Este artículo es un mini-estudio de
geometría política
1.
Comenzaré con una deducción con la cual
he finalizado otros artículos. Esa deducción dice: el centro en la política no
está en el medio. Con esto sugiero que la política, así como tiene su propia
moral, no deducible de la moral religiosa o de la moral privada, también tiene
su propia geometría.
Insistiré: ocupar el centro de la
política no significa buscar una posición equidistante entre dos extremos, sino
ocupar el espacio de la centralidad. Ese es también el espacio de la hegemonía,
tanto con respecto al adversario como con otras fuerzas no adversas pero que
representan opciones diferentes. La conclusión que de allí se desliza puede ser
decisiva.
Ocupar el espacio de la centralidad
política no lleva a eludir los antagonismos. Por el contrario, lleva a situarse
en las zonas más conflictivas de lo político. Pues en la geometría política la
zona de conflictos no se encuentra en los polos sino en los centros.
Entre el Polo Norte y el Polo Sur –para
ejemplificarlo de modo (geo) gráfico- no hay conflicto. Solo hay –valga la
redundancia- polaridad. Los conflictos atmosféricos tienden a darse en zonas
intermedias (centrales) cuando los aires fríos chocan con los calientes y desde
ahí surgen esos fenómenos tan poco simpáticos que todos conocemos: tormentas,
tornados, huracanes.
En la política los fenómenos que la
irrumpen no son demasiado diferentes. También allí los conflictos no se dan en
las zonas polares (o extremas) sino en las zonas centrales.
Las zonas centrales, valga la
reiteración, al ser lugares de antagonismo (choque de fuerzas enemigas o
adversas) conforman la espacialidad particular de lo político. Pero esa
centralidad, a diferencias con la geometría no-política, no ocupa un sitio
pre-determinado. Son los propios antagonismos políticos los agentes que
originan su centralidad, es decir, sus lugares de confrontación (y diálogo).
La conclusión es la siguiente: La
polaridad en política no solo no es sinónimo de antagonismo. Sucede exactamente
lo contrario. Mientras más polarizado un conflicto, menor será su proyección
antagónica pues el antagonismo se da solo cuando existe la posibilidad de un
choque entre dos fuerzas, pero no cuando ellas se encuentran alejadas unas de
otras.
Polaridad, en efecto, supone
distanciamiento. Antagonismo, en cambio, supone acercamiento y por lo mismo,
confrontación.
No saber diferenciar entre polaridad y
antagonismo puede llevar a cometer errores irreparables pues el lugar de la
política es el del antagonismo, no el de la polaridad. Explicaremos esta
afirmación a través de la descripción de una geometría política ya muy
conocida. Me refiero a la del cuadrilátero español.
2.
En el cuadrilátero español hay fuerzas
polares y fuerzas antagónicas. El PP como Podemos son dos extremos polares. Por
lo mismo no son fuerzas antagónicas. No pueden serlo porque ninguno puede
derrotar al otro de modo directo. Los desilusionados del PP jamás votarán
Podemos. A la inversa, los desilusionados de Podemos jamás votarán PP. Tanto
los unos como los otros pueden votar PSOE o Ciudadanos. Estos dos últimos, a la
vez, no siendo extremos polares son antagónicos con respecto al PP y Podemos
pues tanto el uno como el otro pueden quitarles electores. Los de PP y Podemos,
por decirlo así, ni se tocan ni se rozan. Están tan distantes como solo puede
estar el Polo Norte con respecto al Polo Sur.
Pablo Iglesias ha entendido el lugar
que Podemos ocupa en la nueva geometría política. Las chances para transformar
a Podemos en un verdadero actor político (o antagonizante) solo pueden darse
avanzando hacia el centro, aunque sea al precio de provocar divisiones entre
sus propios contingentes. Por lo mismo, su objetivo electoral apunta a derrotar
al PSOE, luego sustituirlo y después ocupar el lugar hegemónico que hasta hace
poco ocupaba el PSOE en la lucha antagónica en contra del PP.
