Fernando Mires - LA SAMARITANA Y EL NAZARENO



-         Dame de beber
La mujer estaba sacando agua del pozo. El hombre cansado, sediento, yacía sentado junto al pozo y esperaba que alguien llegara y le alcanzara un poco de agua desde algún jarrón. Tuvo mala suerte. La primera persona que apareció fue una samaritana y a los judíos no les estaba permitido hablar con los samaritanos. A un rabino tampoco le estaba permitido pedir algo a una mujer.
-         ¿Cómo tú siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer (y) samaritana?
El hombre respondió: -             Si conocieras el don de Dios, y quien es el que te dice: Dame de beber; él te daría agua viva.
En una sola frase el hombre soltó varias cosas sin decirlas de modo explícito. Le dijo, Dios hecho hombre tiene sed de agua en su cuerpo. Le dijo también: yo soy un hombre y en mi cuerpo está Dios y mi cuerpo tiene sed porque es un cuerpo. Pero también le dijo que el agua que pide no solo es el agua del pozo, o lo que es lo mismo, que el agua del pozo es la representación de otra agua: el agua de la vida. Demasiado para una sola frase. La mujer evidentemente no entendió. Por eso respondió con cierto tono de burla
-          Señor, no tienes con qué sacarla y el pozo es hondo ¿Dónde tienes el agua viva? ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebieron él, sus hijos y sus ganados?
Fue entonces cuando el Dios en el hombre habló, pero lo hizo como siempre: con las palabras del hombre:
-             Cualquiera que bebiera de esta agua volverá a tener sed; más el que bebiera del agua que yo te daré, no tendrá sed jamás. El agua que yo te daré será una fuente de agua que alcanzará a la vida eterna”.
La mujer esta vez entendió. Si doy de beber al sediento, me acerco al amor y el amor es de Dios, ha de haber pensado con mucho sentido práctico. A través del agua que doy a este hombre, recibiré en cambio otra agua: el agua de la vida. Esa agua, el agua de la vida, está en el principio de nuestra creación pero también después de todo final. Es el agua de la eternidad, el agua del ser.
-         Señor, dame de esa agua para que yo no tenga sed, y no venga aquí a sacarla.
-         Ven, llama a tu marido, y ven acá.
-         No tengo marido.
-         Bien has dicho, no tengo marido: porque cinco maridos has tenido, el que tienes ahora no es tu marido

Provoca placer literario leer las narraciones neo-testamentarias. Los diálogos no están prescritos y cuando Jesús habla no lo hace con la autoridad de un maestro o sacerdote. Simplemente usa el lenguaje común de cada mortal para referirse a las cosas más simples de la vida y desde ahí ir construyendo frases, dichas sin estridencias, sin  dramatismo, sin ningún pathos. Simplemente con-versando, es decir, haciendo versos.
La revelación de Jesús surge casi siempre de un diálogo por lo general amistoso y en el caso de la plática con la samaritana, no exento de cierto erotismo. Lo que no debe extrañar. Jesús ha de haber sido un hombre muy bien parecido. Por si fuera poco, soltero. Sabía llegar al corazón de las mujeres. Por eso ellas le fueron siempre fieles y lo acompañaron hasta sus últimos momentos. Con mucho amor.
Los diálogos que iniciaba Jesús no siguen la ruta de ningún plan. Si están guiados por algo, es por el simple principio de la contingencia. Sus improvisadas palabras resultan de encuentros realizados al azar a lo largo de los caminos; con gente común y corriente: como tú y yo. Así ocurre también con cada uno de nosotros en los caminos de cada día, sea en el trabajo, en el supermercado, en el paradero del autobús. En cierto sentido, Jesús era un profeta muy atípico: casi un anti-profeta.
En la narración de Juan (4:1-42),  el más teológico de los apóstoles, las palabras de Jesús rompen toda prescripción establecida. Las suyas son frases espontáneas. No hay en ellas menciones a libros ni a grandes profecías. No son dichas en ningún templo, sino al aire libre.
Quizás eso es justamente lo que nos quiso mostrar el nazareno. La verdad no surge de un acontecimiento apoteósico. Está en la vida diaria, en las palabras que cruzamos con el prójimo cuando lo escuchamos de verdad. En cualquier momento y en cualquier lugar. Incluso alrededor de un miserable pozo de agua perdido en medio del desierto.
 A la verdad solo hay que saber encontrarla a través de la pronunciación de la palabra. Es el Logos con el que comienza a escribir Juan su Evangelio: “ Al principio era el Verbo (La Palabra, la Lógica) y el Verbo era con Dios y el Verbo era Dios”. Pero ese principio de Juan, no está según Jesús al principio. Portador de la noción de la vida eterna, sabe que la creación no tiene comienzo ni final. Está ocurriendo en cada fracción de segundo.

