Más que “el caso del dedo
de Gonzalo Jara” y sus implicaciones no-futbolísticas, me han interesado
(inevitable deformación profesional) las diferentes reacciones con respecto a
lo sucedido en la cancha ese Jueves 24 de Junio. Dichas reacciones tienen la particularidad
de dar a conocer el estado cultural de una nación aún mejor que cualquiera
encuesta sociológica.
Así fue como inspirado en
los procedimientos de Max Weber, intenté construir una tipología destinada a
ordenar a las diferentes opiniones en grupos.
El primer grupo es el de
los moralistas, también llamados por el cantante Joan Manuel Serrat, “macarras
de la moral”. De acuerdo a los moralistas, Jara, al haber faltado a los
principios básicos de la ética deportiva universal, deberá ser duramente
castigado.
Interesante es constatar
que la mayoría de los que opinan de modo moral no han sabido decir en cual código
de la sagrada FIFA se encuentran los reglamentos que permiten establecer la
diferencia entre regresiones (escupitajos, mordiscos), patadas a mansalva y una
caricia en el traste, este último, acto racional concebido de acuerdo a los
principios de la lógica instrumental destinado a provocar a un adversario a fin
de lograr su expulsión.
Hay un hecho preocupante:
para la gran mayoría de los moralistas del fútbol, la moral continúa vinculada
de modo consciente o inconsciente (solo) con la sexualidad. Es muy sintomático
por ejemplo que nunca los moralistas levantan la voz cuando a un futbolista le
rompen la dentadura o el espinazo. Pero basta que a uno le toquen el poto para
que todos salten convertidos en un resorte de ira y espanto. Las cosas, desde
los tiempos de Freud, no parecen haber cambiado demasiado.
Un segundo grupo es el de
los oportunistas políticos, siempre dispuestos a pescar en ríos revueltos.
Algunos han llegado al extremo de vincular el dedo de Jara con el relajo de
“toda” la clase política chilena. Un par de columnistas de derecha ha afirmado
incluso que hay una relación directa entre el estilo de gobierno de Bachelet y
el dedo de Jara. Otro de izquierda –no podía faltar- escribió en su blog que la
acción de Jara es el resultado del neoliberalismo (¡!) al haber transmitido al
fútbol una doctrina donde todo está permitido en función del éxito.
Un tercer grupo ha sido
inevitablemente el de los chistosos. Algo muy lógico y natural. No vale la pena
analizarlo. Huelga decir que ha habido chistes y memes de pésimo gusto. Pero
también algunos han sido muy graciosos. Quien, aunque sea en privado, no ha
reído con ellos, debe ser muy hipócrita.
Ahora, haciendo un estudio
transversal me di cuenta de un hecho que puede tener suma importancia, no solo
para el dedo de Jara. Es el siguiente: mientras menores son los conocimientos
futbolísticos, más virulentas han sido las críticas a Jara. A la inversa, los
que más saben de fútbol se muestran benevolentes con Jara.
Haré excepción de los
comentaristas uruguayos quienes con “cara de raja” (expresión del jugador-
filósofo David Pizarro) quieren hacernos creer que el equipo celeste esta
formado por un coro de ángeles y no por una banda de tupamaros. Pero la mayoría
de los entendidos opinan que lo sucedido con el traste de Cavani es normal en
el fútbol. Somos muchos los que sabemos que en la cancha suceden cosas peores.
Sabemos por ejemplo que
cuando un jugador se acerca a un contrario a hablarle con una sonrisa, le está
mentando a la madre, a la abuela y a la hermana. Sabemos que si observamos en
cámara lenta lo que sucede en los montoneras que se producen con cada tiro de
esquina, no solo te tocan el culo, sino, además, te agarran las reverendas, te
tiran la manguera, te rajan la camiseta, te escupen y te dicen lindezas que
avergonzarían al Marqués de Sade. Es que, definitivamente, el fútbol es así.
“¿Y eso le parece normal a
usted?” – me espetó con indignación una amable colega que de fútbol entiende
tanto como yo de aeronáutica-. “¿No es acaso el fútbol un deporte?” Mi
respuesta fue casi instintiva. “Sí, pero no es solo un deporte”. Fue en ese
momento cuando me di cuenta que yo, casi sin pensarlo, acababa de
formular una tesis: “El fútbol no es (solo) un deporte”.
A fin de comprobar la
veracidad de mi tesis, busqué en la enciclopedia la definición de la palabra
deporte. Dice así: “Deporte: Actividad dedicada a la recreación espiritual a
través del ejercicio corporal y de la sincronización de los movimientos con la
mente”. Al leerla pensé que si un futbolista leyera esa definición se mataría
de la risa. No, definitivamente el fútbol no es (solo) un deporte.
“Y si no es un deporte ¿qué
es entonces?”- fue la pregunta de mi estimada colega-. Debo confesar, no supe
que responder. Como a tantos mortales las mejores respuestas recién se me
ocurren cuando el momento de darlas ya ha pasado. Pero si mi estimada colega hiciera su pregunta de nuevo, le contestaría sin dilación: "Para mí el fútbol es lo más
parecido a una batalla campal".
