Los procesos son
cadenas de acontecimientos. Existen cuando el historiador determina que entre
uno y otro hay una relación, sea esta de causalidad, de similitud o de
parentesco. El periodo termina y comienza allí donde no es posible establecer
ninguna relación. En los tres casos, el sujeto es el historiador. Y es claro:
después de la invención de la escritura han desaparecido las diferencias entre
la historiografía y la historia.
Las historias, por
lo menos en los tiempos modernos son y serán historias escritas. El historiador
somete a juicio público sus escritos los que serán discutidos por otros
historiadores. Para poner un ejemplo: se afirma que el capitalismo surgió en el
siglo Xlll (Ferdinand Braudel) o en el siglo XlV (Werner Sombart) o que todavía
no ha surgido, como a veces imagino. Esa discusión continúa en nuestros días, y
parece no tener fin.
En esas cosas
pensaba mientras escuchaba decir a los comentaristas políticos que el triunfo
electoral obtenido por Donald Trump, al haber tenido un gran impacto y dejado a
media humanidad en estado de schock, es un acontecimiento histórico de enormes
dimensiones. Todo indica que así es y será. Pero la pregunta que de inmediato
sobreviene es: ¿ese es un hecho histórico aislado o es parte de un proceso en un
determinado periodo?
Que ese
acontecimiento tiene relaciones de identidad con otros ocurridos recientemente,
parece no haber duda. Establecer vínculos entre el Brexit, el triunfo de Trump
y el lento pero seguro ascenso al poder de Marine Le Pen, no es un despropósito.
Aún más: desde el punto de vista historiográfico, es perfectamente lógico
En los tres
acontecimientos nombrados encontramos rápidas conexiones: expresan descontentos
en contra de las llamadas elites políticas, cuentan con amplio apoyo entre los
sectores medios de las respectivas naciones y elevan la xenofobia, en algunos
casos la homofobia, a un nivel no alcanzado desde la era de los fascismos
europeos.
Parece que estamos
entonces frente a un nuevo proceso histórico. ¿Estamos también frente a un
nuevo periodo? Si seguimos la línea historiográfica trazada por Claude Lefort (L’invention
démocratique) para quien la Independencia de los EE UU abrió los cauces
para una revolución democrática que no
ha llegado a su fin (o que no tiene fin), acontecimientos como los señalados
parecen inaugurar un nuevo periodo. Los historiadores competirán cuando llegue el
momento de ponerle nombre. Unos dirán, periodo neo-fascista; otros, periodo de
la contrarrevolución antidemocrática. Los menos ingeniosos lo llamarán periodo
populista, y así sucesivamente.
Como sea, lo cierto
es que vivimos un tiempo en el cual se ciernen serias amenazas en contra del
orden democrático. En cierto modo estamos asistiendo a un periodo marcado por
una revuelta en contra de algunos principios básicos que dieron origen a la
democracia liberal, vale decir, a la democracia tal como es o llegó a
ser.
Las democracias
modernas afrontan un nuevo desafío: el aparecimiento de gobiernos no
democráticos que se sirven de las técnicas políticas heredadas de las luchas
democráticas, en particular del sistema de elecciones libres y secretas pero
puesto en función de objetivos no democráticos.
El fenómeno por
cierto no es nuevo. El nazismo también se convirtió en poder apelando a normas y formas democráticas. Pero ese fue
solo un acontecimiento. En cambio hoy estamos frente a un proceso de
des-democratización, es decir, frente a una simultaneidad de hechos
equivalentes.
Como suele suceder,
el fenómeno comenzó en las periferias del occidente político. Tanto Putin en
Rusia como Maduro en Venezuela o Erdogan en Turquía pertenecen a esa periferia.
Luego comenzó a hacerse presente en el
Este de Europa, sobre todo en los gobiernos ultramontanos de Orban en
Hungría y Caczynski en Polonia. Ahora, y quizás este es el hecho más peligroso,
ya ha alcanzado al corazón de la democracia occidental: la Inglaterra de la
Carta Magna, los EE UU de la declaración de los Derechos Humanos y la Francia
del Código Napoleónico. Justamente los tres pilares sobre los cuales se
sostiene el occidente político.
Sin embargo, el
objetivo de las nuevas agresiones a la democracia, a diferencia de las
ofensivas fascistas y comunistas, no parece ser liquidar totalmente a las
democracias. Las fachadas, en cualquier caso, deberán ser conservadas. Pero
detrás de la fachada electoral serán introducidos diferentes elementos no
democráticos
Decir que una
democracia no solo debe ser de origen sino, además, de ejercicio, es una verdad
plenamente constatada. El concepto democracia, aún conservando su basamento
griego (elección popular) ha adquirido en el curso de su historia, otros
componentes.
Democracia define hoy en día a una forma de gobierno que si bien
es el producto de elecciones libres, agrega a su composición, la independencia
de los tres poderes del Estado, las libertades de movimiento, de pensamiento y
de palabra escrita u oral y, sobre todo, la adhesión a la Declaración de los Derechos Humanos, originada en la revolución norteamericana de 1776 y refrendada en la revolución francesa de
1789. Este último punto es quizás el más decisivo. Para decirlo con Michael
Ignatieff (Human Rights) los derechos humanos son, o han llegado a ser,
la ideología del occidente político.
Por supuesto, nadie
en sus cabales podría afirmar que el Brexit, la trumpmanía o el eventual
gobierno del Frente Nacional, van a liquidar la norma constitucional como
sucedió durante el fascismo europeo o como sucede hoy en Rusia, Turquía y
Venezuela. Pero tampoco es posible negar que en el Reino Unido, los EE UU y
Francia, hay intentos para introducir elementos ajenos al que había llegado a
ser el standard democrático occidental. Particularmente en materias que tienen
que ver con el respeto a la dignidad humana, la solidaridad social y sobre
todo, si no con la letra, al menos con el espíritu de la declaración de los
derechos humanos.
No se trata,
reiteramos, de un renacimiento del fascismo del siglo XX. Se trata de un proceso
que busca reducir derechos democráticos en aras de una democracia limitada,
restringida e incluso, atravesada por líneas no democráticas.
Decir que Trump es
un fascista puede servir para un desahogo emocional. Y aunque si de verdad lo
fuera, comparar a los EE UU del siglo XXl con la Alemania nazi, es una estupidez.
Trump, nos guste o no, es el legítimo presidente de los EE UU.
¿Qué Trump no es
muy democrático? Es evidente. Pero las instituciones y las constitución de su
país han probado ser mucho más inteligentes que sus gobernantes. Si la
democracia norteamericana ha resistido a tantos malos presidentes no hay razón
para que no pueda con Trump.
Podría incluso
pensarse que desde un punto de vista macro-histórico los antidemócratas cumplen
objetivamente un papel: alertar a los demócratas de que no pueden darse por vencedores,
de que la democracia no es un regalo del cielo, de que es todavía una luz débil
a la que hay que cuidar para que no se apague.
Ha llegado el fin
de la era de la complacencia. Ha llegado la hora de defender las conquistas
democráticas de nuestro tiempo. Sobre ese tema escribiré un próximo artículo.