Fernando Mires – “AMOUR” (Emmanuelle Riva In Memoriam)

Emmanuelle Riva ha muerto. Publico nuevamente  este artículo como un homenaje  a su memoria.

Si alguien atraído por el incitante título del filme de Michael Haneke quiere pasar “un buen rato”, le sugiero que por nada del mundo entre al cine. Pero si a usted le preocupa el sentido de la vida, sus comienzos, sus trayectos y sus finales; y si, además, ha llegado a una determinada edad en la cual el futuro personal, comparado con la extensión de lo ya vivido casi no existe, es decir, a esa edad en la cual uno no espera demasiado, agradecido de las cosas tal como se dieron y se dan, entonces vea, vea “Amour”. 
“Amour”, amor, es una historia que narra momentos terminales de una vida compartida. La de una pareja de viejos, Anne y George (Emmanuelle Riva y Jean Louis Trintignant) quienes tienen detrás de sí un largo matrimonio y han llegado a esa “soledad de a dos” cuyos momentos gratos aparecen de modo sugestivo, aunque muy breves, sólo al comienzo del filme. Hasta que la muerte comienza a asomarse según su costumbre, de modo subrepticio y artero.
El día de ayer habían asistido ambos a un concierto de piano de quien fuera uno de los alumnos preferidos de Anne. De regreso George, incluso con cierto “charme,” halaga a su mujer con un cumplido: ¿“Te dije que te veías muy hermosa esta noche”?
Han dormido bien; el desayuno tiene lugar en ejercitada paz y rutina. Mas, de pronto, como si hubiera caído un rayo, las facultades perceptivas de Anne se ven interrumpidas. Luego, el temblor de sus manos. Signo de lo que será una larga y penosa agonía. Después, la operación fallida, la silla de ruedas, la incontención urinaria, el dolor, la humillación de Anne, su desesperación, y la solicitud amorosa de un esposo que la cuidará minuto a minuto con –no hay otra palabra- amor.
Amor, palabra que nunca es pronunciada durante la película porque simplemente el amor está ahí, presente, incomprendido incluso por la hija de ambos (Isabelle Huppert), mujer exitosa que vive el amor azaroso de los todavía jóvenes, lleno de expectativas que no se cumplen, con pasiones y engaños, fracasos y malos entendidos. Muy distinto al amor de Anne y George. Se trata de ese amor solidario al que Heidegger distingue con el certero concepto de “Sorge” el que traducido al español significa varias cosas: preocupación, procuración, solicitud, respeto (entre otras).
Es el amor que aparece cuando en el borde de la vida sólo el amor puede salvarnos. El que no espera nada de sí, nada del otro, el que no quiere ni puede recibir ninguna recompensa y, sin embargo, debe ser alimentado porque es la única chispa que alumbra en medio de las cenizas. Es, en breve, el amor a la vida del prójimo que se nos va y no podemos hacer nada para detenerla. Ese amor sólo puede surgir frente a la presencia implacable de la muerte: Es el amor del A-Dios.
El sentido trágico de la vida de ambos octogenarios es descrito en su cotidianidad por Haneke. Ahí, en medio de la agonía, Anne, como si fuera el último hilo del fuego de una vela que se apaga, sonríe a veces. Como por ejemplo cuando mira el álbum de fotos y dice, ante el asombro de George: “La vida es bella”. O cuando recibe la visita de su famoso alumno a quien ella pide interpretar en el piano una de las “bagatelas” de Schubert cuya música melancólica sobredetermina el filme.
Quien en esos momentos musicales no siente asomar una lágrima es porque no tiene lágrimas. Es uno de los puntos más altos de “Amour”. Hay otros.
El punto a mi juicio más conmovedor tiene lugar en el lecho de Anne, cuando ella, habiendo perdido el habla, se esfuerza en pronunciar algunas palabras. George entonces, desesperado, canta una de las primeras canciones que aprenden los niños en Francia: “Sobre el puente de Avignon”. Anne lo sigue a duras penas hasta que de pronto, en esos ojos acuosos asoma, muy reconocible, la doliente belleza que una vez cautivara a Alain Resnai en la joven Emmanuelle Riva de “Hiroshima mon amour”.

“Todos los días cantamos” –confiesa George a su hija. Cantaban las que fueron primeras y últimas palabras de Anne. Pero después que hasta esas palabras se fueron, sólo quedó en la garganta de Anne un desgarrador grito de auxilio: una petición inconsciente de y por la muerte. Se cumple así ese dictamen en el cual coincidieron Lacan y Wittgenstein: “Ahí donde ya no está la palabra, sólo habita la muerte”.
Más de un crítico torpe ha entendido la película de Michael Haneke como una apología de la eutanasia. Nada más falso. Porque cuando George acudió en auxilio de Anne, no mató a una vida. Así lo deja entender el único instante simbólico del film, aquel que ocurre cuando una pertinaz paloma entró a través de la ventana al departamento de los ancianos. George, quizás para compensar la muerte de Anne, intentó asesinar a la paloma. No pudo hacerlo. ¿Amaba más a la paloma que a Anne? En ningún caso. Pero la paloma era la vida. Anne, antes aún de morir, era, en cambio, la muerte. George mató a la muerte.
Emmanuelle Riva y Jean Louis Trintignant desempeñaron en, quizás el último film de ambos, la mejor actuación de sus vidas. No todos los artistas logran ese apoteósico final. El secreto reside en el hecho de que tal vez no actuaron. Simplemente representaron lo que son o llegaron a ser. Así alcanzaron, gracias a la sensibilidad y pericia de Haneke, ese momento que persiguen todos los artistas cuando lo son de verdad: la unidad total entre la representación del ser con el propio ser.