No de otro modo pueden entenderse los
recientes esfuerzos de Iglesias por dar un matiz socialdemócrata a Podemos. A
la inversa, los otros tres partidos buscan mantener a Podemos en el lugar donde
éste se originó: en el de la polarización no antagónica creada por los
“indignados” de la Puerta del Sol de Madrid.
La víctima de la despolarización de
Podemos será inevitablemente el PSOE.
En otras palabras: lo que intenta la
dirección de Podemos es la restitución del clásico conflicto izquierda-derecha,
vale decir, la sustitución del bi-partidismo por un bi-frontalismo. Para
conseguir ese objetivo debe arrebatar al PSOE la hegemonía sobre la izquierda
para luego empujar a Ciudadanos hacia el PP. Lo primero, según las encuestas ya
lo está logrando. Lo segundo será más difícil.
Debe tenerse en cuenta, sin embargo,
que las construcciones hegemónicas obedecen a
desplazamientos imposibles de ser encasillados en categorías rígidas
como intentan hacerlo en España Mariano Rajoy y Pablo Iglesias.
3.
En un país de habla hispana, pero muy
lejos de España, me refiero a Perú, hemos presenciado recientemente como en dos
elecciones consecutivas los antagonismos pueden ser desplazados del clásico
esquema izquierda/ derecha que marcó la primera vuelta electoral hacia un
antagonismo típicamente peruano, a saber: fujimorismo versus anti-
fujimorismo.
El segundo antagonismo, como es sabido,
marcó la geometría de la segunda vuelta electoral y llevó al gobierno, por un
muy estrecho margen de votos, a Pedro Pablo Kuczynski.
Ahora, mirado el antagonismo de las
opciones que representaban Keiko Fujimori y Kuczynski desde la perspectiva
izquierda/ derecha, podría decirse que Perú se vio arrojado a elegir entre la
peste o el cólera (derecha contra derecha). Sin embargo, fue la misma
representante de la izquierda, Verónika Mendoza, quien al tomar la decisión de
apoyar a Kuczynski, determinó tanto el carácter de la confrontación como el
triunfo de Kuczynski.
Mendoza podría, y tal vez estuvo a
punto, de haber elegido una vía clásica de la izquierda: la de llamar a la
abstención, denunciar a ambos candidatos como “agentes de la burguesía y del
imperio” y ocupar el lugar anti-político de la polarización.
Sin embargo Mendoza tuvo la lucidez
necesaria para reconocer la diferencia entre un enemigo polar (Fujimori) y un
adversario antagónico (Kuczynski) . Optó por lo último. Con ello logró anotarse
tres puntos que pueden ser decisivos para su futura carrera política.
Primero, Verónika Mendoza impidió el
regreso del fujimorismo. Segundo, condicionó indirectamente la política que
seguirá Kuczynski (en política no se da nada gratis). Tercero, logró sacar a la
izquierda peruana del ostracismo polar donde permanecía encerrada.
Por cierto, el propósito de Verónika
Mendoza, así como el de su colega español Pablo Iglesias, es restaurar en el
Perú la clásica geometría izquierda/ derecha. Pero para lograrlo se ha visto
obligada a reconocer antagonismos que tienen lugar muy lejos de la esfera
ideológica de la izquierda que ella misma representa.
En breve, Verónika Mendoza entendió que
en la pureza de las contradicciones polares no hay lugar para la práctica
política. Entendió, además, que el lugar geométrico de la política es el del
antagonismo y no el de la polarización. Y no por último, entendió que para
participar en las tormentas generadas por los antagonismos reales es necesario
“ensuciarse” con diálogos y alianzas
los que, aunque no gusten, siempre serán existencialmente necesarios.
