He de confesar:
tengo ciertos problemas con los conceptos extremadamente generalizadores. Sobre
todo con los que buscan identificar lo líquido con lo sólido, lo efímero con lo
eterno, lo grandioso con lo mínimo.
Lo sé: estamos
condenados a trabajar con conceptos. Conozco su utilidad académica. Pero
también sé que en momentos determinados hay que saber renunciar a ellos. Todos
los conceptos son provisorios. Fue esa la razón por la cual en una ocasión me
pronuncie en contra del sobredimensionado uso dado al concepto populismo.
Prácticamente sirve para todo. Se puede ser de izquierda o derecha;
reaccionario o revolucionario; fascista o socialista, y ser populista. ¿No es
cómo demasiado?
Si quitáramos la
palabra populista para designar a un movimiento o partido o cualquiera cosa
subsumida bajo ese nombre, comprobaríamos que la palabra populista -como
tantas otras- en vez de revelar, oculta. En el caso de los llamados movimientos
populistas de la ultra derecha europea ese ocultamiento resulta evidente.
¿Qué es lo que
tienen en común esos movimientos? Si
hacemos una revisión comprobaremos algo innegable. Todos provienen de miedos y
cultivan fobias. De modo que si los llamamos populistas, no hacemos más que
ocultar su principal identidad: el carácter fóbico que los une.
Entonces
llamémoslos como son: partidos fóbicos.
Entendemos el
concepto de fobia en su más freudiana expresión. Las fobias son miedos
trasladados a determinados objetos que sustituyen el objeto del miedo
originario. Por ejemplo: el miedo al padre de la infancia puede ser trasladado
en la fase adulta al miedo (fobia) al tipo de corbatas que usaba el padre.
El miedo hacia lo
desconocido –el más común de los miedos- suele manifestarse en los niños como miedo a la oscuridad. En los
adultos tiende a expresarse como miedo a la muerte pues no hay nada más
desconocido que ese “después de la muerte”. Lo desconocido es, por lo mismo, lo
que nos es extraño (lo Unheimlich, según Freud). Y lo que nos es extraño
puede ser representado por lo extranjero.
Así se explicaría
en parte por qué el miedo (odio, aversión, rechazo, fobia) hacia los
extranjeros es –ha sido mil veces comprobado- mucho más fuerte en lugares en
donde casi no hay extranjeros (aldeas, pueblos).
Freud lo explicaría
así: precisamente donde no hay extranjeros, el extranjero es un extraño y como
lo que viene después de la muerte nos es extraño, dejamos caer el peso de ese
miedo sobre cualquier objeto que nos sea extraño, en este caso, el extranjero.
El extranjero puede
actuar en consecuencias como símbolo corporal de lo desconocido, es decir, como
representante de miedos ocultos. Más todavía si los partidos anti-extranjeros
emplean imágenes mortales cada vez que se refieren al fenómeno migratorio como
por ejemplo alud, invasión, inundación y otros.
En las grandes
ciudades europeas, en cambio, los extranjeros no son extraños. Forman parte del paisaje cotidiano y por la misma
razón el miedo (odio, aversión, fobia) hacia ellos es menor que en las zonas
rurales.
Son las mismas
razones por las cuales los partidos xenófobos se manifiestan, además, de un
modo homófobo. Siguiendo el ejemplo del patriarca de la homofobia
internacional, Vladimir Putin –sus razzias en contra de los homosexuales son
conocidas- los partidos racistas también se declaran en abierta rebelión en
contra de la homosexualidad, masculina o femenina. “Xenofobia y homofobia,
unidas, jamás serán vencidas” podría ser perfectamente el grito común de
batalla.
La homofobia, así
como su gemela, la xenofobia, también tiene orígenes en miedos recónditos,
aunque su naturaleza es algo distinta. La homosexualidad produce,
evidentemente, inseguridad en sectores sociales y culturales que han hecho de
la virilidad y de la feminidad un mito. Más todavía si se toma en cuenta que la
naturaleza humana es bi-sexual.
En cierto modo los
heterosexuales hemos llegado a ser como somos mediante un trabajo de
sistemática negación de una innata bisexualidad. El ideal social, religioso y
cultural predominante ha apuntado en cambio a establecer una coincidencia
exacta entre genitalidad y sexualidad. Sin embargo, en diferentes ocasiones,
ese duro trabajo no ha logrado su objetivo. Suele suceder que un resto de
bisexualidad no llega a ser plenamente domesticado, hecho que produce en muchos
un sentimiento de culpa que puede incluso manifestarse en alteraciones
mentales.
