La
atracción de la muerte está muy acentuada en nuestros países herederos de la
cultura hispánica, que a su vez se tiñe de múltiples creencias y ritos de
diversas religiones. De España recibimos en tercer grado de consanguinidad la
influencia del cristianismo en su vertiente católica, y también los hábitos
religiosos de los pueblos que habitaron la Península Ibérica: celtas, íberos,
judíos, musulmanes. Además de esa penetración hegemónica, la América del
continente sur aceptó la presencia aborigen y la negra venida del África a
título de esclavitud.
Todas
esas culturas dan a la muerte un sentido de trascendencia o búsqueda de la
inmortalidad; por eso es ritual y solemne, a diferencia de las culturas
germánicas, para las que la muerte es un pasaje y nada más. Pero ese gusto por
la muerte es ancestral para algunos de nuestros pueblos (me refiero a México),
y viene de las guerras floridas de los caballeros nahuas hasta su
cristalización en figuras que representan la muerte, hechas de dulces con forma
de esqueletos. El día de los muertos es en México un día de fiesta, como una
manera de menguar la importancia a la vida. En toda nuestra América hallamos
también el conflicto espiritual del hombre solitario que guarda su intimidad para no perderse, y se pone la
máscara que disimula su asilamiento: “Nuestra
soledad tiene las mismas raíces que el sentimiento religioso. Es una orfandad,
una oscura conciencia de que hemos sido arrancados del Todo, y una ardiente
búsqueda: una fuga y un regreso, tentativa por restablecer los lazos que nos
unían a la creación” (Octavio Paz: El Laberinto de la soledad)
Hablamos
aquí, principalmente, de la celebración que hace México del día de los
difuntos, el dos de noviembre. El pueblo mexicano tiene en sus raíces una
fuerte tendencia al mito, abolengo indígena que ha aprovechado la burguesía, a
la que llamaban “la más inteligente de Hispanoamérica”. El mito revolucionario
cayó en bancarrota cuando pasaron los ideales y el indio y el pobre se quedaron
puertas adentro de la miseria. Lo mismo ha ocurrido en toda nuestra América.
En
comentario acerca de la fiesta de los difuntos en México, hablé de la danza
trágica, porque la fiesta de noviembre se asemeja a la obra de Saint-Saens,
basada en un poema de Hernri Cazalis, que describe a la Muerte (con mayúscula)
tocando el violín a media noche sobre una tumba. A sus ritmos acuden los
esqueletos de los muertos para danzar. Es una viva melodía a ritmo de
vals francés. El canto del gallo que anuncia el día hace que todos se retiren a
sus tumbas aterrorizados, volviendo la calma en la noche.
Todas
las manifestaciones religiosas tienen un fondo social y ocultan un reclamo del
más pobre. La Revolución Mexicana de 1910 parecía ser la terminación de las
injusticias de los gobernantes del siglo anterior. La frustración que padeció
el indio desplazado o el campesino clavado en la tierra, no pudo ser rescatada
nunca más. El ideal revolucionario quedó en el intento de unos pocos por
alterar el orden implantado por los seguidores de Porfirio Díaz, que de
montoneros pasaron a ser dueños de bancos y grandes señores.
Eso
mismo lo hemos vivido en Venezuela, y me atrevo a decir que en todos los países
de la América del Sur. El General Gómez gobernó a Venezuela con brazo de acero
durante veintisiete años, hasta su muerte natural el 17 de diciembre de 1935
(el mismo día y mes de la muerte de Bolívar), y quiso sobrevivir con su nombre
en generaciones futuras, muchas de las cuales recibieron la bendición y el
dinero del viejo tirano.
Las
letras mexicanas han tenido un gran acierto en develar causas y efectos de la
pérdida irremediable de la fe del aborigen y del campesino. “La revolución no pasó por aquí”, decía el
pueblo que veía enriquecerse a los caciques que tanto ofrecieron. Y había que
buscar causas, porque los efectos todavía los padecemos.
El
escritor mexicano Samuel Ramos habló de un complejo social de minusvalía en la
sociedad de su país, y se propuso presentar los rasgos tipológicos de los
grupos sociales. Desnudar al “pelado” y descubrir lo que ocultaba la máscara
sonriente de la burguesía, aquella con inteligencia excepcional.
El
pueblo quedó igual después de la revolución, y sólo en la capital y en grandes
ciudades se advirtió algún cambio en el desarrollo y el bienestar. Todavía el indio
y el hombre del campo dicen: “La revolución no pasó por aquí”.
Tres
escritores mexicanos acertaron en sus diagnósticos sobre el pueblo que esperaba
sin mucha fe. Mariano Azuela, José Revueltas y Agustín Yáñez dieron, cada uno
desde su punto de vista social y literario, una explicación literaria de la
situación.
Azuela
asentó en sus novelas, y especialmente en “Los
de abajo”, su visión de los cambios que las letras debían proporcionar: 1.-
El cronista literario ha de hacer la denuncia a la par de los cambios
naturales. Nuevos tiempos y nuevas gentes. Eso es todo. 2.- El receptor del mensaje debe ser activo
y no caer en el fácil descanso que entretiene en el teatro o la lectura blanda.
El
resultado del esfuerzo de Azuela fue destacar la falta de consistencia de la
revolución, consciente como estaba de las desorientaciones que llevaron a
intelectuales y artistas a formar parte de tropas, sin saber cómo desempeñarse.
José
Revueltas era marxista practicante, y veía el proceso de la revolución mexicana
como un ejemplo para la soviética de 1917. Su obra tomó otro camino a causa de la influencia recibida de
Faulkner, lo que le valió la acerba crítica del partido comunista ruso. El
lirismo poético fue su enseña artística, ya que el autor mexicano afirmaba con
toda razón que los revolucionarios pueden ser presas de la soledad y de la
angustia metafísica. Fernando Alegría lo dijo: “El mundo de Revueltas,
hondamente mexicano, oscila entre esencias poéticas y realidades brutales”. No
era eso lo que quería el estalinismo.
El
último de esta especial categoría fue Agustín Yáñez, con su obra: “Al filo del
agua”, de 1947. Un pueblo de mujeres enlutadas de la provincia mexicana
mostraba su viejo esqueleto de superstición y sexo, y de miedo. Yáñez ofrecía
una nueva manera de mirar el paisaje, con el misterio heredado de siglos de
dominación. “Al filo del agua” nos muestra el paso de la revolución por el
borde del pueblo, a caballo, con figuras sin rostro. Un lugar donde ningún
poblador, salvo María, sobrina del cura, abre el camino al éxodo y a la
búsqueda de la libertad.
¿Qué
ocurrió con la revolución mexicana? Es verdad que impuso cambios importantes,
como la reforma agraria, pero el pueblo quedó igual que antes, esperando un
campanazo de esperanza.
No
creo que pueda hablarse de factores económicos, o políticos. Yo creo que la
causa está en el mismo hombre que ha padecido y no sabe el camino de la
liberación.
De
allí la fiesta de los muertos: Una forma de menguar importancia a la vida.
¿No es igual en todo nuestro continente hispanoamericano?