Fernando Mires - EDIPA REINA (o la guerra de los Le Penes)




Como si fuera un ejemplo para contradecir a toda esa corte de dogmáticos freudianos que tomaron del maestro solo su palabra literal sin indagar acerca de su intención y sentido, Marine Le Pen ha puesto sin darse cuenta los puntos sobre las íes. Ha expulsado a su padre del partido fundado por el mismo. ¿Las razones? Qué otras: razones de poder.
A diferencias de su padre, un fascista confeso y grosero como eran los fascistas de antaño, Marine Le Pen es una fascista de salón. Si se quiere, una fascista de la post-modernidad y por lo mismo muy conciente de que hay cosas en política que no se pueden decir en voz alta, menos frente a los micrófonos.
Marine ha aprendido que la política es antes que nada representación y por lo mismo requiere de un espacio virtual en donde cada palabra deberá ser computada como una marca en el camino que conduce a la cima simbólica del poder: la presidencia de la república.
El padre totémico del Frente Nacional, a la vez padre biológico de Marine, negaba el holocausto y vomitaba un antisemitismo de corte hitleriano justo en los momentos cuando Marine requería de otros símbolos discriminatorios para realizar sus ambiciones. El fascismo europeo de hoy, sin dejar de ser de modo latente e incluso manifiesto, anti-judío, es predominantemente anti-islámico.
¿Estamos entonces frente a una mala copia de la tragedia de Sófocles, pero con una Edipa en lugar de un Edipo en el rol principal? Al parecer, así es. Por lo menos las palabras del padre decapitado (o castrado) corresponden, si no a una tragedia, a las de una muy mala telenovela. Dijo Jean-Marie Le Pen: “Tengo vergüenza de que la presidenta del Frente Nacional lleve mi nombre y deseo que lo pierda lo más pronto posible”. Para agregar, rematando: “No reconozco ningún lazo con alguien que me traiciona de forma tan escandalosa”.
Probablemente no va a faltar cierta cursilería jungiana (de por sí, un pleonasmo) la que, inspirada en la expulsión de Le Pen, intentará reivindicar el complejo de Electra, una de las estupideces más grandes formuladas en la historia del psicoanálisis, resultado de una rabieta edípica de C. G. Jung ante la evidente supremacía intelectual de Freud, su padre-poder. Envidia que lo llevó a convertirse en un nazi, y no precisamente por razones sexuales.
Tampoco van a faltar quienes resaltan los errores de Freud pues Edipo es aquí un personaje femenino y de acuerdo a las formulaciones de Freud, el complejo de Edipo es masculino (deseo de “matar” al padre para ocupar su papel frente a la madre). Del mismo modo será posible imaginar a portavoces de las corrientes más radicales del feminismo que verán en el “lepenecidio” cometido por Marine, una victoria anti-patriarcal. No exagero. Ya los medios, no solo los de boulevard, también los de la llamada “prensa seria”, apuntan en esa dirección.
Esas son razones que obligan a recordar que Freud recurrió, al ejemplificar simbólicamente a través de Edipo la lucha por el poder entre padre e hijo, no a un hecho histórico sino a un mito. Edipo fue, si nos atenemos a su sentido, solo un recurso literario de Freud destinado a mostrar que en el seno de cada familia hay, como en toda institución, contiendas y antagonismos en cuyas fases primarias suele intervenir con fuerza la sexualidad inherente a la especie.
Los malos seguidores de Freud sostienen, sin embargo, que el eje central de la teoría de Freud es el complejo de Edipo. Pero si leemos bien las páginas de Tótem y Tabu (1913) entenderemos que si el poder del padre es sexual, solo lo es porque lo sexual ocupa, en un momento determinado de la biografía de cada uno, el lugar del poder. Eso quiere decir que en el psicoanálisis freudiano la centralidad está ocupada por el poder, no por su representación que puede ser sexual o no. Observación que aparece muy clara en los escritos de Freud sobre Moisés (1937-1939) donde en el capítulo relativo a “la muerte del padre”, Edipo ha desaparecido por completo. Así lo entendió René Girard cuando sostuvo que el hijo “odia” al padre no porque sea padre sino porque es su (primer) prójimo (próximo). Así lo entendió también Lacan cuando en lugar de Edipo se refirió a “la metáfora paterna según Freud”, o lo que es igual, a una de las “metáforas del poder”.
