En la época turbulenta
que nos ha tocado vivir a los venezolanos desde 1999, hasta hoy, nadie había puesto su atención o algún
interés no confesado acerca de los llamados derechos de autor, o derechos sobre
la propiedad intelectual, como los llaman en España y en otros países. Se tenía
como algo necesario y que no afectaba, aparentemente, la estabilidad del
gobierno; o, dicho de otro modo, era algo ajeno al quehacer político del país,
pues quedaba reducido a un sector de la sociedad que se ocupa de la creación
artística y pareciera no participar en los movimientos ambiciosos del ejercicio
del poder del Estado.
Hace algunos
meses hemos escuchado por boca de la Presidente de la Asamblea Nacional, que
dentro del plan de la llamada reforma de la Constitución de 1999, debía
incluirse un artículo o capítulo que proclamase la abolición de los derechos de
los autores a ser reconocidos como tales, derechos subjetivos que incluyen el
goce y disposición de los beneficios patrimoniales de la creación intelectual o
artística, consagrados en las leyes de todo el mundo. Fue una proposición vaga, imprecisa e injustificada, pues no
tiene el apoyo de razones jurídicas o de índole social, y se presentó como algo que vino sin aviso a la mente de
alguien, para decir que también el derecho de propiedad intelectual debía
regularse y limitarse. ¿Por qué? ¿Tiene algún beneficio o perjudica al receptor
de las obras del ingenio el que se pague o no se pague al autor un derecho
reconocido en todo el mundo? Los que adquieren un libro pagan su precio
libremente, sin saber si el autor ha recibido algún estipendio por su labor
intelectual, ya que muchas veces no reciben ninguna contraprestación económica.
A la fijación del precio de un libro se llega sumando los costos de su
producción y distribución, así como también el trabajo del autor. Lo mismo
puede decirse de cualquier obra del espíritu: musical o de las artes plásticas.
El trabajo
creativo o intelectual es igual al de cualquiera otra persona: exige
preparación y esfuerzo, con una diferencia: a cambio de esos desvelos, el
creador no recibe un salario porque no tiene patrono. La calidad de su obra
determinará el triunfo del artista, y si fracasa socialmente, le quedará la satisfacción
de habernos dejado algo que antes no estaba en el mundo. Las cafeteras azules y marrones de Alejandro
Otero están allí porque el artista las creó; antes no existían. La novela de
Rómulo Gallegos, Doña Bárbara, es
única porque aunque haya otras que se le parezcan en forma o contenido, la
creación gallegiana es personal y ha nacido de su espíritu libre. Picasso,
Inocente Carreño, Rodin, Cabré,
creadores en sus distintos mundos del arte, son únicos en sus obras. Si han
logrado distinción y obtenido retribución económica de ellas, es algo merecido,
puro y sin manchas de corrupción. Todo el arte se asienta en la libertad.
En otras épocas los creadores ocultaban su
identidad a causa de su relación dependiente respecto de mecenas o de la
iglesia, que podía censurar los textos. Ocurría entonces que los escritores
reescribían historias oídas o que
habían leído, y las embellecían. Nunca en tales casos presentaban sus nombres.
En la Edad Media fue frecuente el anonimato.
La Asamblea Revolucionaria de París (4 de
agosto de 1789) abolió los privilegios concedidos a individuos, ciudades u
organizaciones, y los reemplazó por la noción de derechos. Se concedía así
derechos patrimoniales tanto a los autores como a los que habían entrado en la
producción de una obra, y en el caso de libros al editor, impresor y librero.
Este decreto de la asamblea revolucionaria de
París declaró, desde entonces, el principio que rige todas las leyes sobre el
derecho de autor en el mundo: “La obra se
considera creada, con independencia de si se hace pública, por el mismo hecho
de haber sido concebida por el autor, incluso aunque se deje inconclusa”.
Los artistas han recibido de la sociedad admiración y apoyo, y hemos visto cómo los estados han subsidiado
para que produzcan más y mejor, alejándolos del vacío de una rutina laboral o
de la dependencia económica a veces injusta.
Supongo que Víctor Hugo percibió ganancias
dinerarias por su novela: Los miserables.
El escritor francés
se hallaba en el exilio a causa de su enfrentamiento al emperador Napoleón III
(a quien el autor llamaba: “Napoleón, el pequeño”). En su extrañamiento en la
isla anglo-normanda de Guernesey, en el Canal de La Mancha, produjo aquella
gran novela y una importante obra literaria en poesía. Su enemistad con el Emperador
hubiera hecho pensar que le arrebatarían su estipendio como autor. Pero no fue
así: el versátil creador se hizo de un buen patrimonio con el que podía
sostener varias casas en Francia y Bélgica.
¿Qué
ocurriría si por un capricho inexplicable y sin causa se aboliesen los derechos
intelectuales o de autor?
Esta pregunta
encierra una posibilidad todavía no excluida que atrae la noche del
pensamiento, la oscuridad del espíritu, porque suprimir un derecho humano
basado en la libertad es acallar La voz del hombre. Y es que los creadores lo
son por voluntad propia y no puede detenerlos ninguna tempestad. Vemos al pintor que en un rincón de la calle
traza sin pausa imágenes que tiene en su mente; esas figuras que quedan en
lienzo o papel son su propio espíritu libre que despliega sus fuerzas
interiores. El escritor, el músico y todo artista auténtico hacen lo mismo.
En su quehacer individual
y aunque el artista siga determinadas reglas en la creación de su obra, tales
reglas no sujetan la libertad creadora. Son preceptos que el artista toma en
consideración pero que no prefiguran fórmulas mecánicas, están implícitos en la
naturaleza de la obra que está produciendo. La acción del espíritu no se ejerce
en el vacío, sometida a una determinación impuesta, porque el espíritu forja la
obra de acuerdo con las influencias que expresan la personalidad del artista,
donde está presente la carga genética y la suma de sus experiencias. Las reglas
o preceptos del arte están allí pero no son ellos las que impulsan la creación
de arte. En la música, el compositor se atiene a las modalidades que conforman
la gama que le es familiar y de la que está imbuido.
En la poesía devela la realidad mediante la palabra. El poeta está en la escena del mundo y aprovecha sus
experiencias, pero no hace de las percepciones un recurso para satisfacer
necesidades personales. El creador de
un poema se sirve de esos elementos que lo circundan y los recrea con una
finalidad distinta. El poeta sirve a las palabras en vez de servirse de ellas,
pues rompe su primera función, que es la comunicación racional. Para el poeta,
el lenguaje es más que un instrumento; ha adoptado la actitud del artista y
para él las palabras son el objeto de su creación, en vez de signos, y
constituyen la materia que el artista se propone formar. Todo ello en el
ejercicio de la libertad del individuo.
El artista abre la
percepción del mundo con la imaginación. Al llevar su obra a otros parajes,
lleva consigo nuestro mundo y nos lo devuelve enriquecido con lo que ese otro
espacio nos brinda en reciprocidad. Y esta labor de amplio sentido humano exige
retribución.
Si en un acto disparatado
se hiriese a la creación artística, la muerte del alma vendría como una peste a
cerrar la sensibilidad.
Lo demás es silencio.