Reflexiones
políticas sobre un clásico del cine.
Si uno afirma
que El Sirviente es un clásico del cine, creo que nadie
va a estar en desacuerdo. Me refiero a ese legendario filme del año 1963
dirigido por Joseph Losey cuyo guión fue escrito nada menos que por Harold
Pinter (Premio Nobel de Literatura, 2005) y en el cual brilló como nunca el
gran actor británico Dirk Bogarde secundado por James Fox y Sarah Miles.
Convendrá
precisar por qué digo “un clásico” y no, por ejemplo, una gran película. La razón
es una: hay magníficos filmes, algunos superiores a los llamados clásicos, pero
aún así, no son clásicos. La pregunta pertinente es entonces: ¿Qué es un clásico?
Sin intentar
definir, osaré una respuesta: “Un clásico es una obra que se trasciende a sí
misma”. Trascendencia que en el caso de El
Sirviente actúa en dos
sentidos. Por una parte, su tema puede ser enlazado con otros; es decir, se
trata de un filme discursivo. Por otra, el mismo filme puede ser visto de modo
distinto en diferentes periodos. Esa al menos ha sido mi experiencia.
Las veces que
he echado a rodar el video El
Sirviente –no pocas- ha sido
inevitable para mí conectar su tema con situaciones que trascienden al filme.
Por la misma razón, cada vez lo veo de un modo diferente. Así sucede con las
grandes obras de arte. Como me confesó un amigo pintor: “Cada vez que miro a la
Gioconda, ella me sonríe de distinta manera”.
Algunas veces
he visto a El Sirviente de modo literario, apreciando el lugar
de la frase justa en el dialogo. También lo he visto de un modo histórico,
verificando la decadencia de la aristocracia en la Inglaterra moderna. Lo he
visto de un modo filosófico, comprobando la utilidad de la dialéctica
amo-siervo propuesta por Hegel. Por cierto, lo he visto de modo psicoanalítico,
observando hasta que punto una personalidad débil puede ser destruida por otra
más fuerte. Y no por ultimo, lo he visto de un modo político, pues la relación
de el sirviente con su señor no solo es un vínculo de poder; implica además una
lucha por el poder. ¿Y puede haber algo más político que la lucha por el poder?
La última vez
que vi a El Sirviente lo hice de un modo más político que
nunca. Visión que tiene que ver con un tema con el que he venido ocupándome en
los últimos meses. Me refiero al de la representación del poder, o mejor dicho:
al del poder como representación. Trataré de explicarme:
Uno de los
pocos puntos en el cual están de acuerdo los representantes más conocidos de la
filosofía política de nuestro tiempo puede ser sintetizado con la siguiente
tesis:Todo poder al ser representativo es necesariamente simbólico. Lo
han remarcado con énfasis autores como Jaques Ranciére quien sigue en todo a
Hannah Arendt (aunque sin citarla). También lo han hecho los “marxistas-lacanistas”,
sobre todo Ernesto Laclau y Slavoj
Žižek y, de un modo más
original, Claude Lefort, para quien la simbólica del poder resulta de una maraña
de relaciones múltiples e inextricables.
A diferencia de
otros autores -sobre todo de Žižek, para quien el símbolo del poder operaría
sobre la base de un fondo no simbólico (lucha de clases)- la maraña del poder (“condensación”
en términos de Laclau) obedecería, según Lefort, a un entrelazamiento de
significantes cuyos significados “reales” no son accesibles, con lo cual todo
poder sería simbólico y no simbólico a la vez. O dicho así: para Lefort el nudo
simbólico del significado del poder no es una superestructura cuyo
significado no es simbólico, sino por el contrario, lo no simbólico se
encontraría en el interior mismo de lo simbólico (y viceversa). Lo simbólico y
lo no simbólico se entienden así en el marco de una relación interpersonal que
puede ser de poder privado como en El
Sirviente, o público, como ocurre en la política. Y bien, pocos filmes –a
ese punto voy- ilustra de un modo tan certero los juegos de poder que se
establecen entre sus dimensiones representativas y las que podríamos llamar
(recurriendo por un momento a Max Weber) instrumentales, como ocurre en El Sirviente de Losey.
