Emmanuelle Riva ha muerto. Publico nuevamente este artículo como un homenaje a su memoria.
Si alguien atraído por el incitante título del filme de Michael Haneke quiere pasar “un buen rato”, le sugiero que por nada del mundo entre al cine. Pero si a usted le preocupa el sentido de la vida, sus comienzos, sus trayectos y sus finales; y si, además, ha llegado a una determinada edad en la cual el futuro personal, comparado con la extensión de lo ya vivido casi no existe, es decir, a esa edad en la cual uno no espera demasiado, agradecido de las cosas tal como se dieron y se dan, entonces vea, vea “Amour”.
“Todos los días cantamos” –confiesa George a su hija. Cantaban las que fueron primeras y últimas palabras de Anne. Pero después que hasta esas palabras se fueron, sólo quedó en la garganta de Anne un desgarrador grito de auxilio: una petición inconsciente de y por la muerte. Se cumple así ese dictamen en el cual coincidieron Lacan y Wittgenstein: “Ahí donde ya no está la palabra, sólo habita la muerte”.
Si alguien atraído por el incitante título del filme de Michael Haneke quiere pasar “un buen rato”, le sugiero que por nada del mundo entre al cine. Pero si a usted le preocupa el sentido de la vida, sus comienzos, sus trayectos y sus finales; y si, además, ha llegado a una determinada edad en la cual el futuro personal, comparado con la extensión de lo ya vivido casi no existe, es decir, a esa edad en la cual uno no espera demasiado, agradecido de las cosas tal como se dieron y se dan, entonces vea, vea “Amour”.
“Amour”, amor, es una historia que narra momentos
terminales de una vida compartida. La de una pareja de viejos, Anne y George
(Emmanuelle Riva y Jean Louis Trintignant) quienes tienen detrás de sí un largo
matrimonio y han llegado a esa “soledad de a dos” cuyos momentos gratos
aparecen de modo sugestivo, aunque muy breves, sólo al comienzo del filme. Hasta
que la muerte comienza a asomarse según su costumbre, de modo subrepticio y
artero.
El día de ayer habían asistido ambos a un concierto de
piano de quien fuera uno de los alumnos preferidos de Anne. De regreso George,
incluso con cierto “charme,” halaga a su mujer con un cumplido: ¿“Te dije que
te veías muy hermosa esta noche”?
Han dormido bien; el desayuno tiene lugar en ejercitada
paz y rutina. Mas, de pronto, como si hubiera caído un rayo, las facultades
perceptivas de Anne se ven interrumpidas. Luego, el temblor de sus manos. Signo
de lo que será una larga y penosa agonía. Después, la operación fallida, la
silla de ruedas, la incontención urinaria, el dolor, la humillación de Anne, su
desesperación, y la solicitud amorosa de un esposo que la cuidará minuto a
minuto con –no hay otra palabra- amor.
Amor, palabra que nunca es pronunciada durante la
película porque simplemente el amor está ahí, presente, incomprendido incluso
por la hija de ambos (Isabelle Huppert), mujer exitosa que vive el amor azaroso
de los todavía jóvenes, lleno de expectativas que no se cumplen, con pasiones y
engaños, fracasos y malos entendidos. Muy distinto al amor de Anne y George. Se
trata de ese amor solidario al que Heidegger distingue con el certero concepto
de “Sorge” el que traducido al español significa varias cosas: preocupación,
procuración, solicitud, respeto (entre otras).
Es el amor que aparece cuando en el borde de la
vida sólo el amor puede salvarnos. El que no espera nada de sí, nada del otro,
el que no quiere ni puede recibir ninguna recompensa y, sin embargo, debe ser
alimentado porque es la única chispa que alumbra en medio de las cenizas. Es,
en breve, el amor a la vida del prójimo que se nos va y no podemos hacer nada
para detenerla. Ese amor sólo puede surgir frente a la presencia implacable de
la muerte: Es el amor del A-Dios.
El sentido trágico de la vida de ambos octogenarios es
descrito en su cotidianidad por Haneke. Ahí, en medio de la agonía, Anne, como
si fuera el último hilo del fuego de una vela que se apaga, sonríe a veces.
Como por ejemplo cuando mira el álbum de fotos y dice, ante el asombro de
George: “La vida es bella”. O cuando recibe la visita de su famoso alumno a
quien ella pide interpretar en el piano una de las “bagatelas” de Schubert cuya música melancólica sobredetermina el filme.
Quien en esos momentos musicales no siente asomar una
lágrima es porque no tiene lágrimas. Es uno de los puntos más altos de
“Amour”. Hay otros.
El punto a mi juicio más conmovedor tiene lugar en el
lecho de Anne, cuando ella, habiendo perdido el habla, se esfuerza en
pronunciar algunas palabras. George entonces, desesperado, canta una de las
primeras canciones que aprenden los niños en Francia: “Sobre el puente de
Avignon”. Anne lo sigue a duras penas hasta que de pronto, en esos ojos
acuosos asoma, muy reconocible, la doliente belleza que una vez cautivara a
Alain Resnai en la joven Emmanuelle Riva de “Hiroshima mon amour”.
“Todos los días cantamos” –confiesa George a su hija. Cantaban las que fueron primeras y últimas palabras de Anne. Pero después que hasta esas palabras se fueron, sólo quedó en la garganta de Anne un desgarrador grito de auxilio: una petición inconsciente de y por la muerte. Se cumple así ese dictamen en el cual coincidieron Lacan y Wittgenstein: “Ahí donde ya no está la palabra, sólo habita la muerte”.
Más de un crítico torpe ha entendido la película de
Michael Haneke como una apología de la eutanasia. Nada más falso. Porque cuando
George acudió en auxilio de Anne, no mató a una vida. Así lo deja entender el
único instante simbólico del film, aquel que ocurre cuando una pertinaz paloma
entró a través de la ventana al departamento de los ancianos. George, quizás
para compensar la muerte de Anne, intentó asesinar a la paloma. No pudo
hacerlo. ¿Amaba más a la paloma que a Anne? En ningún caso. Pero la paloma era
la vida. Anne, antes aún de morir, era, en cambio, la muerte. George mató a la
muerte.
Emmanuelle Riva y Jean Louis Trintignant desempeñaron en,
quizás el último film de ambos, la mejor actuación de sus vidas. No todos los
artistas logran ese apoteósico final. El secreto reside en el hecho de que tal
vez no actuaron. Simplemente representaron lo que son o llegaron a ser. Así
alcanzaron, gracias a la sensibilidad y pericia de Haneke, ese momento que
persiguen todos los artistas cuando lo son de verdad: la unidad total entre la representación
del ser con el propio ser.