El dilema de
Aristóteles continúa vigente. ¿Cómo mantener una democracia si esta es la voz
de las mayorías y las mayorías al tener muchos intereses e ideales contrapuestos
nunca se van a poner de acuerdo entre sí? ¿No está cada democracia destinada a
fracasar, a producir demagogos que prometen el oro y el moro para luego
convertirse en autócratas o dictadores?
Si revisamos el
mapamundi podríamos concordar con Aristóteles. No vamos a hablar de África ni
de Asia. Ni siquiera de América Latina. Europa Occidental, hasta hace poco
baluarte de la democracia liberal, está viendo nacer dentro de sí a autocracias
plebiscitarias apoyadas en movimientos xenófobos. Incluso en los EE UU asoma el
peligro del discurso de Trump, abiertamente misógino y xenófobo. La democracia
universal parece estar efectivamente en peligro.
Pero ¿no es ese
vivir en peligro la condición natural de la democracia, “la peor forma de
gobierno con excepción de todas las demás”, dicho con la muy conocida frase de
Churchill?
No por conocida
menos aguda, la frase de Churchill es la respuesta más adecuada a Aristóteles.
Pues esa frase encierra, entre líneas, dos verdades. Primero: dice que todas
las otras formas de gobierno, al prescindir de la participación popular, no son
representativas. Segundo: Churchill no dijo “la mejor” sino “la menos peor”.
“La menos peor”
quiere decir la menos peor realizada por seres humanos que al ser humanos son
inciertos, falibles y erráticos. Nada creado por los humanos, menos en la
política, puede alcanzar el ideal de la perfección absoluta. Frente a ese ideal
todos nuestros ideales son sub-ideales.
Desde la caverna
donde habitamos podemos ver rayos luminosos. Pero a la luz plena no
accederemos nunca, a menos que seamos dioses. Esa habría sido la respuesta de
Platón a Aristóteles. Y parece que en ese punto Platón (y Churchill) tenía
razón. La democracia es la peor de las formas de gobierno hasta ahora conocidas
con excepción de todas las demás. No tenemos otra mejor.
Y bien, esas
imperfectas democracias de nuestro tiempo se encuentran amenazadas,
particularmente en la periferia europea
(Rusia y Turquía) en el Este de Europa (Polonia y Hungría), en el Reino
Unido del Brexit, probablemente en la Francia de la Le Pen y en la Alemania de
la AfD hasta llegar a los EE UU de Donald Trump.
La mayoría de
quienes se refieren a esos peligros nos hablan en distintos tonos de la amenaza
populista.
Populismo se ha
convertido en un “concepto regulativo” (Kant) destinado a designar a procesos,
movimientos y partidos que tienen características similares: a saber, el
extremo nacionalismo, la xenofobia, la homofobia, y muchas otras. Se trata de
nuevos actores políticos que interpelan a sectores sociales atemorizados frente
a la ola migratoria proveniente del Oriente Medio como consecuencia de las
guerras desatadas por el ISIS y los bombardeos realizados por el eje
Siria-Rusia.
Sin embargo, no son
pocos los que también hacen extensivo el calificativo de populista a
movimientos y partidos que avanzan desde la izquierda no tradicional como son
Podemos en España y Siriza en Grecia. Por lo mismo, determinados autores nos
hablan de populismos de izquierda y populismos de derecha. Otros podrán hablarnos,
además, de populismos religiosos y de populismos laicos. Al llegar a estos
puntos comienzan los grandes problemas.
El concepto
populismo, al aludir a fenómenos tan diferentes, es decir, a todos los
partidos, movimientos y líderes que de una u otra manera apelan al pueblo desde
dicotomías no tradicionales (izquierda/ derecha, conservadores/ liberales,
demócratas/ republicanos) hacen imposible que dicho concepto cumpla una mínima función regulativa.
Hoy, todo lo que no
se ajuste al ideal de la sociedad perfecta (Aristóteles) o al de la sociedad
abierta (Popper) o al de la sociedad intercomunicativa (Habermas) se convierte,
casi por arte de magia, en populismo. A fin de cuentas la palabra populismo
puede ser usada para designar lo que cada autor considere conveniente desde el
punto de vista de su ideología o desde su ideal social. El populismo, podría
decirse, ha llegado a ser todo lo que no nos gusta en la política. Hay en
efecto tantas definiciones de populismo como autores que han escrito sobre populismo.
La palabra populismo ha llegado a ser una dama para todo servicio.
