Pienso hoy en la poesía y en la música. Pienso en una melodía. La vieja
canción japonesa “Ue o Muite Arukō” (Camino mirando
arriba), mal llamada Sukiyaki en Occidente, me ha cautivado, llevándome al
breve mundo de la belleza. ¿Qué me ha cautivado de la canción? Su hermosa
melodía y la desconcertante voz de Kyu Sakamoto, nada más. No conozco el
japonés y no busqué traducciones de su letra hasta ahora, ya pasados los
instantes del goce estético. ¿Por qué, se podrá preguntar el lector, hablo de
esta canción, desconocida para muchos, y de la cual no todos obtendrán el mismo
placer que yo? Porque la experiencia estética que supuso esta canción, como
muchos poemas y melodías antes que ella, me obligó a salir de mi casa para
caminar por la tarde, reviviéndola entre silbidos y cantos tímidos.
Mientras caminaba pensé en la poesía. Pensé primero en aquella poesía que podríamos llamar
sonora o musical, o también auditiva si prefieren una palabra más fea. Pensé en
Verlaine, en Yeats, en Blake, en algún poema de Darío, en la forma y
musicalidad natural del soneto, y comprendí que no había mayor diferencia
estética entre todo eso y una melodía. La poesía y la música me parecieron
entonces ligeras, aladas (la palabra inglesa airborne me pareció la más
adecuada), “mitad ángel y mitad pájaro” («half-angel
and half-bird»), como escribió
magníficamente Robert Browning.
Borges pensó que como lectores
sentimos la belleza de un poema antes de considerar su significado; es decir,
que la musicalidad de un poema nos basta para sentirlo hermoso, para vivir el
hecho estético. Me permito arriesgar aún otro pensamiento. Creo que ante la
musicalidad de un poema somos capaces incluso de intuir su sentimiento, su mood
general, que vive relacionado con el significado pero que no es necesariamente
dependiente de él. Confieso no poder explicar (ni querer hacerlo realmente) qué
es lo que nos conmueve tanto en la sonoridad de una melodía o de un poema de
este estilo. Acaso se deba a la perfecta comunión
que existe en ellos entre forma y fondo, pura y exacta. De todos modos, el
lector puede aprovechar este momento para leer lo que piensan hombres
infinitamente superiores a mí; hombres como Schopenhauer, que sobre este tema
pensó no poco.
Ahora, si bien toda poesía tiene como razón fundamental
el placer estético, el regalo de la belleza, no toda poesía se sirve de la
musicalidad de Verlaine o de Darío. Existe cierta tradición poética que es más
oral, más visual o más intelectual, etc., sin que necesariamente sufra por ello
la belleza. Consideremos a Whitman, un poeta indudablemente sensual, el poeta
del contacto, que, si bien cualquiera que haya leído sus poemas en voz alta (la
única forma de leerlos) comprobará la existencia de un ritmo imperioso, no es
un poeta eminentemente musical. Whitman accede, y nosotros con él, al mundo de
la belleza por otra puerta, por la puerta en que entran indiscriminados todos
los moods poéticos. Por esa puerta entran tanto la tristeza, la
desesperación y el miedo como la exaltación, el amor y la alegría. Esa puerta
es empática. La traspasamos compasionadamente, identificando algo de nosotros
(ese algo no tiene por qué ser biográfico) con el poema, con su sentimiento, y
al traspasarla encontramos una figura que sostiene un espejo ante nosotros,
descubrimos que nosotros también sostenemos un espejo frente al otro, y
entonces se crea ese juego infinito, “ya que bastan dos espejos opuestos para
construir un laberinto”. Consideremos como
ejemplo algunos versos de Whitman:
“This is the press of a bashful hand, this the float and odor of hair,
This the touch of my lips to yours, this the murmur of yearning,
This the far-off depth and height reflecting
my own face,
This the thoughtful merge of myself, and the outlet again.”
