Dos lugares emblemáticos registra la literatura especializada sobre el populismo como cuna de este fenómeno. Ellos son la Rusia y los Estados Unidos de la segunda mitad del siglo XIX. En el primero de los casos, el movimiento “narodnik” derivado de la palabra rusa “narod” que significa pueblo, surgió como respuesta a la avanzada del capitalismo en el país de los zares. En efecto, el programa de reformas impulsado por el Estado en 1861 con el propósito de superar las relaciones precapitalistas del medio rural y dar paso a su modernización, destapó en la intelectualidad rusa la idea de un tipo de desarrollo basado en la “obschina” campesina. La “obschina” era el equivalente ruso de las comunas, y los intelectuales (entre ellos el gran Tolstoy) abogaban por la implementación de un modelo socioeconómico basado en esa forma productiva. “Ir hacia el pueblo” era el lema que impulsaba a ese movimiento; de allí su nominación populista.
Mientras esto transcurría en ese lado de Europa, en Estados Unidos el sur algodonero sufría un sacudón ante la caída de los precios internacionales de los bienes agrícolas y la política antiinflacionaria promovida por el gobierno, con serias repercusiones en las condiciones de vida agraria. Este evento desembocaría en la constitución de la Farmer’s Alliance (1877), organización que proclamaba la nacionalización de las empresas ferrocarrileras, así como la defensa del modo de vida tradicional. Creían los agricultores norteños que sus males se debían al monopolio extranjero sobre las líneas férreas y a las elites financieras del país; los monarcas del dinero de Wall Street. Alimentaban la fantasía de que, derrotados estos poderes, se restauraría una sociedad justa y próspera; una suerte de arcadia por fin libre de los tormentos económicos. La asociación de granjeros será el germen de lo que más tarde se convirtió en el People’s Party, el partido del pueblo. Luego de la derrota sufrida en las elecciones en 1896, esta agrupación se disolvió. Sus restos fueron absorbidos por el Partido Demócrata en un contexto de crecimiento industrial y expansión del mercado interno, cuyos réditos mitigaron la situación de los productores rurales.
Como puede desprenderse, a pesar de sus diferencias, ambas experiencias populistas, muestran una seria resistencia a digerir los cambios; constituyen un alegato nostálgico a favor de las formas sociales antiguas de convivencia. Calzan en la idea que unifica a casi todas las variantes del populismo: “un intento por escapar a la carga que impone la historia”, según ha indicado Donald McRae, estudioso del fenómeno.
De acuerdo a Clyde Wilson, el “instinto populista” ha estado presente siempre en el pueblo estadounidense. El New Deal, sostiene, logró buena parte de su respaldo gracias a su empuje populista. En realidad, sin embargo, lo que ha existido a lo largo del tiempo, es más bien demagogia electoral a la que este autor califica como “pseudopopulismo”. Desde Herbert Hoover, quien ofreció en su campaña a la presidencia “un pollo en cada olla, y un auto en cada garaje”, hasta George Bush, la promesa ligera ha estado en la mesa americana sin llegar a ser servida. Pero, la entrada en declive del estado de bienestar, agudizada en las últimas décadas, ha estimulado aún más el discurso político en clave populista. El rechazo a la globalización y sus consecuencias (altos flujos migratorios, relocalización de grandes unidades productivas, aceleración de los cambios tecnológicos, entre otras), es común ahora en líderes que apelan al pueblo ofreciéndole la resurrección de una “Era dorada” ahogada en las arrasadoras aguas de la mundialización.
Es en este contexto que el fenómeno Donald Trump puede entenderse mejor. En su campaña electoral, el candidato republicano arremetió contra los esquemas de integración comercial donde participa Estados Unidos amenazando con revisarlos o cancelarlos. También advirtió de un posible retiro del país de La Organización Mundial del Comercio. Con ello intentó atraer el voto de los ciudadanos estadounidenses quienes están seguros de que la globalización favorece la producción y el empleo en otras naciones arrebatándoles con ello el “sueño americano”. Uno de sus primeros actos de gobierno, ha señalado más recientemente, será el retiro de su país del Acuerdo Transpacífico, “un desastre potencial para Estados Unidos”. “América primero” “el americanismo, no el globalismo será nuestro credo” “Soy un apasionado de la idea de que nuestro país sea grande de nuevo” son frases que el magnate remachó día tras día de su jornada proselitista en busca de la presidencia. Este discurso proteccionista puede ser un buen ejemplo de una de otra de las tesis de Wilson: “el populismo no es una agenda sino un impulso renuente de autodefensa”.
Pero la postura proteccionista del recién electo presidente, se afinca en un reconcentrado nacionalismo que tiene como concomitancia una repugnante xenofobia. Aquí también se manifiesta el desprecio por la complejidad. Si algo distingue el recorrido de los Estados Unidos como nación, es precisamente la cohabitación y el entremezclado de diferentes culturas en su seno, gracias a las distintas corrientes migratorias responsables de su fraguado histórico. El mismo Trump, cuyo abuelo era alemán, es hijo de esos flujos. También lo son sus dos últimas esposas, madres de sus vástagos. La frase “Soy apasionado de la aspiración de que nuestro país sea grande de nuevo” exige, al parecer de Trump, despojarse de todo aquello que impide este sueño: integración de mercados, modelos de cooperación internacional, inmigración. Un Estados Unidos aislacionista, sin embargo, no parece viable en estos tiempos de interconexiones exacerbadas. Está por verse, no obstante, su desempeño en la Casa Blanca a partir de enero. Solo así podremos constatar si el nuevo presidente es apenas un ejemplar más del pseudopopulismo o si, por el contrario, será capaz de ganarle la partida a la historia y a la institucionalidad de la primera potencia del mundo en el intento por cumplir la oferta idílica populista de recuperar un tiempo ido a partir de su autoritaria voluntad.