Cuando Diosdado
Cabello ordenó renovar el TSJ, días antes de que la nueva AN entrara en
funciones, estuvo claro que en Venezuela surgiría una situación a la que en
diversos artículos definimos como de “doble poder dentro del Estado”.
Para precisar, no
se trata de un enfrentamiento entre los poderes legislativo y judicial, como
aparece a primera vista, sino entre el Ejecutivo como representante del poder
instrumental (armas, jueces, servicios secretos, para-militares, grupos de
choques y organizaciones sociales verticales al servicio del partido-Estado) y
el Legislativo, representante de la mayoría democrática, de la soberanía
popular y de la Constitución nacional.
El TSJ -casi no es
necesario decirlo- ya no es un tribunal (nadie que no sea del gobierno puede
acudir a sus servicios), no es superior (ha sido degradado en su propia
sustancia) y no es de justicia (no la imparte). El TSJ es solo una sigla para
designar al brazo judicial del gobierno.
El enfrentamiento
es pues entre el Legislativo y el Ejecutivo.
Es también el
enfrentamiento entre dos lógicas. La del Ejecutivo es una lógica militar
aplicada a la política. La de la AN es política.
Desde su punto de
vista militar (es decir, anti-político) Cabello hizo lo que tenía que hacer.
Sabiendo que el gobierno estaba amenazado por la AN, tendió una valla de
contención. Esa valla es el TSJ.
Maduro, gracias a
esa valla, ha decidido gobernar por decretos no aprobados por la AN. Mediante
la politización de la justicia el gobierno ha judicializado (y ajusticiado) a
la política. Con la suspensión de las atribuciones de la AN ha sido, además,
establecido el “Estado de excepción en permanencia”. Es por eso que la defensa
de la AN es, en estos momentos, idéntica a la defensa de la democracia en el
país.
El de Maduro es un
gobierno que se apoya en las armas, no en la mayoría, tampoco en la legalidad y
mucho menos en la legitimidad. Un gobierno encapsulado dentro de un Estado que,
si no pensamos en términos militares, ya no le pertenece políticamente.
De modo inteligente
la Unidad no polarizó desde el comienzo las contradicciones entre el Ejecutivo
y el Legislativo. Esa tarea se la dejó al gobierno. En ese sentido lo oposición
hizo lo que debía hacer desde su lógica política: develar el carácter
anti-constitucional del gobierno pero no a través de declaraciones sino por
medio de los hechos.
Solo cuando Maduro
-mediante la aprobación de su “decreto de emergencia económica” por vía
judicial- demostró su voluntad de prescindir de la AN, anulando su potestad, la
oposición desde la Asamblea no tuvo más alternativa que plantearse la
posibilidad de destituirlo. No la oposición, el gobierno ha mostrado su
carácter sedicioso.
El dilema impuesto
por el propio Maduro/Cabello no deja dudas: o el Gobierno o la Asamblea. Sin
embargo, de acuerdo a la lógica de ese dilema el gobierno no puede destituir a
la Asamblea pero la Asamblea sí puede (y en este caso, debe) destituir al
gobierno. La Constitución señala las vías.
La dirección política
de la oposición deberá escoger entonces la vía más apropiada de acuerdo a los
plazos legales, a la profunda tragedia social del país y a la disposición
popular para defender conquistas políticas alcanzadas mediante el voto.
Con toda seguridad
la dirección política opositora sabe muy bien que las mejores vías jurídicas no
son siempre las más políticas. Desde ese punto de vista puede ser que el medio
revocatorio no sea el más expedito ni el más rápido. Pero es
el que aparece como el más político. En todo caso la última palabra sobre el
tema aún no ha sido dicha. Son varios los pro- y los contra que deberán ser
evaluados.
Lo importante por
el momento es lo siguiente: mientras más grande sea la participación del pueblo
políticamente constituido en los caminos constitucionales abiertos por la
oposición, más difícil será al gobierno desconocer a la razón de las leyes.
