18.05.2015
A veces se confunden, siempre se entrecruzan,
no pueden vivir la una sin la otra y sin embargo son muy diferentes. La
diferencia surge desde una posición básica. Mientras la teología comienza y
termina en Dios, la filosofía, sin negar a Dios, pero sin afirmarlo tampoco, no
puede llegar a ninguna respuesta definitiva y al final se encontrará siempre
con ese vacío desde donde ella misma proviene.
La filosofía carece del don de la revelación.
La filosofía está destinada entonces a fracasar frente a su propio vacío. Pero,
¿quién podría negar que en ese fracaso reside justamente su grandeza? Haciendo
uso de la filosofía, es decir, del pensamiento, podemos elevarnos desde
nosotros mismos y acceder, gracias al alma que nos guía, al mundo del espíritu,
al del Logos, al del saber que para nosotros, los humanos, nunca puede tener un
fin definitivo. La filosofía viene de y termina en el vacío de su propio abismo.
El filósofo piensa al mundo desde su abismo:
Desde su abismo de ser humano y desde el abismo del mundo, un abismo que lo
separa de todo lo que está más allá del ser y del mundo a la vez. Pensar el
mundo desde su vacío es, además, la única posibilidad de pensarlo.
Pero si la filosofía
comienza y termina con la nada, es decir con el vacío, es decir, con la muerte,
es decir con el no-ser, la teología comienza y termina con la vida, y por lo
mismo, con una vida que no tiene comienzo ni final: la vida eterna, la vida de
Dios.
La teología, para decirlo en breve, piensa al ser del estar aquí desde la perspectiva de la eternidad.
La filosofía, en cambio, piensa al
ser del estar aquí desde la
perspectiva del vacío, esto es, de la nada.
El punto de partida y de llegada de la
filosofía no puede ser entonces más que eso: un espacio vacío (tan vacío como
la tumba vacía de Jesús). Hasta esa tumba, y nunca más allá debe llegar el Dios
de los filósofos. Debido a esa razón, la eternidad para la filosofía solo puede
ser, en el mejor de los casos, una simple hipótesis, o como lo fue para Kant:
“Un postulado de la razón práctica”. O dicho en términos actuales: para Kant, como filósofo, Dios no era la solución sino el problema.
La resurrección y la ascensión de Jesús
(hacia la eternidad) no pueden ser en sí objetos de la filosofía, pero sí
pueden y deben ser pensadas como representación simbólica de la tragedia de la
condición humana. A la vez, ambos milagros solo pueden ser entendidos desde la
pespectiva ofrecida por la matriz que ofrece el milagro de la tumba
vacía. Entre el vacío de la tumba, la resurreción del cuerpo y el retorno
de ese cuerpo a la eternidad de donde vino, hay una estrecha filiación.
La tumba vacía de Jesús posee una tremenda
carga simbólica. Pues no la muerte como fenómeno biológico, sino el vacío que
sigue a la muerte es la pregunta que brota de toda filosofía. No se trata, por
cierto, de cualquiera pregunta. Es la pregunta, repito, sin la cual la misma
filosofía no podría haber nacido.
Solo podemos pensar acerca del sentido de la
vida desde la perspectiva de nuestra propia mortalidad. Pero a la vez, nadie
puede pensar sin preguntar. Antes de cada respuesta hay un vacío. Incluso, la
respuesta teológica de la resurrección y de la ascensión de Cristo, surge de un
vacío: ese es el vacío de la tumba vacía.
No deja de ser interesante constatar que el
milagro de la tumba vacía de Cristo, según Juan -de los cuatro evangelistas
oficiales el más “filosófico”- fue “visto” antes que nadie por la Magdalena.
Motivo por el cual es imposible no hacerse la siguiente pregunta: ¿No estaba
“viendo” la Magdalena en la tumba el vacío de su propio corazón? Si así
ocurrió, la poética de Juan sería aún más hermosa de lo que es. ¿Quién,
habiendo perdido a un ser amado no ha sentido un vacío, un vacío que puede
llegar a permanecer para siempre en la memoria?
Para algunos teólogos el descubrimiento de la
tumba vacía es solo un detalle sin importancia, un simple preámbulo que precede
al milagro de la resurrección. Que eso no es así lo demuestra muy bien la teo-
lógica de Benedicto XVl. En el segundo tomo de su Jesús de Nazareth, opina el
Papa Ratzinger que la tumba vacía no es un relato adicional, sino la condición
de la resurrección (del mismo modo -se agrega aquí- que la resurrección es una
condición de la ascensión). No es la muerte del cuerpo, según Ratzinger, el
hecho que posibilita la ascensión, sino la desaparición del cuerpo, es decir,
el vacío de cuerpo.