Pido al lector, para que me
entienda, que el acento de mi respuesta no debe ser puesto en “la batalla
campal” sino en “es lo más parecido”. Pues yo no digo que el fútbol sea una
batalla campal. Solo digo que “es lo que más se le parece”. Lo que digo, en
síntesis, es que el fútbol es un simulacro de una batalla campal. Este es el
punto hacia donde voy: el fútbol es un simulacro.
El concepto de simulacro es
importante. No solo en el fútbol. También lo es en la filosofía. Destaquemos
que un autor como Giles Deleuze ha construido toda una teoría en torno al
concepto de simulacro. Para Deleuze (“Platón y el Simulacro”) la vida está constituida por
escenificaciones que pueden ser consideradas como simulacros de significados
que alguna vez tuvieron una existencia real. Por lo mismo, para Deleuze, un
simulacro es una cadena de representaciones simbólicas.
Desde una esquina opuesta,
Jean Baudillard, al entender el concepto de simulacro de un modo post-marxista,
critica a Deleuze. Para Baudillard en su texto Cultura y Simulacro, el concepto de simulacro es
equivalente al de “conciencia falsa” hegeliana, expresada sobre todo en la vida
económica por medio del “fetichismo de la mercancía” (Marx). En consecuencia,
un simulacro sería una representación falsa (alienada) de la realidad material.
Al llegar a este punto, permítaseme romper una lanza a favor de Deleuze pues, a
mi juicio, Baudillard incurrió en un lamentable error: confundió el concepto de simulacro con el de simulación. La verdad, ambos,
aunque fonéticamente están emparentados, son muy distintos entre sí.
Una simulación encierra
siempre una no-verdad y casi siempre una mentira. ¿Puedo decirlo con ejemplos?
Si estoy deprimido y voy a una fiesta y allí me muestro alegre, estoy
simulando. Si voy a un velorio y muestro una profunda tristeza aún sin haber
conocido al muerto, estoy simulando. Y así sucesivamente. Incluso en las
relaciones más personales, las del amor, solemos incurrir en
inevitables simulaciones.
Un simulacro en cambio es
un acto de representación simbólica destinado a reproducir del modo más verdadero posible una realidad hasta el punto de
incorporar en la representación simbólica fragmentos de la realidad
representada. Y bien, eso es lo que sucede con el fútbol. El fútbol no es
(solo) un deporte. Es, sí, lo más parecido a una batalla campal.
Si nos fijamos en la
construcción discursiva de un partido de fútbol, comprobaremos que muchos de
sus conceptos tienen el mismo sentido que los que se aplican en una batalla.
Hay, por de pronto, una relación estrecha entre una estrategia y una táctica.
De lo que se trata es de luchar para conseguir una victoria sobre el
adversario. En función de ese objetivo recurrimos a medios lícitos pero, si se
da la ocasión, a ilícitos. El balón, dicen los locutores, no es empujado: es
disparado. Y cuando alguien hace un gol, exclaman: ¡fusiló al arquero!
Podríamos seguir hasta el cansancio. Ejemplos sobran.
Ahora, como en toda
batalla, aunque sea un simulacro, en un partido de fútbol también hay
simulaciones (debo decir que estoy hablando de fútbol masculino pues el femenino
es un “verdadero deporte”). Cuando un jugador apenas rozado por un contrario se
lanza al suelo y comienza a retorcerse como si fuera una serpiente, estamos
frente a una simulación parecida al de un soldado que en medio de una batalla
se hace el muerto para no ser acribillado por el enemigo.
En cada partido de fútbol
normal hay en promedio más de cien simulaciones, hasta el punto de que ya prima
cierto consenso: así como forman parte de la vida, las simulaciones son parte
del fútbol. Ha habido incluso maestros
en materia de simulación. Maradona debe haber sido uno de los más grandes. La
cantidad de penales que se “fabricó” parece ser infinita. Jara, cuando cayó al
suelo como si hubiera sido atropellado por un camión, demostró dominar
perfectamente las reglas de la simulación. Las simulaciones son, digámoslo sin tapujos: partes del juego.
O para decirlo en términos
más filosóficos: todo simulacro contiene simulaciones, pero ninguna simulación
contiene un simulacro.
¿Qué habría pasado si Jara,
fiel a las reglas del simulacro, hubiera propinado a Cavani una feroz patada
en el culo? Probablemente nada, o casi nada. El zapato con estoperoles es un
arma de batalla en el fútbol, eso lo saben todos los árbitros. Cuando más, Jara
habría sido suspendido por un partido y aquí no ha pasado nada. Pero acariciar
el trasero a un enemigo (y, horror, con una mano) no forma parte del libreto de
un simulacro de ninguna batalla.
Por eso y no por otra cosa fue castigado Gonzalo Jara. No por haber lastimado a alguien, sino por haber faltado a
las reglas no escritas de un simulacro. ¿Se atrevió alguno de los Jueces de la Comebola a pensar siquiera esa gran verdad? Probablemente no. Si así hubiera sido habría debido reconocer
que el fútbol no es (solo) un deporte y, además, que es el simulacro de una
batalla campal.
Pero lo peor no ha sido
dicho todavía. La razón por la cual el fútbol nos gusta tanto es precisamente
porque se parece mucho a una batalla campal. Si el fútbol perdiera su carácter
de simulacro y se convirtiera en un “verdadero deporte”, nadie, o casi nadie,
iría a los estadios.