(Éste es el apretar de una mano
tímida, éste el vuelo y olor del pelo,
Éste es el roce de mis labios
con los tuyos, éste el murmullo del anhelo,
Ésta es la
distante profundidad y altura reflejando mi rostro,
Ésta es la contemplada fusión de mí mismo y la salida
de nuevo.)
O este:
“Whoever you are, now I place my
hand upon you, that you be my poem…”
(Quienquiera que seas, ahora pongo mi mano sobre ti, para que seas mi
poema…)
La
poesía de Whitman inaugura el contacto del poeta con su lector. Quien lee Leaves
of Grass se sabe desdibujado, confundido en un ser que no es precisamente
él ni el poeta, sino un partícipe del mito humano, un habitante del reino de
los espejos opuestos que sostienen las figuras del mundo estético.
No
importa cómo ni con qué poema (o melodía, cuento, novela, película, etc.)
accedamos al mundo de la belleza. Cada lector, si es verdadero lector, es
decir, si se ha enamorado de la lectura, recorrerá su camino. Importa sólo el
hecho de accederlo, de sentirse invadido por un placer casi mágico, si bien
momentáneo. Permíteme ahora, generoso lector, describir mis propias estadías en
dicho mundo.
Por
lo general, cuando la lectura de un poema, cuento o pasaje de una novela
corresponde conmigo, o, en este y muchos casos, la intervención de una melodía
me acomete, siento la necesidad de salir a caminar. Entonces camino, casi
siempre en las últimas horas de la tarde (ya que en la noche resulta muy
peligroso salir y debo conformarme por recorrer una y otra vez los pasillos de
mi casa), pensando y reviviendo el objeto estético responsable por mi
situación. Mientras dure la caminata me sé hechizado, invariablemente forzado a
encontrar en el mundo sólo objetos mágicos. Esto no quiere decir, sin embargo,
que tales caminatas sean necesariamente alegres, pues ellas están sujetas al mood
poético con el que accedí a la experiencia estética. Por lo general, camino
siempre el mismo trayecto, sólo atreviéndome a variarlo o alargarlo en contadas
ocasiones. El recorrido, más o menos de diez cuadras, no dura mucho más de treinta
minutos, aun caminándolo con la lentitud propia de quien no camina para llegar
a algún lugar específico. No encuentro ninguna necesidad de variar el recorrido
porque no camino realmente por alguna calle o avenida de mi ciudad, sino por
las vías del hecho estético, que reconstruye dichas calles y avenidas según
corresponda al estado en el que me invadió. Por lo demás, estas caminatas
tienen un valor creativo. No recuerdo haber salido de alguna de ellas sin un
poema, o la idea para un cuento, o las reflexiones necesarias para un ensayo o
una nota, tengan algún valor o no. Me atrevería a decir que algo en el esfuerzo
motriz del caminar hace surgir la imagen que se ha estado construyendo sobre
nosotros, posiblemente sin saberlo. El caminante o viajero que recorre los
prados de la belleza, observando y acogiendo sus detalles, al retornar a su
mundo, intenta traducir lo que en el otro ha sentido.
El
lector habrá descubierto que mi experiencia es directamente Emersoniana, y
tendrá toda la razón, pues Emerson escribió: “[…]Pues la poesía fue escrita
antes que el tiempo, y cuando resulta que nos encontramos tan finamente
organizados que podemos penetrar la región en donde el aire es música,
escuchamos los cantos esenciales e intentamos transcribirlos, pero perdemos
aquí o allí una palabra o verso y lo sustituimos con algo nuestro, malogrando
así el poema.”
Por
otro lado, sabemos que al placer estético lo sucede el placer intelectual. Este
suceder no está del todo delimitado. Pueden ocurrir casi simultáneamente; tales
caminatas, por ejemplo, pueden servir para reflexionar sobre la experiencia
estética mientras la vivimos. Si volvemos al caso de la poesía eminentemente
sonora o musical, de la que sabemos que su musicalidad nos invadirá primero que
su significado, encontraremos que luego de haber trascurrido los senderos de su
goce, reflexionaremos finalmente sobre sus imágenes e interpretaciones. En
casos como la poesía de Whitman, de la que sentiremos primero su contacto al
mismo tiempo imperioso y tímido, o como la paradójica y singular poesía de
Emily Dickinson, de la que intuiremos su inmensa pasión antes que nada,
habremos de agotar igualmente nuestro ingenio en el análisis posterior de su
significado una vez concluido el shock estético inicial.
