse, prescinde del pensamiento. En lugar de pensar
“es pensado” (por una ideología, por una creencia, por una supuesta moral) Un
radical, por el contrario, no puede existir sin pensar.
El pensamiento, al
intentar bajar hacia el fondo de las cosas es vertical. Asciende y desciende.
No puede haber, por lo mismo, un radicalismo de derecha o de izquierda. Solo
puede haber un radicalismo de mayor o menor profundidad. Pero sí puede haber un
extremismo de derecha o de izquierda.
Si observamos las
elecciones que tuvieron lugar en Francia (solo para recurrir a un ejemplo
reciente) podríamos decir que el discurso del “centrista” Macron era más
radical que el de Le Pen.
La candidata,
habiéndose situado en el extremo de una superficie, proponía una renovación
total de la república, haciendo caso omiso de la historia y de la tradición de
la nación. El candidato, en cambio, recurría a los valores de la gran revolución
de 1789 (libertad, solidaridad, fraternidad); es decir, retomaba las raíces de
la historia de su país. Le Pen -al igual que Mélenchon, su mellizo de
izquierda- es extremista. Macron, en cambio, es radical.
Un segundo ejemplo
de mal entendida radicalidad lo proporcionan algunos sectores de la oposición
venezolana, conocidos públicamente como “opositores a la oposición”. Frente a
las violaciones constitucionales cometidas por la dictadura ellos no han tenido mejor
idea que proponer el abandono de la guía constitucional sustituyendola por
grandiosos llamados épicos sin contenido, sin ninguna estrategia, como
si las grandes masas fueran solo un objeto puestas al servicio de sus deseos.
Al actuar así
cometen tres grandes errores. Primero, hacen de la persona de Maduro el único
problema, a sabiendas que la dictadura es solo parte de un sistema de
dominación con ramificaciones en todas las regiones del país. Segundo, al dejar de lado
el argumento constitucional –al cual pertenecen las elecciones como las raíces
a un árbol- siguen el juego a la
dictadura de Maduro, caracterizada precisamente por la ruptura constitucional.
Tercero, apuestan todas las cartas a la posibilidad de un quiebre al interior
de las FANB, institución central de la dictadura a la cual no tienen ningún
acceso.
En breve, en nombre
de una mal entendida radicalidad, los “opositores a la oposición” se sitúan en
un extremo, abandonando todos los campos políticos a la dictadura. No han
podido ni querido entender que insurreciones democráticas carentes de legitimación constitucional nunca han existido. Ni en Venezuela ni en ninguna otra
parte. Ellos, en fin, no son radicales. Son simples extremistas.
Para ser radical
–esta es la idea- hay que alejarse de
los extremos. Seguir usando los términos radical y extremista como sinónimo es,
en consecuencia, un disparate. Un disparate: una palabra disparada al aire.