Hugo, el
sirviente, accede al poder del amo haciéndose extremadamente útil. Gracias a
que asegura el orden interno del hogar (aseo, alimentación) Tony puede
continuar llevando la vida ociosa que le permite su fortuna. Pero llega el
momento en el cual Hugo se convierte en imprescindible. A partir de ahí, Hugo
controlará la voluntad del amo, es decir, el sirviente ocupará el lugar
simbólico del poder del amo. Pero al hacerlo desaparece la línea que separa al
poder representativo del instrumental. En otras palabras, al desaparecer el
poder del amo, desaparece el del sirviente. O dicho con Hegel: “Al suprimir al
amo el siervo se suprime a sí mismo en cuanto siervo”. Así termina la película:
Al haber sido destruido el poder de Tony aparece en su lugar un poder brutal,
uno que solo es “apoderamiento”. El caos triunfa sobre el orden, el vicio sobre
la virtud, la degradación sobre la moral. El amo no tiene a quien mandar y el
sirviente no tiene a quien servir.
Increíble que
esa historia haya sido guionizada por Harold Pinter, en ese entonces miembro
del partido comunista británico. Increíble, porque la toma del poder del
proletario (Hugo) en contra del poder burgués (Tony) no lleva en el filme a una
“sociedad” superior sino a la destrucción del sentido mismo del juego del poder.
Al haber
desaparecido las reglas que dan sentido al poder, sobreviene el caos. Desde el
caos de una “sociedad sin socios”, emergerá el terror, y en los momentos
finales, el apoderamiento total de Tony por parte del sirviente llevará a otro
poder, un poder sin reglas ni juegos: un poder basado en la violencia y en la
maldad representada por Hugo y su vulgar amante Vera.
Hannah Arendt ya lo había advertido. Suele suceder que cuando es destruida la sociedad de clases no llega la tan anhelada igualdad social. En su lugar aparece una sociedad de masas cuyo caos solo puede ser superado por un Leviatán moderno, vale decir, por un poder totalitario. El destino de Tony –no lo muestra el filme – ya estaba prefijado: la cárcel y /o la clínica (los principales dispositivos del poder según Foucault). El destino de Hugo, también: nunca él iba a ser un verdadero señor. No estaba hecho para eso.
El poder, es lo
que aprendí de El Sirviente,
no es una cosa en sí; tampoco es un monopolio. No es la violencia ni la fuerza
bruta (Arendt). El poder es una relación. No hay poder sin
relaciones de poder. El poder mismo es una relación de poder. Faltando uno de
los términos que constituyen esa relación, el poder suele derrumbarse sobre sí.
O para formularlo de modo más plástico: El poder sostiene su representabilidad solo
si detrás del poder hay otro poder, un poder no-representativo; un poder,
repito, más instrumental. Pero esa segunda dimensión -el poder detrás del
poder- no es en sí el verdadero poder. El verdadero poder está formado por la
relación de ambos poderes, el instrumental y el representativo. Por esa razón,
suele suceder –y así sucedió en El
Sirviente- que cuando es destruida la representabilidad del poder, el poder
instrumental debe representarse como tal, lo que en la vida política es
imposible pues el poder instrumental es políticamente impresentable. Al revés
ocurre igual. Sin el poder instrumental, el representativo no tiene donde
sostenerse.
En términos
teológicos podría decirse que la relación entre lo representativo y lo
instrumental es muy similar a la relación alma-cuerpo. Sin alma, el cuerpo se
derrumba sobre su animalidad originaria. Sin cuerpo, el alma no existe.
El Sirviente es una película micro-política, pero por lo mismo
traspasable a modos de relación macro-políticas como son las que tienen lugar
no al interior de una mansión aristocrática, sino al interior de los Estados en
los cuales no es inusual que más allá del poder representativo existan poderes
no representativos (a veces llamados fácticos) los que si son concentrados en
una sola persona (o un solo partido), lleva a la configuración de “un poder detrás del poder” muy
similar a la que se dio en El
Sirviente.