En Perú, el antagonismo, y con ello la
conservación de la vida política, se impuso por sobre la polaridad
4.
Podríamos afirmar que la
despolarización al llevar al antagonismo es condición ineludible para la
práctica política. Dicho a la inversa, la política comienza a desaparecer
cuando los antagonismos ceden lugar a la polarización.
Uno de los ejemplos más recurrentes que
muestran hasta que punto la polarización lleva a la destrucción de la plataforma
política de una nación lo proporciona
la Alemania pre-nazi.
En el hecho Hitler no solo polarizó a
la geometría política alemana. En gran medida él fue el resultado de esa
polarización. En un polo, el socialismo-nacional representado por los nazis. En
el otro, el socialismo internacional representado por los comunistas. En el
medio -pero (ojo) no en el centro- la socialdemocracia, más restos dispersos
del antiguo liberalismo y del conservatismo monárquico.
Los comunistas tuvieron en sus manos
las llaves de la salvación de Alemania. Si hubiesen pactado un frente común con
los socialdemócratas habrían construido un centro político inexpugnable al
avance del nazismo. Pero la abstrusa política “izquierdista” de Stalin lo
impidió.
Hitler ascendió al poder gracias a la
división de las izquierdas. Sobre ese punto ya casi no hay discusión. La
deducción que se desprende de esa desgracia histórica es simple. Allí donde la
política se transforma en pura polarización, termina la política. Eso significa
que ninguna nación, aún la más democrática, esta libre del peligro de la
polarización. Lo vimos recientemente en el caso de una de las democracias más
robustas del mundo, la norteamericana. Por muy pocos votos, los EE UU lograron
salvarse del impulso polarizador que intentó imponer Donald Trump.
“Clinton- Trump, la elección más
polarizada”, tituló El País cuyos redactores como los de casi todos los diarios
del mundo desconocen la diferencia entre polaridad y antagonismo. El título
correcto debería haber sido “la elección más antagónica”. Hubiera sido la más
polarizada si los delegados demócratas hubiesen elegido como candidato al
socialista Bernie Sanders. Afortunadamente, aunque por un margen muy estrecho,
fue elegida Hillary Clinton. Con ello, tal vez sin darse cuenta, esos delegados
demócratas salvaron al país de haber caído en las fosas profundas de la
polarización.
Entre Sanders y Trump no había ninguna
posibilidad de debate. Una confrontación entre ambos candidatos polares habría
sido entre dos monólogos desprendidos el uno del otro. Peor todavía: si hubiera
triunfado Sanders entre los demócratas, el triunfo de Trump ya estaría cien por
ciento asegurado.
Por cierto, nadie puede decir que
Hillary Clinton tiene el triunfo dentro de su cartera. Todo lo contrario, será
muy difícil alcanzarlo frente a un candidato capaz de decir e incluso cometer
cualquiera barbaridad si se trata de conseguir un par de votos.
La elección presidencial norteamericana
será más existencial que nunca. Lo que está en juego es nada menos que la
continuidad democrática de la nación. Será también una lucha entre la política
antagónica representada por Clinton y la antipolítica polarizada representada
por Trump.
Hillary tiene en sus manos la
posibilidad de salvar la continuidad democrática.
Pese a su indiscutible sensibilidad
social, Sanders era la persona menos apropiada para enfrentar a Trump. Bajo las
condiciones polarizadas que habría impuesto su candidatura, no solo los
republicanos más democráticos sino, además, los demócratas más conservadores,
habrían corrido a buscar refugio bajo el liderazgo de Trump en contra del
“socialismo” de Sanders. No ocurrirá así con Clinton.
Precisamente la posición no polarizada
asumida por Hillary, le asegurará no solo los votos de los más radicales
electores demócratas. Además, el de varios republicanos que ven en Trump un
peligro para la estabilidad política de la nación y por ende, de su propio
partido. Si así sucede, la geometría del antagonismo, que es a la vez la
geometría de la democracia, logrará imponerse frente a la geometría polarizada
que representa la anti-política de Donald Trump. Frente a esa terrible
posibilidad, todos los demócratas del mundo seremos “hyllaristas”
5.