El cuerpo muerto no es “un no-es”. El cuerpo de un muerto “es” un
muerto. Eso significa que si bien el cuerpo de un muerto no está vivo, el
cuerpo del muerto contiene vida. En ese sentido la
liberación del alma del cuerpo precisa de la no-presencia del cuerpo.
En el capítulo último de su Jesús, Ratzinger argumenta en
estricta consonancia con las tradiciones judías de la era pre-cristiana. No
obstante -y aquí comienza Ratzinger a pensar en “cristiano”- al ser Jesús no
solo representación de Dios, sino Dios sobre la tierra, su cuerpo quedará
excepto de todo proceso de descomposición natural pues Dios es natural y
sobre-natural a la vez.
Habiendo perecido el cuerpo de Dios, solo
puede haber un vacío del mismo modo –agrego yo- como Dios, de acuerdo a todas
las teologías, cristianas o no, creó al mundo desde el vacío absoluto de la nada.
En estricto sentido teológico, la tumba vacía
de Cristo fue un milagro, pero a la vez fue el único milagro que en lugar de
actuar a través de la existencia de un hecho nuevo, actúa a través de una
ausencia: la tumba vacía.
En el vacío de la tumba, Dios nos reveló su
ausencia del mismo modo como su presencia fue revelada a través de la
resurrección cuyo sentido, repetimos, es su ascensión. Y bien, esa nada, ese
vacío de ser, esa ausencia de la presencia de Dios, es un punto que une al
pensamiento filosófico con el teológico. De ahí que muchas veces, cuando
intentamos asomarnos a través de la ventana que se abre después de la muerte,
nos encontramos algunas veces con teologías filosóficas y otras con filosofías
teológicas.
Quizás la teología filosófica no ha tenido ni
tendrá jamás un mejor representante que Tomás de Aquino. A Tomás, de quién Ratzinger dijo que llevó la lógica de la razón hasta los límites de la fe,
debemos la primera formulación relativa a la imposibilidad de separación entre
energía y materia, aceptando, claro está, que el concepto de energía es
equivalente al concepto de alma (ánima) en Tomás.
Efectivamente, según Tomás puede haber
materia sin energía (alma), pero no puede haber energía (alma) sin materia. Así
nos explicamos por qué Tomás desarrolló en su “Compendio de Teología” el
concepto de “ánima corpórea”. Por supuesto, Tomás no estaba interesado en
comprobar uno de los principios básicos de la física moderna, pero sí buscaba,
desde el punto de vista teológico, demostrar de modo lógico la creencia
evangélica en la resurrección de los cuerpos.
Cada ánima busca a su cuerpo, fue la premisa
de Tomás. Luego, el cuerpo es la puesta en forma del alma en el mundo. En
consecuencia, el alma solo puede resucitar bajo la forma de cuerpo, del mismo
modo como Jesús resucitó entre los muertos: de cuerpo presente. “El se presentó
vivo” (Hechos 1:3) a las mujeres cerca de la tumba (Mateo 28: 9-10), a sus
discípulos (Lucas 24: 36-43) y a más de otras 500 personas (1 Corintios 15:6)
Tendría que pasar muchos siglos para que
después del santo de Aquino, un filósofo alemán, me refiero a Friedrich
Schelling (1775- 1854) volviera a plantearse la temática de Santo Tomás, pero
esta vez desde una perspectiva teológica y filosófica a la vez.
De acuerdo al Schelling de su texto
central Über das wesen der menschlichen Freiheit (Sobre la
esencia de la libertad humana) en el cosmos reina orden y caos, y ambos son
interdependientes. El cosmos, a su vez, es expresión de un orden superior al
que Schelling llama el Ser Total, es decir, el Ser Absoluto e Infinito. Y bien,
en ese cosmos -punto donde Schelling sigue a Platon- el ser humano es la
única instancia que gracias a su pensamiento se encuentra en condiciones de
acceder o pre-sentir el espíritu del Ser. Mas, a la vez, el ser humano es
materia, y luego tiene dos opciones: hundirse en la oscuridad de la materia o
buscar (ascender hacia) la luz eterna. Esa dualidad es, para Schelling, la
esencia de la libertad. Pero al mismo tiempo -he aquí el agregado teológico que
introduce Schelling a la filosofía platónica- esa no es sólo esencia humana,
sino una que deriva de la existencia del propio Ser Total. En palabras
teológicas: si Dios es Dios, lo integra todo, y por lo tanto, la propia
negación (vacío) de Dios se encuentra en Dios. Dios puede encontrarse incluso
en su ausencia, por ejemplo, en una tumba vacía de Dios.