Para unos,
populismo se define por la apelación al pueblo. Pero ¿puede concebirse la
política sin apelar al pueblo? Para otros, por la relación masa –líder
carismático. Pero ¿puede haber un movimiento sin líder y sin carisma? Si así
fuera, Hitler y Mandela serían lo mismo, ambos eran líderes y poseían carisma.
No faltan los que afirman que el populismo es un fenómeno surgido al margen y/o
en contra de las instituciones tradicionales (Panizza). En ese caso Walesa
sería populista porque Solidarnosc surgió al margen de la institucionalidad y
Trump no sería populista porque su candidatura surgió desde el partido
republicano, partido fundacional de la nación. Hay quienes han escrito que Trump
es igual a Chávez, otros que es igual a Pablo Iglesias (al final Trump termina
siendo igual a todo lo que nos disgusta).
Por supuesto, no
han faltado quienes calificaron a Obama de populista, así como el Wall
Street Journal calificó
a Hilary de populista. Pero otros afirman que el populismo se define por su
exceso de autoritarismo y bajo nivel de tolerancia. A partir de ese criterio,
Kim Jing- Um, los Castro, Pinochet, y hasta Calígula serían populistas.
No faltan quienes
ven en el populismo un levantamiento en contra de la democracia. Si es así, el
populismo de los populismos, el de Perón, no sería populista pues se levantó
contra cualquiera cosa menos en contra de una democracia. Esa fue la razón por
la cual Ernesto Laclau vio en el peronismo ciertas posibilidades democráticas
las que después, de rebote, hizo extensivas al kirchnerismo e incluso al
chavismo. Posteriormente concibió al populismo solo como una lógica de la acción
política. Una lógica que no se define por sí misma sino por un adjetivo (así, habría
populismos fascistas, populismos religiosos, populismos nacionalistas, todo lo
que usted quiera). Al populismo antidemocrático hay que oponer entonces un
populismo democrático afirmó en consonancia con Laclau, Chantal Mouffe, en un
artículo muy reciente aparecido en El País (El Momento Populista).
El problema es que
al agregar a cada populismo un atributo o adjetivo, convertimos al populismo en
un sustantivo, vale decir, en una sustancia, en una “cosa”. Efectivamente:
leyendo a algunos autores de esa legión de analistas dedicados a analizar al
fenómeno populista, se tiene la impresión de que el populismo no es un atributo
sino una cosa en sí. Sin embargo, desde el punto de vista político la cosificación
gramatical del populismo resulta una operación muy problemática.
Pongamos un
ejemplo. Los movimientos antidemocráticos europeos tienen todos un punto en
común: son racistas. Pero si convertimos al racismo en un mero atributo del
populismo, lo principal se convierte en secundario y lo secundario en
principal. El peligro principal que representa el renacimiento del racismo
pasaría a convertirse en algo de menor importancia frente a la llegada del
populismo. Y así desactivamos de paso la peligrosidad inminente del racismo.
Por si fuera poco,
al subsumir realidades muy diferentes bajo un denominador común, dejamos de
lado las particularidades específicas, es decir, precisamente a la historicidad
de cada situación. Si por ejemplo Trump es populista y Pablo Iglesias es
populista, deber haber una relación de identidad entre Trump e Iglesias. Por
supuesto, la hay. Pero la hay como la hay entre una hormiga y un elefante:
ambos tienen cabeza y ojos, ambos se mueven, ambos caminan en hileras y ambos
mueren. Ergo: una hormiga es igual a un elefante.
Pero entre la
hormiga Iglesias y el elefante Trump hay, convengamos, ciertas diferencias. El
problema es que subsumidas bajo el concepto de populismo estas se vuelven
irrelevantes. En la oscuridad de la noche populista todos los gatos son negros.
Los elefantes y las hormigas también.
Sé que no va a ser
tan fácil despedir al concepto de populismo de las escenas académicas y
políticas. Hay académicos que han construido toda su carrera alrededor de ese
concepto. Y en el espacio político siempre va a servir de comodín. En las
futuras luchas electorales que se avecinan en Alemania, por ejemplo, las
fuerzas democráticas alineadas en torno a Ángela Merkel, a fin de no caldear el
ambiente, no se referirán a sus enemigos principales como lo que son: racistas.
Resulta más fácil llamarlos populistas. La palabra, al fin, saca de apuros.
Sirve para cualquier cosa.
Como paradoja, o
quizás debido a la fuerza del destino, la palabra populismo –para decirlo con
los mismos términos de Ernesto Laclau- se ha convertido en un significante
vacío, un significante que al aludir a tantas cosas diferentes, ha perdido su
significación, su verosimilitud analítica y su fuerza teórica.
Al pan hay que
llamarlo pan y al vino hay que llamarlo vino.