La historia no se repite.
Eso no significa que no se den relaciones de similitud entre diferentes
procesos. Pero una cosa son las semejanzas y otras las analogías.
Entendemos por analogías procedimientos mediante los cuales son traspasadas experiencias válidas para un
momento y un lugar determinado a momentos y espacios diferentes. De este modo, siguiendo el dictámen de una razón puramente analógica, Obama representaría un retorno a la política del Buen Vecino
iniciada por F. D. Roosevelt en 1933. Que eso no es así, intentaré demostrarlo
en el presente artículo.
Para entender mejor el
lugar que ocupan Roosevelt y Obama en la historia política de las relaciones
entre los EE UU y América Latina, es importante atender a su periodización.
Desde esa perspectiva es posible diferenciar los siguientes periodos:
1) Periodo de la Doctrina
Monroe (desde 1823) caracterizado por el proteccionismo y expansión militar de
los EE UU. En el curso de esa política los EEUU llevaron a cabo continuas
invasiones a países sudamericanos (Cuba, México, Haití, Panamá, República
Dominicana, Nicaragua).
2) Periodo de la política
de “la buena vecindad”, surgida cuando Roosevelt creyó llegada la hora de
iniciar una distensión interregional, proclamada en la Vll Conferencia
Panamericana de Montevideo de 1933.
3) Periodo de la política
de Guerra Fría de acuerdo al cual los EE UU a partir de 1947 (gobierno de
Truman) intentan impedir que la URSS continúe su expansión como ya había
ocurrido en Europa del Este.
Detengámonos un momento a
destacar algunos rasgos específicos de este último periodo. Ellos son
fundamentales para entender las diferencias entre los momentos de Roosevelt y
Obama.
Como es de conocimiento
general, durante el periodo de la Guerra Fría, la URSS se sirvió en el Sudeste
asiático y en América Latina de partidos comunistas, grupos de inspiración
soviética y contingentes armados a fin de implementar su política de expansión
ideológica y territorial. Incluso en algunas ocasiones esos partidos y grupos
lograron constituirse en representantes de legítimas reivindicaciones
sociales.
Fue en los primeros
momentos de la Guerra Fría cuando Stalin -después de haber considerado al
gobierno de Roosevelt no solo como a un aliado de guerra sino como a un aliado
estratégico de post-guerra- inventó la tesis del imperialismo norteamericano,
radical revisión a Lenin quien nunca sostuvo que el imperialismo pudiera ser
expresión de un estado nacional sino, tal como el mismo lo definió, una “fase
superior del capitalismo” a nivel mundial.
Lo cierto es que la tesis
estalinista del imperialismo norteamericano echó raíces en América Latina hasta
el punto de que todavía sigue situada en el centro del discurso de la izquierda
latinoamericana.
Fidel Castro hizo suya la
tesis estalinista la que, por lo demás, parecía obtener corroboración en las
llamadas “dictaduras de seguridad nacional” apoyadas por los EE UU –sobre todo
después de la revolución cubana- cuyo cometido era bloquear a las alternativas
pro-comunistas aunque fuera al precio de liquidar diversas demandas populares
articuladas en torno a ellas.
Habiendo finalizado la
Guerra Fría con el hecho real y simbólico del derribamiento del Muro de Berlín
(1989), los EE UU no manifestarían ningún interés inmediato para recomponer sus
relaciones con América Latina. Esa ausencia de interés no fue, empero, descuido
u omisión. En cierta medida fue una prueba de como las políticas mantenidas por
los EE UU con respecto a América Latina están condicionadas a conflictos
derivados de un nivel extra- continental. En cierto modo esas políticas han sido simples
reflejos de la política mundial proyectados sobre la escena latinoamericana.
Tomemos como
ejemplo el periodo inicial, el de la Doctrina Monroe. Dicha doctrina sería imposible de entender si omitimos las amenazas que provenían de la antigua
Europa colonialista.
Si no hubiera sido por la doctrina Monroe, tanto Inglaterra como Francia
habrían puesto pie en diversas regiones latinoamericanas aprovechando el vacío
dejado por el ocaso del imperio español. Ello no niega, por supuesto, el
hecho incuestionable de que los EE UU bajo pretexto de superar la fase
colonialista mantuvo en diversas zonas de América Latina una neta política
imperial.
Pongamos ahora un ejemplo
inverso y reciente: el gobierno de Hugo Chávez en
Venezuela. Ese gobierno jamás habría podido ser tolerado por los EE UU durante
la Guerra Fría. Por mucho menos -bajo la consigna kissengeriana, "hay que
evitar otra Cuba"- los EE UU participaron en el derrocamiento del gobierno
de la Unidad Popular en Chile.
En el periodo que
surge después del fin del comunismo mundial, el gobierno de Chávez contrajo
incluso relaciones con gobiernos potencialmente enemigos de los EE UU (Irak,
Libia, Siria, Irán, Rusia) con el propósito evidente de reactualizar una
guerra fría a nivel continental. Fue en vano. Los EE UU habían ganado la
auténtica, la verdadera Guerra Fría, y sus propósitos de reedición regional no
parecían preocupar demasiado a sus gobernantes. Y bien, esa actitud, la de
mantener una política inter-americana de acuerdo a sus intereses mundiales,
puede hacerse extensiva a toda la historia configurada por las relaciones entre
los EE UU y América Latina.
Siguiendo esa
lógica, la política de la
Buena Vecindad levantada por Roosevelt también hay que entenderla en el marco
de una política de distensión originada por el fin de la primera guerra
mundial, la superación de la gran recesión originada en 1929, el reconocimiento
europeo de la superioridad militar norteamericana y la consecuente emergencia
de los EE UU como potencia planetaria.
