La mayoría de
quienes trabajamos con esa cosa tan resbalosa llamada ciencia política estamos
de acuerdo en un punto: las mega-narraciones históricas atraviesan por una
profunda crisis. En tal sentido podríamos afirmar que la política ya no puede
seguir orientada de acuerdo a cánones trascendentalistas, o por un “más allá”
situado fuera de los espacios de la conflictividad real de actores que disputan
sus intereses e ideales en la polis que habitan, sea esta nacional, regional o
global.
La crisis -al
parecer terminal- que vive la mayoría de los proyectos socialistas en su cuna
originaria, Europa, puede ser también vista como un resultado de la crisis de
las grandes narraciones históricas. Pero también a la inversa. El socialismo en
todas sus variantes fue una ideología futurista, portador de una promesa
igualitaria y, en las visiones más alucinadas: de una sociedad perfecta.
Las desgracias
materiales en que convirtieron a sus naciones los regímenes comunistas cuando
se hicieron del poder sería un argumento más que suficiente para aceptar la
definitiva devaluación histórica de los vendedores de futuro. Para muchos, una
tragedia. La meta de “la sociedad superior” había sido para los socialistas lo
que el paraíso es para las religiones.
Desde que cayó el
muro de Berlín, los socialistas revolucionarios (o comunistas) casi no existen
o se han convertido en algo que está mucho más cerca del ideario del fascismo
que del socialismo, sobre todo en el ex Tercer Mundo (Assad, Castro, Maduro,
Mugabe, Ortega, entre otros).
Los socialistas
democráticos, principalmente los europeos, lograron sobrevivir a la debacle
originada por la caída de los regímenes comunistas. Pero hoy, con cierto
retraso, les está llegando el turno. Casi en ningún país europeo logran
levantar cabeza. En las recientes elecciones de Austria y Holanda mostraron
estar en extinción. En Alemania, recientes encuestas los sitúan por debajo de Los Verdes y de AfD. En Francia sobrevive solo gracias a una extrema izquierda
demagógica encarnada en la persona de Mélenchon. En España se encuentran incluso debajo del
neo-stalinismo representado por Podemos.
Definitivamente
tuvo razón Alain Touraine. El socialismo fue una ideología de la sociedad
industrial. Pero esa sociedad industrial ya no existe y los socialistas, tanto
los revolucionarios como los democráticos, no han logrado adecuarse al nuevo
orden de cosas equivalente a la sociedad post-industrial (o digital).
No son pocos, sin
embargo, los que piensan que junto con la caída real e ideológica del
socialismo en sus dos versiones, la comunista y la socialista democrática,
entramos por la vía de un mundo sin esperanzas, al infierno del capitalismo sin
salida, a la noche de la resignación total. ¿No fue el socialismo la
alternativa al capitalismo? Frente a esos lamentos, vale la pena reflexionar
con cierta calma.
¿No ha pensado
nadie que la disyuntiva “comunismo o socialismo” nunca existió? ¿O que el
socialismo solo fue una ideología surgida de una creencia naturalista
decimonónica, una que desde la era de los filósofos positivistas suponía que
las sociedades son organismos vivos que se desarrollan desde estadios
inferiores hacia otros supuestamente superiores? ¿No se han dado cuenta todavía
de que el socialismo en la ex URSS, China y Cuba no fue más que la vía estatal
hacia el capitalismo más salvaje que es posible imaginar? Vale la pena
meditarlo. No sería la primera vez que una creencia falsa se ha mantenido,
incluso durante siglos sobre una base supuestamente científica.
Antes de Copérnico
las ciencias establecían que el sol giraba alrededor de la tierra. Antes de que
apareciera la química los científicos creían en la alquimia. Antes de Einstein
nadie pensaba en una realidad no-material. Después de Marx, hay quienes
suponemos que la llamada sociedad no está sujeta a evoluciones orgánicas, que
el futuro es incierto y –sobre todo- que ningún orden político y social puede
ser mejor que las personas que lo conforman.
Si queremos buscar
dicotomías, la que ha existido a lo largo de un gran plazo histórico ha sido
entre economías estatales y economías liberales; o también: entre economías con
mayor o con menor participación social. Pero la alternativa entre comunismo y
capitalismo no ha existido jamás, por lo menos no en el sentido planteado por
los llamados “clásicos”.
El socialismo no
fue más que un producto de la imaginación de algunos grandes maestros. Si lo
vemos así, el fin del socialismo que hoy estamos presenciando, no sería más que
el fin de una ilusión, o si se quiere, de una mega- narración surgida de un
paradigma científico no aplicable a la dinámica del mundo que habitamos.
Por supuesto;
tampoco es para celebrarlo. Los socialistas, sobre todo los democráticos, pese
a ser irreales, existieron. Y detrás de sí, como todo lo que desaparece, han
dejado un vacío. Desde ese vacío emergen en Europa los llamados populismos de
derecha; algunos de ellos, decididamente fascistas.
No es casualidad
que mientras más estrepitosa es la debacle de los partidos socialistas, más
violentas y numerosas son las embestidas de los radicales políticos. En cierto
modo ellos reclaman para sí partes del legado socialista, entre otras, el
paradigma de las mega-narraciones. La lucha de clases es dirigida -basta
escuchar a la Le Pen- en contra de las elites políticas y de los emigrantes más
pobres (sucesores teóricos del “lumpenproletariado” de los marxistas). La
progresía (clase política) ha sustituido a la burguesía y el enemigo principal
ya no es el imperialismo norteamericano sino la Unión Europea. Frente a ese
enemigo caben todas las alianzas: desde los EE UU de Trump hasta la Rusia de
Putin.
Pero el peligro de
los nuevos radicalismos -es la buena noticia- no será esta vez enfrentado por
los radicalismos de izquierda como ocurrió en el siglo pasado. Esa es la clave
que explica por qué el avance neo-fascista está siendo hoy contrarrestado, no
con otros movimientos y líderes portadores de promesas meta-históricas, sino
con amplias coaliciones democráticas. Esas coaliciones no ofrecen ningún futuro
luminoso, ninguna redención para la humanidad, ningún hombre nuevo, ninguna
mega-narración. Esas coaliciones solo quieren salvar lo poco de lo bueno que
tenemos. Por ejemplo, a esa democracia que, citando por enésima vez a Winston
Churchill, es “la peor de las formas de gobierno con excepción de todas las
demás”.
Gracias a esas
nuevas coaliciones a las cuales los socialistas democráticos (o sus restos)
comienzan a plegarse, la política europea ha recuperado lo que nunca debió
haber perdido: su sentido existencial; su permanente negación a quienes en
nombre de grandes ideales y principios supuestamente universales pretenden
destruir las libertades inscritas en esa joya de la historia que es la
declaración universal de los derechos humanos.
En ese punto tiene
razón Michael Ignatieff: los derechos humanos (y no las mega-narraciones) son
–o han llegado a ser- la ideología del occidente democrático.