10.09.2015
¿Qué
tiene en común la avanzada rusa en Ucrania con la permanencia de Grecia en la
UE y con los partidos y gobiernos racistas surgidos frente a oleadas
migratorias procedentes del Oriente Medio y de la región balcánica?
Aparentemente nada. Se trata, a través de una primera mirada, de
acontecimientos que deben ser analizados en su singularidad.
Pero
desde una perspectiva historiográfica no podemos contentarnos con una primera
mirada. Tarea del historiador no es solo analizar “la verdad de los hechos”
sino investigar hasta que punto existen vinculaciones entre ellos. Si es así,
estamos frente a un proceso, entendiendo por proceso la articulación de dos o
más hechos orientados hacia una misma dirección.
Y
bien, una segunda mirada lleva a percibir que a pesar de ser muy diferentes
esos hechos tienen un nexo: todos apuntan en contra de la posibilidad de una
Europa política y económicamente unida. Estamos –ese es el problema- frente a
un proyecto reaccionario destinado a impedir la unificación de Europa.
En
el discurso político aparece como tópico de referencia la distinción entre “la
vieja” y la “nueva” Europa. La primera
fue la Europa militarista, confesional, autoritaria y monárquica, extendida
desde su formación medieval hasta llegar al siglo diecinueve desde donde, a
partir de la Revolución Francesa, comenzó a nacer otra Europa: laicista y
racionalista en lo cultural, republicana en lo político.
Durante
el siglo XX la Europa de post-guerra ha llegado a ser, además, liberal y
democrática.
La
adopción del Estado social impulsado por movimientos socialistas y
socialdemócratas, el abandono de la política colonialista y la configuración de
una economía social de mercado, son hitos que condujeron hacia la Europa que
todos conocemos. Sobre la base de esa segunda Europa ha comenzado a tomar forma
el proyecto de una Europa Unida, una que no termina con la UE (más bien
comienza con ella). Esa es la razón por la cual los enemigos declarados de esa
tercera Europa tienen como objetivo dinamitar a la UE. Sin la UE no habrá una
tercera Europa.
¿Cómo
será esa tercera Europa? Algunas de sus características ya han emergido. Será
cosmopolita, multicultural, multireligiosa, y sobre todo, confederada y
unitaria. Ciertos idiomas nacionales pasarán a ser dialectos y muchos dialectos
desaparecerán para siempre.
Evidentemente
la tercera Europa no será un paraíso. Su historia estará marcada por duros
conflictos sociales y culturales, incluso raciales. Los emigrantes portan
signos de un futuro que ya es presente. Sus descendientes lo configurarán a su
medida. Ellos impregnarán a la nueva cultura, pero a la vez, muchos serán
impregnados –a esa posibilidad hay que apostar- por los valores democráticos
que surgieron en la segunda Europa.
Las
crecientes oleadas migratorias desatarán consecuencias que, sin querer abusar
del término, podríamos caracterizar como revolucionarias. La mayoría de los
emigrados formarán nuevos contingentes de trabajadores. Una parte será
integrada en los circuitos formales de la economía social. Otra engrosará el
espacio, ya de por sí muy grande, de la economía informal uno de cuyos
segmentos está formado por actividades delictivas. Pequeños y medianos
comerciantes convertirán apacibles avenidas en verdaderos bazares. La vida cotidiana
será más dinámica, más multitudinaria, más alegre, más gastronómica, más
global, más erótica. Pero también, más peligrosa.
La
movilidad social alcanzará ritmos vertiginosos. La violencia y la creciente
criminalidad obligarán a reforzar sistemas de vigilancia. La lucha de clases
será sustituida por la lucha de calles. Tendencias racistas se convertirán,
como de hecho está ocurriendo, en partidos políticos e incluso formarán
gobiernos ultra-nacionalistas y neo-fascistas.
El
tránsito de la primera a la segunda Europa fue brutal. Desde la Santa Alianza,
pasando por los fascismos, los regímenes religiosos integristas y los
estalinismos, el camino ha sido escabroso. El tránsito de la segunda a la
tercera Europa no será menos difícil. Ya están siendo levantados nuevos muros
(Hungría) destinados a sustituir al siniestro muro de Berlín. La Rusia
neo-zarista de Putin espera su “momento histórico” y polacos y lituanos si no
lo saben, lo pre-sienten.
La
tercera Europa surgirá de una revolución, pero de una revolución sin
revolucionarios. Por contrapartida han aparecido muchos militantes
contrarrevolucionarios. Detrás del discurso orientado a impedir el advenimiento
de la tercera Europa, una contrarrevolución en marcha defiende los valores de
la vieja Europa. En nombre de la lucha en contra de la tercera Europa, han
emergido sectores cuyo objetivo es demoler los valores que dieron forma y razón
de ser a la segunda Europa.
La
tarea política de los demócratas pasa, en consecuencias, por la defensa de la
segunda Europa. Solo sobre la base de su existencia podrá ser construida una
tercera Europa que no lleve a la desintegración de la segunda. O dicho a la
inversa: Sin esa segunda, la de nuestro tiempo, no habrá una tercera, solo
habrá una primera Europa.
Si
alguien tiene dudas, lea los programas y discursos de los movimientos y
partidos neo-fascistas. Ya sea el FN en Francia, ya sea el Partido de la
Libertad en Holanda, Aurora Dorada en Grecia, el BNP en Inglaterra, los
movimientos autonomistas de España e Italia, los neo-nazis alemanes y
escandinavos, y muchas otras apariciones similares -a las que debemos sumar los
gobiernos integristas de Hungría, Turquía y Rusia- tienen como objetivo común
el regreso al estatismo nacionalista y la recuperación de valores pre-democráticos
como el patriotismo, la virilidad, la familia tradicional y, en algunos casos,
el Estado confesional.
La
resistencia en contra de la Revolución Francesa de 1789 continúa vigente, pero
esta vez en nombre de la lucha en contra de los emigrantes. Sin embargo, los
bárbaros no son los emigrantes. Tarde o temprano ellos pasarán a formar parte
de una nueva ciudadanía europea. Los verdaderos bárbaros estaban escondidos en
Europa. Hoy solo han salido de sus madrigueras.
La
protección física y la integración de los emigrantes no podrá ser llevada a
cabo por cada estado nacional por separado. Hoy más que nunca Europa precisa de
una autoridad supra-nacional como la EU, destinada a regular y asegurar el
tránsito pacífico hacia la Europa del futuro.
La
conservación de la EU –pese a sus taras burocráticas- es condición existencial
para Europa. Algunos estadistas ya lo han entendido. Solo así se explica la
lucha que libraron Merkel y Hollande a favor de la permanencia de Grecia en la
EU. La salida de Grecia habría significado el comienzo de la desintegración de
la EU. Si así hubiera sucedido, Europa estaría hoy más cerca de la vieja que de
la nueva Europa.
El
periodo que data desde el fin de la Guerra Mundial hasta la caída del Muro de
Berlín ha sido solo una breve calma entre grandes tempestades. Europa, por lo
visto, nunca vivirá en paz consigo misma.