La función del padre de acuerdo a Lacan (Seminario 5) es la de representar un poder más allá del poder sobre el objeto materno: el poder de El Otro, lo desconocido, lo ignorado y sin embargo, presentido. Siguiendo esa ruta, la lucha edípica al interior del hogar es solo un ejercicio preparatorio para enfrentar a los diversos poderes que surcarán la vida fuera del hogar.
¿Por qué hago este rodeo en torno a Freud y Lacan? -se preguntará el lector- ¿no nos estamos refiriendo a la lucha política al interior del FN? Pues, justamente por eso. El conflicto entre los Le Pen es un conflicto familiar pero no librado entre las cuatro paredes de un hogar, sino en la escena política. Hecho de suma gravedad: Si nos atenemos a las mismas lecciones freudianas, el desarrollo normal de cada ser humano supone el “transporte” (Freud) del conflicto de poder originado en la escena familiar, hacia la escena cultural (o social). Ahí, “bajo la luz de lo público” (Arendt) aparece, entre otras cosas, la política.
La política es el medio civilizado que hemos adoptado para regular nuestros conflictos a través de palabras públicas y con los recursos de la argumentación y el debate. La política, por lo mismo, representa la emancipación de la lucha por el poder que tiene lugar en “la tiranía de la vida íntima” (Richard Sennett) e implica su “transporte” hacia la vida pública. Gracias a ese “transporte”, el conflicto edípico originario será sustituido por conflictos extra-familiares. Ese es también, de acuerdo a la etiología del poder en la obra freudiana, el momento donde tendrá lugar la reconciliación plena de los hijos con sus padres. No es este, empero, el caso de los Le Pen. Ni el padre ni la hija, tampoco la sobrina (Marion Meréchal Le Pen), han llevado a cabo la separación post-edípica entre lo privado y lo público. La política sigue siendo para ellos un espacio en el cual es librada una lucha familiar, y la familia, un espacio en donde tiene lugar una lucha política.
Al no haber separación entre lo familiar y la político, la política es mantenida por los Le Pen en un estadio pre-político, uno que es, no por casualidad, el espacio del fascismo y de otras formas de acción populista.
Al no haber tenido lugar un “transporte exitoso” (Freud) del antagonismo familiar hacia el espacio extra-familiar, tampoco puede haber reconciliación entre padres e hijos, de tal modo que en el caso de los Le Pen hay un proceso de deterioro psíquico que transcurre por doble vía: la de los lazos familiares y la de los lazos políticos.
El padre, al ser expulsado del partido, no es respetado por la hija y la hija tampoco es respetada por el padre. Con su lenguaje de bodeguero, Jean-Marie Le Pen se refiere a ella en los términos más ofensivos que es posible imaginar, negándole el apellido y tratando de “concubinos” a quienes han sido sus compañeros de intimidad.
Los Le Pen han mostrado así, y ante todo el mundo, su antipolítica catadura. Al igual que los fascistas de ayer quienes entendían la política como un tema biológico, los de hoy hacen de la consanguinidad un medio de lucha por el poder. Pero no de un poder como medio para alcanzar un objetivo, sino de un poder convertido en simple objeto de sí mismo, de un poder en fin, frente al cual pueden ser sacrificadas todas las relaciones humanas, incluyendo las de un padre con una hija.
Quiera Dios que nunca la totalidad del poder de Francia caiga en las manos de esa desquiciada familia. La gran nación no lo merece.
El drama, tragedia o comedia –depende desde donde y como se lo mire- protagonizado por la familia Le Pen, debe hacer pensar a quienes nos ocupamos de los vericuetos del poder en otras latitudes, entre ellas las de América Latina.
Si la familia Le Pen es todavía una excepción en la política europea (no siempre en los EE UU) en la mayoría de los países latinoamericanos es la norma. Ser esposas, viudas, hijos e hijas de presidentes y otros mandamases, siguen siendo en nuestro continente, medios de acceso al poder político e incluso al económico. La política latinoamericana no se ha liberado de las relaciones (tribales) de consanguinidad y parentesco y por lo mismo del ominoso nepotismo que las acompaña.
El subdesarrollo político de América Latina –lo he sostenido otras veces- es mucho más profundo que su subdesarrollo económico. Su historia, sobre todo la reciente, está llena de Le Penes. Que estos sean de “derecha” o de “izquierda”, no tiene aquí ninguna importancia.