“--------...De las tres maneras de conocer y presentar los objetos de nuestro pensamiento: la de la descripción y anotación de los hechos, que es la de la historia; la de la comparación de los hechos conocidos para descubrir leyes de relación, que es la de la ciencia; y la de la recreación o creación de los hechos, que es la del arte, no pocas veces la más profunda, valedera y permanente, como ya lo sabía Aristóteles, es la última la que prefiero, porque son los hallazgos del arte y de la ficción los que finalmente caracterizan y representan las civilizaciones”.
Así lo expresó Arturo Uslar Pietri en el discurso de incorporación a la Academia Venezolana de la Lengua, el 20 de marzo de 1958, y con esto que dijo reafirmó el carácter del arte en su variada formación siempre cambiante.
La crisis actual de la crítica nos enfrenta al hecho de su pretendida profesionalización, a disponer de una metodología, a incorporarse a un saber interdisciplinario que aspira a ser científico.
La aspiración radical del filósofo Edmund Husserl fue su expreso afán por fundar una filosofía como ciencia rigurosa. En el horizonte del pensamiento filosófico moderno a partir de la transición socrática y platónica, se había planteado ese nuevo rumbo, con Kant y su visión criticista, pero al perderse la conexión entre la metafísica y la ciencia, debido a Hegel, aquellos intentos resultaron infructuosos.
Husserl propuso un cambio en el sentido del filosofar, con el propósito de desembarazar a la filosofía de la influencia del pensamiento naturalista de la época, y estableció su doctrina para rescatar el carácter de ciencia como sostén de la filosofía: “Al comienzo, toda la energía del pensamiento se concentra en poner debidamente en claro, mediante la reflexión sistemática, las condiciones de ciencia rigurosa ingenuamente olvidadas o mal interpretadas por la filosofía hasta entonces, para intentar luego la nueva construcción de un edificio de la doctrina filosófica”
La filosofía puede asemejarse a la ciencia en que ambas exigen un sistema y un método de conocimiento, y de tal situación surge en el filósofo checo la exigencia de dar un fundamento propio a la filosofía: El conocimiento absoluto que nace de la posibilidad del propio conocer mediante la conciencia. De este modo puede darse a la filosofía el carácter de ciencia rigurosa.
¿Puede dársele al arte carácter científico? No hay tesis que lo demuestre, pero puede afirmarse que la creación de arte no tiene un sistema ni exige un método único para su formación. El arte se perpetúa como un fin en sí mismo. Sería más bien, como lo dice Susan Sontag, un medio para lograr algo que quizá sólo puede alcanzarse cuando se abandona el arte. Lo que importa de la obra de arte no es ella en sí misma sino aquello que vislumbramos al percibirla, lo que nos insinúa, aunque sea el vacío. “El hecho estético es la inminencia de una revelación que no se produce; es una cercanía, no una aseveración”, nos dijo Jorge Luís Borges.
El primero en rechazar la presencia del crítico es el artista. Ya el arte ha roto sus límites y su finalidad, si es posible darle alguna, y no procura la contemplación de la obra ni suscita meditaciones sobre el significado que tenga. ¿Cuál sería el objeto de la crítica? No es la valoración plástica o artesanal de la obra, ni tampoco la génesis del acto formativo.
“Yo soy Dios”, clamó Matisse al terminar “La capilla de Vence”, en la pequeña localidad al sur de Francia, y Picasso dijo algo semejante: “Dios, el otro artesano”. Aunque exageren en la proclamación, es cierto que el artista lucha contra el precedente y el poder de la creación original, puesto que el arte es formativo y no puede prescindir de la tradición.
El artista es rebelde a lo convencional, para él se trata de crear algo verdadero, único, opuesto a la creación de las masas. Esquivo al análisis racional por ser manifestación de lo real-místico, reacio a ser dirigido o sujetarse a las doctrinas de la ciencia: Sicoanálisis, Estructuralismo o las teorías llamadas Deconstruccionistas, que pretenden explicar científicamente la obra.
Algo semejante a lo dicho es el planteamiento de George Steiner en su ensayo “Presencias reales”
En esta larga y prolífica diatriba, Steiner se ha posicionado en la idea de ilegitimidad y deuda frente al concepto de la divinidad. La tradición ha conducido al arte, hasta este siglo, hacia la creación que abandona a Dios como competidor, predecesor o antagonista. El adversario ahora es la forma misma, por lo cual el artista moderno es técnicamente deslumbrante pero vacío, el arte moderno es solipsista, no hace otra cosa que agotarse en una lucha contra la propia sombra.
Steiner mismo reconoce las dificultades de su hipótesis teológica, pero al mismo tiempo la sostiene en cuanto única con suficiente poder para explicar fenómenos creativos básicos. Quizá no podamos sentir más que la notable ausencia de Dios, dice, pero esta ausencia es el misterio que incluso desde la oscuridad y la muerte puede devolver la promesa de una verdad. Poder sentir la ausencia de Dios, angustiante u odiosa, es también mantenerse en relación con la presencia real creada. El artista que pretenda demostrar esta ausencia de Dios, se sostiene e integra en ese infinito al cual no puede llegar. Así, hasta el arte antirreligioso sigue siéndolo a su pesar. Pero los formalismos, o las técnicas automáticas generadoras de arte sin intervención del autor, reflejan el vacío de significado en el terreno artístico.
Las Sagradas Escrituras significaron un cambio en la humanidad, lo mismo que nuestra percepción de los sonidos es distinta con la música de Mozart, o la percepción de los colores y el paisaje luego de la incorporación de Van Gogh. La materia concreta en estas obras constituye una presencia real, con existencia propia y único carácter, y no son reemplazables por los comentarios críticos que se hagan acerca de ellas. En estos casos el hecho estético y la significación que se efectúa a posteriori mediante la interpretación y análisis son derivados que nunca reemplazarán a la experiencia real, necesaria para la modificación de la sensibilidad del receptor mediante el contacto con la presencia de la obra. Los clásicos siguen siendo clásicos, el concepto de autor continúa vigente, y las opiniones sobre obra y autor no tienen operatividad retroactiva sobre ellos.
En el Prefacio a Cromwell, Víctor Hugo expresó:
“El cristianismo dirigió la poesía hacia la verdad. Como él, la musa moderna lo verá todo desde un punto de vista más elevado y más vasto; comprenderá que todo en la creación no es humanamente bello, que lo feo existe a su lado, que lo deforme está cerca de lo gracioso, que lo grotesco es el reverso de lo sublime, que el mal se confunde con el bien y la sombra con la luz. La musa moderna preguntará si la razón limitada y relativa del artista debe sobreponerse a la razón infinita y absoluta del creador; si el hombre debe rectificar a Dios; si la naturaleza mutilada será por eso más bella; si el arte tiene el derecho de quitar el forro, si esta expresión se nos permite, al hombre, a la vida y a la creación; si el ser andará mejor quitándole algún músculo o el resorte; en una palabra, si ser incompletos es la manera de ser armoniosos. Entonces fue cuando, fijándose en los acontecimientos, a la vez risibles y formidables, y por la influencia del espíritu de melancolía cristiana y de crítica filosófica que acabamos de notar, la poesía dio un gran paso, un paso decisivo, un paso que, semejante a la sacudida que produce un terremoto, cambiará la faz del mundo intelectual. Obrará como la naturaleza, mezclará en sus creaciones, pero sin confundirlas, la sombra y la luz, lo grotesco y lo sublime, el cuerpo y el alma, la bestia y el espíritu; porque el punto de partida de la religión debe ser el punto de partida de la poesía".
Tal es la libertad del artista.