En cierto modo cada
ser humano se encuentra en permanente lucha en contra de su sexualidad
(contradicción básica ente el Yo y el Ello, según Freud). La fobia (aversión,
rechazo, miedo) a los homosexuales es también un rechazo a ese ser extraño que
habita en cada uno: “lo otro” dentro de nosotros. Objetivado, ese extraño puede
ser un extranjero, pero también ese rol puede ser cumplido por una lesbiana o
por un homosexual.
Odio a la
ambivalencia llamó el sociólogo Sygmunt Bauman al proyecto de los
totalitarismos modernos destinado a lograr la plena uniformidad de la sociedad
y la cultura. Odio a la ambivalencia producido por seres ambivalentes que jamás
han logrado un equilibrio interno entre su ser y su deber ser. Y representantes
de esas ambivalencias han llegado a ser
los extranjeros y los homosexuales.
El extranjero
contrarresta el ideal de la uniformidad. El extranjero es portador de idiomas,
gustos, gestos y religiones desconocidas. El homosexual, a su vez, produce
inseguridades entre los “normales”. Ambas “desviaciones” atentan en contra de
los modelos predominantes de convivencia. Por eso, frente a las amenazas
(internas y externas) los individuos recurren a la protección de instancias
psíquicas represivas: un Sobre-Yo o un Sobre- Nosotros autoritario representado
en ideologías, partidos y líderes.
La vida del hombre
moderno ha sido la lucha por crear un orden monovalente destinado a fracasar. El ideal de familia
perfecta con la mami, el papi, un auto, niños bien educados, auto, perro y
gato, continúa siendo un ideal, pero no más que eso. Siempre algo escapa;
siempre hay algo que no resulta.
Y bien,
precisamente sobre la base del fracaso de los ideales sociales, culturales y
familiares, laboran los partidos fóbicos prometiendo a sus electores un mundo
sin extraños, un mundo donde todo sea igual a sí mismo, uno donde todos seamos
del mismo color, de la misma religión y con un solo sexo, clara y genitalmente
definido.
Xenofobia y
homofobia son, además, las dos razones que han llevado a una tercera fobia. Se
trata de la más política de las fobias de nuestro tiempo: el odio a la Europa
liberal y cosmopolita heredada desde los tiempos de la Ilustración. Y, por
supuesto, a sus valores.
No deja de ser
sintomático que los partidos fóbicos se declaren a sí mismos i-liberales. Defensores de una imaginaria tradición y
de un supuesto orden nacional ven en la Europa moderna y liberal el origen de
lo que ellos llaman la Europa decadente. Por eso intentan caracterizar a los
defensores de esa Europa como cobardes, timoratos y –la última moda-
“buenistas”.
Como los fascistas
del siglo XX, los partidos fóbicos del siglo XXl protestan en contra de una
Europa a la que acusan ser la cuna de
la desintegración moral de sus naciones. La eurofobia, como se ve, no está muy
alejada de la xeno y de la homofobia. Es, en cierto modo, su superstructura
político-ideológica.
Ahora bien, sobre
la base de la trinidad fóbica mencionada está naciendo -hay que decirlo con
todas sus letras- un nuevo fascismo.
Sin embargo, la
trilogía fóbica no es solo una característica del neo-fascismo europeo. Los
sectores más radicales del Islam también rinden culto a la misma trinidad. Así se
explica por qué los terroristas islámicos han terminado por convertirse en
aliados objetivos de los partidos fóbicos europeos. En gran medida se
retroalimentan. Dicen odiarse entre sí, pero se trata de un odio mimético, muy
similar al que compartían en el siglo XX comunistas y fascistas, representantes
ambos de ideales totalitarios.
Quizás cuando Putin
y Erdogan celebraron su histórico encuentro, no fue ese un evento puramente
político. Entre los dos autócratas existe una innegable empatía cultural. Que uno
hable en nombre de la Iglesia ortodoxa rusa y el otro en nombre del Islam, es
un asunto puramente formal. Lo cierto, lo objetivo, es que ambos gobernantes
son xenófobos, homófobos y eurófobos. De ahí se explica que el entendimiento
entre ambos haya sido espontáneo y perfecto.
Estás páginas,
aunque redactadas con cierta prisa, intentan llevar a dos conclusiones. La
primera dice que las luchas políticas suelen ser también culturales, hecho no
siempre advertido por los actores y mucho menos por los analistas políticos. La
segunda dice que, si queremos entender de verdad a los diversos movimientos
sociales y políticos de nuestro tiempo, tenemos que pedir prestadas algunas
herramientas a las disciplinas psicológicas.
Sin conocer el alma
(ánima, lo que anima) de los nuevos
actores políticos, nunca podremos entender su comportamiento. Es mi
convencimiento. Frente a esa evidencia algunos docentes y ex docentes hemos
insistido en que en los institutos de politología y sociología sean impartidos
cursos obligatorios de sicología analítica. Pero hasta ahora nadie nos ha hecho
caso.