Cuando Alexis
Tsipras convocó al referendo del 5 de Julio, lo hizo enarbolando la bandera de
un doble discurso. Hacia afuera del país presentó al referendo como una simple
consulta popular destinada a recabar apoyo para seguir negociando con la Troika
(CE, BCC y FMI). Esa parte del discurso la compró de inmediato el presidente
Hollande y su primer ministro Valls, ambos necesitados del apoyo o por lo menos
de la neutralización de la izquierda francesa. Alemania en cambio, no la
compró, entre otras cosas porque la coalición de centro no necesita de la
izquierda no-socialdemócrata (pro-Tsipras) para nada. El 80% de la nación
alemana apoya a su gobierno frente a Tsipras. Si Ángela Merkel hubiera sido
populista y llamado a un referendo sobre si ayudar o no ayudar a Grecia, Alexis
Tsipras habría quedado muy mal parado. Gracias a Dios o a no sé quién, Merkel
no es populista
Pero no fue Ángela
Merkel, fue el propio presidente de la socialdemocracia, el vice-canciller
Sygmar Gabriel, quien, radicalizando su escepticismo con respecto a Tsipras,
señaló: “El gobierno de Grecia ha roto todos los puentes ”. Merkel en cambio,
siempre cauta, argumentó con un viejo refrán “Cuando hay voluntad, siempre hay
un camino”. Ella piensa que Europa necesita de Grecia, pero también sabe que
Grecia necesita aún más de Europa. Por eso, aunque diga lo contrario, no ha
cesado de jugar al póquer con Tsipras.
Es decir, Tsipras
necesita de Europa. La necesita, pero no solo para saldar deudas e intentar
salir de la profunda crisis que –seamos honestos- heredó de gobiernos
anteriores. La necesita, además, para llegar a ser lo que todo líder populista
desea ser: no un líder nacional sino un líder regional.
En otras palabras:
Tsipras, como todo “europeo antieuropeo”, necesita –al igual que los populistas
de extrema derecha– de una Europa unida para desunir a Europa. Eso quedó muy
claro en la otra mitad de su doble discurso, precisamente la que no vieron o no
quisieron ver Hollande y Valls.
En multitudinarias
manifestaciones que precedieron al triunfo del NO, Tsipras no presentó al
referendo como medio para una futura negociación con organismos acreedores,
sino como una declaración de guerra al capitalismo financiero mundial y a los
estados que supuestamente lo representan. No vaciló incluso en apoderarse de la
terminología de los fascistas de Aurora Dorada haciendo mención a “la patria
humillada” a la vez que su ex ministro y amigo Varufakis calificaba, en una
declaración muy calculada, al FMI como terrorista. Así Tsipras se presentaba
como defensor de los bolsillos de los pobres en contra de las restricciones
impuestas “desde fuera” por el capitalismo mundial.
Manejando ese
discurso doble (y, por lo mismo, tramposo) el NO de Tsipras no podía sino ganar.
¿Qué ciudadano común y corriente va a votar en contra de la patria y en contra
de su bolsillo? Solo pequeños grupos esclarecidos, las clientelas de la antigua
clase política y muy poco más.
Sintetizando: es posible afirmar que mientras hacia fuera
de su país, Tsipras presentó el referendo como un medio político para lograr un
objetivo económico, hacia adentro, utilizó el tema económico para lograr un
objetivo político, a saber: alcanzar, de una vez por todas, la mayoría absoluta
y erigirse así como líder indiscutido de toda la nación griega.
Tsipras, si
seguimos la lógica de la “razón populista” (Ernesto Laclau), realizó una
maniobra magistral. Gracias a esa
jugada solo podía “ganar o ganar”. De este modo, si los gobiernos europeos no
aceptan la incapacidad de pago de Grecia, se presentará ante el mundo como una
víctima del capitalismo financiero global. Si en cambio la acepta, se
presentará como el Titán que doblegó la mano a la lógica del neoliberalismo
europeo.
Maniobra que
lamentablemente no ha sido entendida ni por gran parte de la clase política ni
mucho menos por los ciudadanos de Europa. Aparte de una extrema minoría con
conocimientos históricos que le permiten comparar los discursos fascistas y
comunistas de los años veinte y treinta con los del Tsipras de hoy, para la
gran mayoría de los europeos se trata de un fenómeno absolutamente nuevo. No
así para un observador latinoamericano.
A cualquier
latinoamericano medianamente informado, más allá de sus convicciones políticas,
el doble discurso de Tsipras ha de resultar muy familiar. Fue el discurso de
Eva y Domingo. Fue el discurso del
joven Castro y del primer Alán García. Pero sobre todo fue el discurso de Hugo
Chávez. Todos esos discursos tuvieron algo en común: una irracionalidad muy
racional. Todos contribuyeron a una extrema polarización. Todos convirtieron a
la política en locura colectiva. Todos contribuyeron a la ruina económica y
moral de sus respectivas naciones. Todos apostaron a la magia de un gran líder.
Sin intentar
analizar causas y razones –ese debería ser otro articulo- lo cierto es que
tanto en Europa como en América Latina estamos frente a una fuerte oleada
nacionalista y populista a la vez. El nacional –populismo, al igual que el
populismo fascista de los años treinta, ya ha logrado convertirse en gobierno o
en alternativa de gobierno en diversos países europeos.
En Europa el
nacional-populismo adquiere incluso características más peligrosas que en
América Latina. Mientras en la versión latinoamericana los populistas aparecen
como alternativa nacionalista frente a un imperio lejano y muchas veces
abstracto, en Europa lanza dardos envenenados en contra de los organismos que
dan sentido, estructura y orden a la región. Más aún, todos -ya sea de manera
solapada, como Podemos o Syriza, o de un modo abierto como el Frente Nacional
de Marine Le Pen o el gobierno facho-cristiano de Urban en Hungría- simpatizan
con el anti-europeismo que representa esa potencia militar no imaginaria que es
la Rusia de Putin.
No fue casualidad
que las primeras felicitaciones recibidas por Syriza y Tsipras después del
referendo provinieron de los dos gobiernos más antidemocráticos de América
Latina (Venezuela y Cuba), de la Rusia autocrática de Putin y del neo-fascismo
de Marine Le Pen. En cierto modo el gobierno Tsipras es ya parte de una
informal “internacional populista” que de modo lento pero progresivo está
alcanzando un carácter formal.
Por el momento
Grecia ha pasado a ocupar un rol similar en Europa al que ocupa la Venezuela de
Maduro en América Latina. No nos referimos solo al desastre económico que ha
tenido lugar en dos naciones que, bien gobernadas podrían haber sido ejemplos
de prosperidad, sino al hecho inocultable de que ambas, Venezuela desde el
pasado reciente, Grecia desde ahora, han sido el epicentro de movilizaciones y
proyectos que no solo amenazan la estabilidad económica sino la unidad política
de las respectivas regiones.
Sin embargo, el
hecho más peligroso de todos es que Merkel, Hollande, Lagarde, Jüncker, Draghi
y otros de los múltiples interlocutores del habilidoso Tsipras, parecen estar
convencidos de que solo enfrentan un problema de carácter puramente económico.
Da la impresión de que ninguno de ellos ha sabido calibrar las dimensiones
políticas que se esconden detrás del tema de la deuda griega. Lo que está en
juego -es lo que ellos no nos han dicho- no es un sistema monetario. Lo que
está en juego es la propia idea de la Europa unida.
Europa no es el
Euro, es una frase repetida hasta el cansancio. Pero –y ahí reside el nudo del
problema- para la mayoría de los gobiernos democráticos de Europa, sí lo es.