Trasponiendo la tesis hacia el discurso
teológico podemos afirmar que, según Schelling, Dios es la vida y por eso
también es la muerte. O también: Dios está en lucha consigo mismo y nosotros,
hijos de Dios, vivimos en lucha en y con nosotros mismos (agonía, antagonía).
Esa lucha entre el Bien y el Mal (la vida y la muerte) es universal, cósmica y
divina a la vez.
Según Schelling, el universo está sometido a
dos principios: el de reclusión del ser en sí mismo (hundimiento del ser en la
materia no viviente) y el de expansión: salir del sí mismo (Selbstheit) hacia
el más allá. Si asumimos el segundo principio, salimos en búsqueda de Dios. Se
trata, luego, de una opción. Una opción frente a la cual somos libres. Pero
-ahí reside ese derivado de la libertad de la cual nosotros, y nadie más que
nosotros, somos responsables- : Si no elegimos el camino de Dios (ser en
expansión) traicionamos nuestra libertad de ser. Dicho con otras palabras: no
seremos más que una tumba vacía.
De una lectura profunda de Schelling,
extrajo, dicho casi con seguridad, el teólogo existencialista Rudolf Bultmann
(de quien Hannah Arendt fue su discípula) algunas nociones fundamentales que
apuntan hacia la formulación de una teología del milagro de la tumba vacía.
En su libro Jesús explica Bultmann como la toma de
decisión entre la muerte y la vida no solo es sucesiva como aparece en los
relatos evangelistas, sino, además, existencial. Así entendida, la muerte no
puede ser separada de la vida. En cada cuerpo humano, ambos principios, la
muerte y la vida, luchan sin cesar, coexistiendo en la contradicción que los
une y separa a la vez.
En consecuencias, si sustituimos el concepto
alma (ánima) por el concepto vida, que es según Bultman el aplicado por los
evangelistas, Jesús vino a demostrarnos que la resurrección puede ocurrir en
cada uno de nosotros.
La vida, efectivamente, es agónica en el más
estricto sentido de la palabra. Cada segundo, algo está muriendo en nosotros.
Cada segundo, algo resucita en nosotros. Esa lucha, que en la filosofía termina
con la muerte de cada uno, es transferida por la teología hacia el espacio que
comienza con la muerte. La resurrección, luego, no solo es un hecho
post-mortal. Es además una condición necesaria para la reproducción de la vida.
Ese fue también el punto al que llegó Sigmund
Freud cuando en su libro Más
allá del Principio del Placer reconstituyó,
a través de la lucha permanente que libraban los impulsos de la vida en contra
de los impulsos de la muerte (Eros contra Tánatos) en sus pacientes, la razón
por la cual muchos de ellos, derrotados por los de la muerte, eran atraídos
hacia la materia en estado inorgánico, vale decir, hacia el mundo del vacío: el
de la nada.
Cuando el alma se nos va, perdemos el ánimo.
Hoy no tengo ánimo significa decir, hoy no tengo mucha alma (ánima). Estoy
des-animado. Esos, los del des-ánimo, son los momentos de “la caída” hacia esta
tumba vacía de la cual todos venimos. Son también los momentos del descenso, de
la perdida de los sentimientos, de la fe e incluso de la razón. Pero, como
contrapartida, también existen los momentos del entusiasmo (en alemán Begeistereung: ascensión), o
como decimos en lenguaje cotidiano, aquellos cuando el alma nos es devuelta al
cuerpo. Son los momentos que nos inducen a elevarnos hacia el espacio del
espíritu (los ángeles de La Biblia). Ese mismo espacio que algunos han creído
encontrar en el arte, otros en la religión, pero no todos en el amor.
Supongamos durante un instante que la
historia de la vida de Jesús hubiera finalizado con el milagro de la tumba
vacía. Con ese final, la cristiana habría sido una simple religión de la
muerte. Sin embargo, la revelación de
Cristo no solo reside, como tantos imaginan, en la crucifixión. Tampoco en el
vacío de su tumba. La revelación de Cristo reside en el cuerpo de su
resurrección, en el reencuentro final con esa vida que siempre triunfará sobre
la muerte.
Nadie ha podido expresar esa idea mejor que
San Pablo: “Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe” (1
Corintios 15, 14)
Sin esa vida que nace y renace en y con
nosotros, ascendiendo a través del amor en y con nosotros, no seríamos más que
un sepulcro vacío. Hay quienes han llegado a serlo, incluso antes de morir.