Fernando Mires - DESPUÉS DE LAS MEGA-NARRACIONES




La mayoría de quienes trabajamos con esa cosa tan resbalosa llamada ciencia política estamos de acuerdo en un punto: las mega-narraciones históricas atraviesan por una profunda crisis. En tal sentido podríamos afirmar que la política ya no puede seguir orientada de acuerdo a cánones trascendentalistas, o por un “más allá” situado fuera de los espacios de la conflictividad real de actores que disputan sus intereses e ideales en la polis que habitan, sea esta nacional, regional o global.
La crisis -al parecer terminal- que vive la mayoría de los proyectos socialistas en su cuna originaria, Europa, puede ser también vista como un resultado de la crisis de las grandes narraciones históricas. Pero también a la inversa. El socialismo en todas sus variantes fue una ideología futurista, portador de una promesa igualitaria y, en las visiones más alucinadas: de una sociedad perfecta.
Las desgracias materiales en que convirtieron a sus naciones los regímenes comunistas cuando se hicieron del poder sería un argumento más que suficiente para aceptar la definitiva devaluación histórica de los vendedores de futuro. Para muchos, una tragedia. La meta de “la sociedad superior” había sido para los socialistas lo que el paraíso es para las religiones.
Desde que cayó el muro de Berlín, los socialistas revolucionarios (o comunistas) casi no existen o se han convertido en algo que está mucho más cerca del ideario del fascismo que del socialismo, sobre todo en el ex Tercer Mundo (Assad, Castro, Maduro, Mugabe, Ortega, entre otros). 
Los socialistas democráticos, principalmente los europeos, lograron sobrevivir a la debacle originada por la caída de los regímenes comunistas. Pero hoy, con cierto retraso, les está llegando el turno. Casi en ningún país europeo logran levantar cabeza. En las recientes elecciones de Austria y Holanda mostraron estar en extinción. En Alemania, recientes encuestas los sitúan por debajo de Los Verdes y de AfD. En Francia sobrevive solo gracias a una extrema izquierda demagógica encarnada en la persona de Mélenchon. En España se encuentran incluso debajo del neo-stalinismo representado por Podemos.
Definitivamente tuvo razón Alain Touraine. El socialismo fue una ideología de la sociedad industrial. Pero esa sociedad industrial ya no existe y los socialistas, tanto los revolucionarios como los democráticos, no han logrado adecuarse al nuevo orden de cosas equivalente a la sociedad post-industrial (o digital).
No son pocos, sin embargo, los que piensan que junto con la caída real e ideológica del socialismo en sus dos versiones, la comunista y la socialista democrática, entramos por la vía de un mundo sin esperanzas, al infierno del capitalismo sin salida, a la noche de la resignación total. ¿No fue el socialismo la alternativa al capitalismo? Frente a esos lamentos, vale la pena reflexionar con cierta calma.
¿No ha pensado nadie que la disyuntiva “comunismo o socialismo” nunca existió? ¿O que el socialismo solo fue una ideología surgida de una creencia naturalista decimonónica, una que desde la era de los filósofos positivistas suponía que las sociedades son organismos vivos que se desarrollan desde estadios inferiores hacia otros supuestamente superiores? ¿No se han dado cuenta todavía de que el socialismo en la ex URSS, China y Cuba no fue más que la vía estatal hacia el capitalismo más salvaje que es posible imaginar? Vale la pena meditarlo. No sería la primera vez que una creencia falsa se ha mantenido, incluso durante siglos sobre una base supuestamente científica.
Antes de Copérnico las ciencias establecían que el sol giraba alrededor de la tierra. Antes de que apareciera la química los científicos creían en la alquimia. Antes de Einstein nadie pensaba en una realidad no-material. Después de Marx, hay quienes suponemos que la llamada sociedad no está sujeta a evoluciones orgánicas, que el futuro es incierto y –sobre todo- que ningún orden político y social puede ser mejor que las personas que lo conforman.
Si queremos buscar dicotomías, la que ha existido a lo largo de un gran plazo histórico ha sido entre economías estatales y economías liberales; o también: entre economías con mayor o con menor participación social. Pero la alternativa entre comunismo y capitalismo no ha existido jamás, por lo menos no en el sentido planteado por los llamados “clásicos”.
El socialismo no fue más que un producto de la imaginación de algunos grandes maestros. Si lo vemos así, el fin del socialismo que hoy estamos presenciando, no sería más que el fin de una ilusión, o si se quiere, de una mega- narración surgida de un paradigma científico no aplicable a la dinámica del mundo que habitamos.
Por supuesto; tampoco es para celebrarlo. Los socialistas, sobre todo los democráticos, pese a ser irreales, existieron. Y detrás de sí, como todo lo que desaparece, han dejado un vacío. Desde ese vacío emergen en Europa los llamados populismos de derecha; algunos de ellos, decididamente fascistas.
No es casualidad que mientras más estrepitosa es la debacle de los partidos socialistas, más violentas y numerosas son las embestidas de los radicales políticos. En cierto modo ellos reclaman para sí partes del legado socialista, entre otras, el paradigma de las mega-narraciones. La lucha de clases es dirigida -basta escuchar a la Le Pen- en contra de las elites políticas y de los emigrantes más pobres (sucesores teóricos del “lumpenproletariado” de los marxistas). La progresía (clase política) ha sustituido a la burguesía y el enemigo principal ya no es el imperialismo norteamericano sino la Unión Europea. Frente a ese enemigo caben todas las alianzas: desde los EE UU de Trump hasta la Rusia de Putin.
Pero el peligro de los nuevos radicalismos -es la buena noticia- no será esta vez enfrentado por los radicalismos de izquierda como ocurrió en el siglo pasado. Esa es la clave que explica por qué el avance neo-fascista está siendo hoy contrarrestado, no con otros movimientos y líderes portadores de promesas meta-históricas, sino con amplias coaliciones democráticas. Esas coaliciones no ofrecen ningún futuro luminoso, ninguna redención para la humanidad, ningún hombre nuevo, ninguna mega-narración. Esas coaliciones solo quieren salvar lo poco de lo bueno que tenemos. Por ejemplo, a esa democracia que, citando por enésima vez a Winston Churchill, es “la peor de las formas de gobierno con excepción de todas las demás”.
Gracias a esas nuevas coaliciones a las cuales los socialistas democráticos (o sus restos) comienzan a plegarse, la política europea ha recuperado lo que nunca debió haber perdido: su sentido existencial; su permanente negación a quienes en nombre de grandes ideales y principios supuestamente universales pretenden destruir las libertades inscritas en esa joya de la historia que es la declaración universal de los derechos humanos.
En ese punto tiene razón Michael Ignatieff: los derechos humanos (y no las mega-narraciones) son –o han llegado a ser- la ideología del occidente democrático.