Muy cerca de los EE UU, en la Venezuela
post-chavista de Nicolás Maduro, tiene lugar otra confrontación entre dos
geometrías políticas, la de la polarización y la del antagonismo.
La diferencia con los EE UU es formal,
pero importante. Bajo las condiciones brutales de dominación impuestas por el
triunvirato Cabello-Maduro-Rodríguez, la lucha por la recuperación de la
política antagónica representada por la oposición democrática estructurada en
la MUD y sus partidos, asume el dilema tradicional de la historia de América
Latina: O democracia republicana o dictadura militar. Esta última posibilidad
está representada por el mencionado triunvirato. No obstante, esa posibilidad
carece de centralidad política.
El gobierno de Chávez, a diferencia de
el de Maduro, mantenía una doble
centralidad. Por una parte, la centralidad de su discurso y por otra la que se
deducía de una legitimidad apoyada en una amplia mayoría parlamentaria. Esa
doble centralidad la perdió el régimen de Maduro. El suyo es un gobierno
no-hegemónico y, además, minoritario.
Al intentar anular a la Asamblea
Nacional después de la derrota del 6-D, Maduro ha dado el paso que separa a un
gobierno autoritario, como era el de Chávez, de una simple jefatura militar. El
populismo chavista ha llegado así a su término. En su lugar, bajo el nombre de
Maduro, emerge un gobierno pretoriano, apoyado en las armas y no en masas
políticamente organizadas. Más allá de cualquiera ideología ese gobierno ya
está situado en la infame tradición del militarismo latinoamericano.
En contraposición, la oposición ayer
minoritaria, ha llegado a convertirse en una formidable mayoría. Pero anulada
la expresión política de esa mayoría, el parlamento, a esa oposición no le
quedó otra alternativa que exigir la salida constitucional de Maduro. Esa es la
razón por la cual, el revocatorio y con ello los partidos y líderes que con
mayor fuerza y decisión lo han impulsado, ocupan hoy la plena centralidad de la
política venezolana.
El revocatorio, después de que en el
seno de la oposición fueran discutidas diversas alternativas -cada una más
excéntrica que la otra- ha llegado a ocupar el centro de la política. Para
decirlo con Tulio Hernández: “La figura del revocatorio se ha convertido en un
icono mundial de la defensa de la democracia en Venezuela”.
El revocatorio, triunfe o no, es la
alternativa antagónica, unitaria, mayoritaria, constitucional y popular, en
contra del régimen de dominación que impera en Venezuela.
Nadie puede predecir en estos momentos
–dadas los grotescos fraudes que impone el mercenario CNE al invalidar firmas a
destajo- cuales serán los cursos que tomarán las aguas del futuro. Nadie puede
decir tampoco si la revocación de Maduro llevará a la disgregación del régimen
o esta última obligará a Maduro -convertido en víctima de su propia violencia- a abandonar el poder. La política es
imprevisible y para entenderla debe ser vivida día a día.
No obstante, la experiencia histórica
indica que cuando los regímenes de fuerza prescinden de la acción política, es
decir, cuando impulsan la polarización en lugar de afrontar los antagonismos
que ellos mismos han generado, están condenados a desaparecer.
Hay hechos que, por lo demás, son
inobjetables. El primero es que en torno al revocatorio el pueblo democrático
de Venezuela ha reencontrado la unidad perdida. El segundo es que la mayoría
absoluta del país apoya al revocatorio como salida constitucional. El tercero
es que el revocatorio se encuentra situado en el centro de la acción política.
La salida, se quiera o no, será por el
centro. El revocatorio es el centro. Si no es mediante el revocatorio, deberá ser en defensa del revocatorio.