Si atendemos a las coordenadas históricas ya expuestas, la diferencia entre el periodo Roosevelt con respecto al de Obama es notable. Durante el primero, los EE UU se erigen como fuerza dominante y hegemónica a la vez. Durante el segundo, los EE UU, si bien conservan un rol hegemónico en la escena mundial, deben compartirlo con asociaciones trasnacionales, con fuertes potencias económicas como China y Japón, y con amenazantes poderes regionales, militares y económicos, como son Rusia, Irán e incluso Turquía
Si atendemos a las coordenadas históricas ya expuestas, la diferencia entre el periodo Roosevelt con respecto al de Obama es notable. Durante el primero, los EE UU se erigen como fuerza dominante y hegemónica a la vez. Durante el segundo, los EE UU, si bien conservan un rol hegemónico en la escena mundial, deben compartirlo con asociaciones trasnacionales, con fuertes potencias económicas como China y Japón, y con amenazantes poderes regionales, militares y económicos, como son Rusia, Irán e incluso Turquía
La política que ha dibujado
Obama hacia América Latina está lejos entonces de ser la réplica de un simple retorno a la
buena vecindad de Roosevelt.
Vale la pena, además,
anotar otra diferencia muy importante. Mientras Roosevelt perseguía una
dominación pacífica, no exenta de pretensiones imperiales, Obama apunta más bien
hacia una normalización en las relaciones internacionales.
¿Qué es normalización de acuerdo a Obama? Esa es la pregunta clave. Y no es difícil responderla si se leen con atención los discursos de Marzo de 2016 pronunciados por el presidente en La Habana y Buenos Aires.
Normalización, a diferencias
de buena vecindad, significa que los EE UU se comprometen a establecer
relaciones con diversos gobiernos latinoamericanos de acuerdo a criterios
esencialmente políticos, reconociendo a dichos gobiernos sus espacios
autonómicos, coincidan o no con la posición global que ostenta el gobierno
norteamericano, siempre y cuando no atenten contra la seguridad externa e
interna de los EE UU.
De este modo, mientras la
actitud de Rossevelt reclamaba buena vecindad bajo la condición de una lealtad
incondicional hacia los EE UU, la de Obama propone la unidad dentro de un marco de diferencias.
Obama no reclama lealtad
absoluta. Lo único que exige es respeto mútuo de acuerdo a las normas básicas
que rigen en las relaciones entre Estados independientes y soberanos. Esa
es la razón por la cual la actitud de Obama debe ser considerada no como una
política de buena vecindad sino como una de vecindad política.
Cierto es que Obama ha
iniciado su política de normalización casi al final de su mandato. Pero en
ningún caso este hecho debe ser interpretado como un acto puramente simbólico o
como un intento para adornar la historia de su gobierno, como han destacado
algunos superficiales columnistas.
La normalización, en
verdad, no la comenzó Obama cuando él quiso, sino cuando él pudo. Si la hubiera propuesto antes se habría encontrado con la
más feroz oposición de gobiernos que han hecho del anti-norteamericanismo una
profesión de fe. La oportunidad ha comenzado a darse recién en el momento en
que estos gobiernos experimentan una profunda crisis de legitimidad refrendada
en grandes derrotas electorales (Argentina, Bolivia y Venezuela). A esas derrotas se
suma la bancarrota del gobierno de Rousseff, compañero de ruta del “socialismo
del siglo XXl”.
Obama ha comenzado así a
escribir un nuevo capítulo en la política internacional de los EE UU. Esa política supone relacionarse, aunque solo sea a
nivel comercial, con gobiernos antagónicos (Cuba, Nicaragua, Venezuela,
Bolivia) con los cuales será necesario mantener las diferencias hasta que ellas
se disuelvan en el tiempo. Significa, además, intensificar contactos con
gobiernos “amigos” y aliados estratégicos como el de la Argentina de Macri,
entre otros. En ese último punto, Obama -retomando una línea de Carter- no ha ocultado su interés por apoyar con mayor decisión a los gobiernos
que se rigen por normas democráticas, es decir, a aquellos que mantienen
estructuras compatibles con las que rigen la gobernabilidad norteamericana.
El guión escrito por Obama
es claro: EE UU intentará
desactivar la ideología antiimperialista que, aún después de la Guerra Fría,
yace anidada en círculos intelectuales y políticos. En el marco de ese intento
debe ser entendido el acercamiento diplomático a la Cuba de los Castro.
El problema es que para
gobiernos como el de Morales, Maduro u Ortega, el antiimperialismo, aunque
nunca practicado, ha sido parte de sus identidades ideológicas. En cierto
sentido lo que más convendría a esos gobiernos sería un presidente
norteamericano poseedor de una retórica agresivamente imperial (como fue el de
Bush Jr. por ejemplo). En cambio, una política como la levantada por Obama los descoloca
tanto en la acción como en el lenguaje. Para seguir siendo antimperialistas
dichos gobiernos necesitan de un imperio o, por lo menos, de algo que se le
parezca. Pero si el imperio no se comporta como un imperio, esos gobiernos
estarán destinados a hundirse en una profunda crisis de identidad. En cierto
modo, ya se están hundiendo.
En consecuencias, si así lo decide el
demonio, Donald Trump podría llegar a ser un aliado objetivo del
“socialismo del siglo XXl”. Quizás eso es lo que más desean los gobiernos y
partidos de la izquierda radical del continente. A veces los hilos de la historia se
cruzan entre sí.
1. 04. 2016
1. 04. 2016