-         Señor, me parece que tú eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que Jerusalén es el lugar en donde se debe adorar
-         Mujer, créeme que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre en espíritu y en verdad. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos. Dios es Espíritu; y los que le adoran en espíritu y en verdad, es necesario que adoren.
-         Sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo; cuando el venga nos declarará todas las cosas
-         -Yo Soy El, el que habla contigo.

Debe ser uno de los diálogos neo- testamentarios con mayores implicaciones teológicas.
La mujer interpela a Jesús desde su saber, es decir, desde la religión que a ella le inculcaron. Según esa religión hay lugares para adorar a Dios (ponerse en comunicación con la eternidad). El monte, para los samaritanos; Jerusalén para los judíos. La respuesta de Jesús es: ni lo uno ni lo otro. Dios está en todas partes. Dios está en el conocimiento de Dios (el saber). No podemos adorarlo si no lo conocemos. Para amar a Dios hay que saber de Dios. Ese es el destino del humano: su saber: su  logos, la palabra que nos dio Dios para que nos dirigiéramos a El.
Son los mismos argumentos que Jesús ya había usado frente a los fariseos. Dios no está únicamente en el templo. Dios no está encerrado en un recinto de piedra. Su habitación es el corazón de cada ser. El templo de Dios es el ser cuando comunica con Dios. Yo soy Dios y estoy con Dios a través del espíritu pronunciado con mi palabra. Yo soy mi propio templo. El templo es el cuerpo. El Mesías no ha de venir: soy yo mismo cuando Dios se anuncia en mí a través del otro. Esa es la verdad y la verdad viene de los judíos porque yo soy judío. Y yo soy El, el que en estos momentos habla contigo.
Pareciera que en ese momento Jesús está repitiendo las palabras que dirigió Jehová a Moisés  “Yo soy el que soy”.
“La verdad viene de los judíos”. Jesús no dijo: la verdad “la tienen”, dijo simplemente, la verdad “viene” de los judíos. La verdad, está diciendo Jesús, la dio Dios a los judíos no para que la mantuvieran en secreto o encerrada dentro de los límites que separan a un pueblo de otro, sino para que la dieran a conocer a los demás. La verdad no puede ser propiedad de ningún pueblo. La verdad es del que la escucha y la asume como verdad. En cualquier lugar y en cualquier idioma.

Jesús había llegado al pozo peregrinando junto a sus amigos desde Judea del Sur donde había batido el record de bautizos que ostentaba Juan, el Bautista. Su objetivo era alcanzar Galilea. Los samaritanos, habitantes de la zona intermedia entre Judea y Galilea, habían adoptado la religión de los judíos, pero a la vez introducido en ella elementos propios a su cultura, sobre todo algunas creencias de origen asirio.
Para los judíos más ortodoxos, los samaritanos practicaban un judaísmo deformado y por lo mismo debían ser aislados. Pero Jesús, al dialogar con la samaritana, desobedeció a las prescripciones legales. Puso al amor por sobre la ley. No sería la primera vez.
La ciudad más próxima al pozo de agua, lugar donde tuvo lugar el diálogo era Sicar. Cuenta Juan que los muchachos que acompañaban a Jesús habían ido a comprar alimentos a Sicar, razón por la cual también se habían visto en la necesidad de tomar contacto con otros samaritanos. A instancias de la mujer, Jesús y sus seguidores fueron invitados por los samaritanos a Sicar. Los samaritanos, con esa invitación, también pasaron por alto la orden de no establecer relaciones con los judíos. Pusieron, si no al amor, a la amistad por sobre las leyes. En cierto modo ya eran cristianos sin saberlo.
Al parecer, Jesús y los suyos no lo pasaron muy mal en Sicar. Se quedaron dos días con los samaritanos y después continuaron su viaje hacia Galilea.

Ella, una samaritana. El otro, un nazareno. Ellos, los dos, una mujer y un hombre, supieron sobreponerse al odio, a las diferencias de religión y cultura y a las absurdas prescripciones legales que los separaban. Conversando alrededor de un pozo hicieron juntos un poema: un hermoso poema de amor.

22.03.2016