Justamente la
historia reciente ha demostrado que la participación popular en Venezuela solo
ha sido políticamente efectiva cuando ha logrado encuadrarse en el marco de una
estrategia política común. Es por eso que las iniciativas movilizadoras
realizadas al margen de la MUD han conducido, por lo general, a callejones sin
salida.
No haber encuadrado
su práctica con la posición de la mayoría de los partidos organizados en la MUD
–dicho sin el propósito de remover heridas- fue uno de los grandes errores de
la movilización conocida como “La
Salida”, a comienzos de 2014. Los
dirigentes políticos de la oposición parecen estar de acuerdo en que acciones
similares ya no pueden volver a repetirse.
Para que se
entienda mejor: el error más grande de “La Salida” no fue su llamado a ocupar
las calles. El error más grande fue haber intentado imponer su llamado sin una
perspectiva que contemplara la disposición a batirse con el gobierno en
términos electorales de acuerdo a la decisión mayoritaria de la oposición. Es
por esa razón que cualquier intento de establecer una línea de continuidad
entre “La Salida” de 2014, y la lucha por la destitución de 2016, no solo es
antihistórica; es radicalmente falsa.
La alternativa que
surge en 2016, a diferencias de la de 2014, no es divisionista, es unitaria; no surge de una derrota
electoral (elecciones municipales del 2013) sino después de una gran victoria
(6-D); no es un llamado de líderes personalistas, sino de una dirección
colectiva hecho en un momento caracterizado por la más profunda crisis
económica, social y moral que ha vivido el país.
Útil es
recordar la historia reciente cuando se avecinan momentos en los cuales las
iniciativas populares serán convocadas a apoyar vías constitucionales
(repetimos, constitucionales) orientadas a la destitución presidencial. Esas
vías deberán culminar en nuevos procesos electorales, desde las primarias hasta
las presidenciales. La complejidad de la situación exigirá sin duda una gran
disciplina política; una similar e incluso superior a la que se dio en los
tramos previos al triunfo del 6-D.
Tanto o más
importante será esa disciplina si se toma en cuenta una condición histórica
objetiva: Venezuela carece de organizaciones laborales y civiles en
condiciones de articular movilizaciones durante plazos relativamente largos
como es el caso de países con fuertes tradiciones sindicales, entre otros,
Argentina, Chile, Brasil y México.
Lamentablemente es
así. Como consecuencia de un sistemático trabajo de destrucción, producto de 17
años de chavismo, la sociedad venezolana se encuentra atomizada, disgregada y
sin capacidad de impulsar reacciones organizadas que no provengan de instancias
políticas.
En países en donde
existen fuertes organización civiles y sociales las movilizaciones pueden ser
mantenidas en el tiempo aún con prescindencia de partidos políticos. En
Venezuela en cambio, las convocatorias deben ser orientadas hacia objetivos muy
precisos. Es por eso que el terreno más apropiado para el desarrollo de las
luchas sociales y para las manifestaciones de calle han sido las campañas
electorales.
Son estas las
razones que llevan a pensar que, por un lado, la movilización social es
imprescindible pues el pueblo democrático debe sentir como obra suya la
destitución y no como algo que hicieron “otros” en su nombre. Pero, por otro
lado, esa movilización social no puede quedar librada a la improvisación, ni a
la espontaneidad, ni mucho menos a la voluntad de líderes heroicos pero
imprevisibles.
Dicho ahora en
clave de síntesis: la superación de la crisis económica venezolana pasa por la
superación de la crisis de gobernabilidad. Esta última, a su vez, pasa por el
fin del gobierno de Maduro. Ese objetivo solo puede tener lugar sobre la base de un
proyecto de destitución constitucional muy bien definido y, en las fases más
decisivas de la lucha, con la activa presencia de las más amplias
movilizaciones populares.
O la asamblea o el gobierno; ese es el dilema. La suerte está echada. Ya
no se puede echar pie atrás.19.02.2016
@FernandoMiresOl