El
presidente Recep Tayyir Erdogan de Turquía y su partido Justicia y Desarrollo
(AKP) han sido derrotados en las parlamentarias que tuvieron lugar el día 7 de
Junio de 2015.
¿Derrotados
con una votación que bordeó el 49%? Sí: exactamente: derrotados, porque el
propósito de Erdogan no era solo ganar, sino alcanzar una mayoría absoluta que
le permitiera -como venía anunciando desde 2014- eliminar a la república
parlamentaria y fundar una república presidencialista e islámica.
A
fin de cumplir sus objetivos, Erdogan, convencido de que nunca iba a perder la
mayoría absoluta, otorgó a las elecciones parlamentarias el carácter de un
plebiscito. En consecuencias, lo que triunfó en Turquía fue un NO a la amenaza
anti-democrática representada por Erdogan. Dicho de modo inverso, lo que fue
derrotado en Turquía fue un proyecto autocrático, autoritario, integrista si no
dictatorial, hecho a la medida de la persona presidencial.
La
débil democracia turca salvó su existencia por un pelo. De haber obtenido
Erdogan la mayoría absoluta estaríamos hoy frente a un nuevo Estado basado en
la dominación de un solo partido y de un solo líder. ¿Es este el comienzo del
fin del proyecto Erdogan? La pregunta es quizás prematura. Erdogan es un hábil
populista y como tal, tiene muchas caras.
Erdogan,
desde que comenzó su carrera política como Alcalde de Estambul logró perfilarse
como un político visionario ante la opinión pública turca y europea.
Por
una parte, gracias a la alianza establecida con el integrismo islámico y el
ejército, Erdogan llegó a convertirse en un garante del orden público,
precisamente lo que las empresas nacionales e internacionales necesitaban para
realizar inversiones a largo plazo en la floreciente economía turca.
Por
otra parte, a diferencia de sus predecesores, no intentaba Erdogan entrar a la
UE a todo precio. Su orientación era más bien contraria: convertir a Turquía en
la vanguardia política del mundo islámico del mismo modo como Mustafá Kemal
Atatürk la convirtió en los años veinte en una autocracia militar-laicista
hegemónica en la región. No sin razón algunos observadores vieron en la figura
de Erdogan una especie de Mustafá Kemal islámico. Pro-occidental en la
economía, pro-islamista en la política.
Y
bien, todo el edificio visionario del gobernante turco se vino abajo en las
recientes elecciones parlamentarias. Al forzar su proyecto autocrático ya había
perdido gran parte de su credibilidad en Europa. Desde el 6 de Junio ha comenzado
a perderla en Turquía. Sin mayoría absoluta no habrá presidencialismo y para
gobernar se verá obligado, desde ahora en adelante, a hacer lo que menos le
gusta: pactar.
¿Pactar
con quién? ¿Con el HDP el partido nacionalista de izquierda kurdo cuya votación
bordeó el 13%? En ningún caso. Pactar con el HDP pasa por reconocer la
autonomía kurda y esa sería otra derrota para Erdogan. Además, al día siguiente
de las elecciones, el líder Selahattin Darmitas –una especie de Alexis Zypras
kurdo- anunció que en ningún caso pactará con el AKP.
La
otra posibilidad sería pactar con la extrema derecha turca, la fascistoide
aunque laica Acción Nacionalista (MHP). Pero ni los islamistas ni la
ultraderecha quieren acercarse. Aparte del distanciamiento que comparten con respecto
a las normas democráticas, no los une nada.
En
consecuencias, a Erdogan no queda otro camino que pactar con el partido
socialdemócrata CHP (un respetable 25%), representante oficial del laicismo.
Pero eso lo obligará a renunciar, por lo menos a mediano plazo, al proyecto de
la república Islámica, lo que para Erdogan será algo así como renunciar a sí
mismo.
Peor
todavía: si pacta con la socialdemocracia, Erdogan deberá rehabilitar al
interior de su partido a interlocutores válidos para el CHP, los musulmanes
moderados de la “vieja guardia” que el mismo había alejado del AKP. Sin
embargo, no tiene otra alternativa, a menos que intente dar una patada a la
mesa, llevar a más militares al poder y comenzar a gobernar por decreto. El
problema es que Turquía es parte (militar y económica) de Europa y no de Sudamérica. El precio
que debería pagar Erdogan si intenta dar ese paso sería altísimo, tanto desde
el punto de vista económico como del político.
Desde
una mirada más politológica que política, los comicios parlamentarios de
Turquía arrojan, además, interesantes lecciones.
La
primera es que nuevamente ha quedado demostrado el fracaso de las encuestas de
opinión, en este caso las turcas y las europeas. Todas, sin excepción, daban
como ganador absoluto a Erdogan.
La
segunda es que el resultado de las elecciones fue un desmentido rotundo para
los escépticos de la oposición turca quienes afirmaban que, debido a la
influencia que la presidencia ejerce en el aparato electoral, en la justicia,
en el ejército, en la televisión y en la prensa, era imposible que Erdogan
perdiera su mayoría en las elecciones.
La
tercera lección ha sido la más resaltada y es la siguiente: las elecciones
pueden ejercer una influencia democratizadora en partidos que en sus orígenes
no han sido democráticos. Interesante en ese sentido fue la apertura del partido
de la izquierda kurda, HDP. Aunque en sus orígenes fue considerado un brazo
civil de las guerrillas del Partido Comunista Kurdo, PKK, en los últimos
tiempos ha abierto sus alas hacia diversos sectores de la sociedad, levantando
un programa libertario con fuerte resonancia entre las juventudes turcas
urbanas.
La
defensa de minorías no solo “étnicas”, sino también culturales y sexuales hecha
suya por el HDP, ha traído consigo brisas refrescantes, las que contrastan con
el asfixiante y oscuro mundo de los fundamentalistas religiosos que rodean a
Erdogan.
Por
el momento –aunque no de modo definitivo- el proyecto militar- teocrático
representado por Erdogan ha sido bloqueado en Turquía. Es, sin duda, una buena
noticia. Pero no solo lo es para esa histórica nación. Lo es también para todos
los demócratas. Sean estos del Occidente o del Oriente.