El
placer intelectual, sin embargo, aunque lejos de ser insignificante, es
secundario. Es, antes que nada, una búsqueda que termina asentándose como un
valioso complemento. Me explico. Sospecho que la reflexión deliberada del
objeto estético, por ejemplo, los esfuerzos interpretativos de un poema, parten
del deseo de manejar y entender a la belleza, al placer estético, para quizás
poder reproducirla o vivir en ella ininterrumpidamente, lejos del sufrimiento. El
resultado de tales esfuerzos, que son en sí placenteros, sin embargo, no
alcanza tal propósito, sino que se solidifica como un grato complemento
intelectual de la experiencia estética. Tomemos este soneto de Sor Juana, por
ejemplo, al que trataré de analizar.
De la beldad de Laura enamorados
Los cielos, la robaron a su altura,
Porque no era decente a su luz pura
Ilustrar estos valles desdichados
O porque los mortales, engañados
De su cuerpo en la hermosa arquitectura,
Admirados de ver tanta hermosura
No se juzgasen bienaventurados.
Nació donde el oriente el rojo velo
Corre al nacer al rostro rubicundo,
Y murió donde, con ardiente anhelo,
Da sepulcro a su luz el mar profundo;
Que fue preciso a su divino vuelo
Que diese como el sol la vuelta al mundo.
Ya Dante, algunos siglos atrás, había elevado su objeto elegíaco, la ausente Beatriz, hacia el plano celestial. La intención de Sor Juana es la misma: elevar su objeto perdido, en este caso la fallecida Marquesa de Mancera, hacia el paraíso. La elegía nace con una belleza tan grande que los cielos, enamorados, la robaron para sí. Y es que la belleza, la bondad y la luz pertenecen al cielo y no a “estos valles desdichados”. En las última dos estrofas tenemos, sin embargo, otra elevación, otra imagen, que se deja intuir por pequeñas metáforas conocidas: el nacimiento como aurora y la muerte como ocaso. Luego de esto el soneto habrá terminado, si es que un poema puede terminar, y nos habrá dejado una última imagen: una mujer que es también el sol.
Nadie en su sano juicio se atrevería
a afirmar que esta interpretación del poema es superior al poema y lo que
inicialmente nos deja. El valor sonoro e imaginario, el sentimiento intuido y
el hermoso misterio de versos como “Nació donde el oriente el rojo velo/ Corre
al nacer al rostro rubicundo”, son infinitamente superiores a cualquier
interpretación del soneto, especialmente a una tan trivial como la mía. Sin
embargo, no por ello hay que restarle todo valor al esfuerzo interpretativo,
que termina, cuando el esfuerzo es sincero, posándose como una feliz añadidura.
Por último, quisiera agregar algunas líneas a manera de justificación.
Los párrafos anteriores corresponden menos a un pensamiento deliberado y
detenido que al intento de conectar diversas ideas que me acometieron en mi
caminata vespertina, entre el interrumpido tarareo de la melodía japonesa. No sé si habré logrado
alguna coherencia, pero no me preocupo demasiado por ello, ya que, según
Schopenhauer, la coherencia del pensamiento (hablaba, más bien, de su
pensamiento) no es más que la coherencia de la realidad consigo misma, que no
puede faltar. Pienso ahora que quizás
este breve ensayo, si se puede llamar ensayo, corresponde a un intento personal
de convivir con la promesa que Schopenhauer hizo en nombre del arte y de la
estética, o con el modo, antiguo y japonés, de vivir permanentemente al lado de
la belleza.