Para quienes
Navidad no es solo una fiesta comercial resulta inevitable hacernos cada año un par de preguntas acerca del
sentido del nacimiento de Jesús. Y quienes conocemos la historia de Jesús no
podemos dejar de sentir cierta pena al recordar que ese niño recién llegado al
mundo morirá tres decenios después, pleno de amor y vida, del modo más cruel y
brutal: crucificado.
Jesús, como todos
nosotros, desde que nació fue, para emplear un término de Heidegger, “el ser
que va hacia la muerte”. O como aún
mejor lo dijo el gran novelista griego Nikos Kasantzakis, somos “el que debe
morir”.
Jesús es un
representante de la tragedia humana. Tragedia que no viene de la inevitabilidad
de la muerte sino del conocimiento de su inevitabilidad. Sabemos que vamos a
morir -¿maldición o destino?- y ese saber acompaña cada acto de nuestra vida.
Es la razón por la cual una de las frases evangélicas que más desconcierto
continúa produciendo –creo que no solo entre cristianos- fue la pronunciada por
Jesús poco antes de morir: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo
27:46)
La exégesis
cristiana ha intentado interpretar la terrible frase señalando que ella
corresponde con el primer verso del Salmo 22, es decir, Jesús cuando la pronunció,
rezaba. Como sea, el segundo verso del Salmo 22 es aún más desgarrador : “¿Por
qué estás tan lejos de mi salvación y de las palabras de mi clamor?” Mas, dejemos el tema a los teólogos y
supongamos que de verdad Jesús rezaba en la cruz. Así y todo, el problema sigue
siendo el mismo: ¿Por qué eligió Jesús ese salmo y no otro para rezar?
Mi respuesta
tentativa está dividida en dos partes. La primera dice: Jesús era un hombre y
como en todo ser humano coexistían dentro de su cuerpo (el cuerpo es el ser del
humano) su materia y su espíritu. En ese momento, frente a su muerte física,
habló el hombre Jesús. La segunda parte de mi respuesta agrega: Jesús, así como
todo humano, es portador del Logos, es decir, de la posibilidad de ser Dios en
sí a través del pensamiento que lleva al Espíritu.
La diferencia de
Jesús con los demás seres humanos fue que él asumió la posibilidad de ser en
Dios (y Dios en él) en toda su intensidad, es decir, esa posibilidad que todos
llevamos como potencia en la memoria (Agustin) se convirtió con Jesús en
realidad. Es por eso que él, Jesús, también es Dios. Pero entiéndase: Él no
asumió su condición humana ni su condición divina como dos partes diferentes de
su ser. Jesús –todavía hay gente que no lo entiende- no era un ser dividido, no
era un centauro helénico. Jesús era todo hombre y todo Dios a la vez. El Hijo del Hombre y el Hijo de Dios en una
sola relación. Y como el pleno humano que era, al igual que cada uno de
nosotros lo es, aún sabiendo que iba a morir, Jesús no quería morir.
Jesús amaba a la
vida.
Los cuatro
Evangelios nos hablan de un hombre que asumía la vida en su máxima
existencialidad: Iba a fiestas, curaba enfermos, se sentía feliz rodeado de
niños, comía y bebía con placer junto a sus amigos, conversaba con los
extranjeros (samaritanos) excluidos por la Ley, las mujeres lo seguían, amaba a
la belleza de los lirios y a los colores de los pájaros. Era “humano, demasiado
humano” (Nietzsche). Tampoco era hombre de libros y por sobre las leyes ponía
siempre el amor a Dios, predicando incluso en los días festivos de su religión.
Su intensa, su radical humanidad no era opuesta, pero sí absolutamente
complementaria con su radical divinidad. En cada cosa del mundo, en cada objeto
de la creación, en el pan y en el vino, veía Jesús el rostro de Dios. El Dios
de Jesús no estaba solo “arriba”, sino
, además, “entre” y “dentro” de nosotros.
El Dios cristiano,
hay que reiterarlo, no es metafísico. Paulo de Tarso lo entendió como nadie: Si
interiorizamos a Jesús (comunión) seremos como él en Él. Es decir, seremos Dios
en nosotros a través del cuerpo de Jesús. Ese cuerpo humano que, como todo
cuerpo humano, no quería morir
¡“Dios mío ¿por qué
me has abandonado”?!
Efectivamente, Dios,
la vida, abandonó a Jesús como nos abandona a cada uno cuando llega su
momento. Pues en cada muerte, Dios, la
vida, abandona al cuerpo. Dios, al ser todo, integra en sí el abandono de Dios.
O dicho a la inversa, en cada muerte de un cuerpo humano Dios abandona al ser
del “estar aquí” para integrarlo en
otras formas de ser.
Según el
presentimiento de Agustin (Confesiones, libros 11 y 12) la dimensión del tiempo
humano es solo una de las diversas posibilidades o formas de un solo tiempo. En
ese, nuestro tiempo, el pasado no existe porque ya se ha ido y el futuro
todavía no existe porque no ha llegado. Pero el presente tampoco existe porque
si pensamos en lo presente ya ha dejado de ser presente ( Agustin: “yo sé lo
que es el tiempo, pero cuando me preguntan qué es, yo no lo sé”).
Hay, según Agustin,
un tiempo, y ese es el tiempo de Dios, donde todo lo sucedido y todo lo por
suceder es un solo presente. Luego, la muerte es un tránsito entre nuestro
tiempo y el otro tiempo que contiene al primero y que ya existía antes de que
viniéramos al mundo. En cierto modo la muerte es un regreso. En consecuencias,
es mi deducción, así como en cada muerte Dios abandona el cuerpo, en cada
nacimiento aparece la posibilidad del retorno de Dios entre nosotros. O dicho
así: En cada niño que viene al mundo existe la potencia de Jesús y por lo mismo,
la posibilidad de ser Dios sobre la tierra. En cada nacimiento, y sobre todo en
el nacimiento de Jesús, yace la posibilidad de la resurrección de Dios en el
mundo.
¿El nacimiento de
Jesús fue entonces una resurrección? Desde la perspectiva de “el otro tiempo”,
el tiempo eterno según Agustin, sí lo fue. No, no voy demasiado lejos. Para
quienes que, como Agustin (uno de los santos del intelecto) suponemos que no
hay contradicción entre creer y pensar, nunca Dios estará demasiado lejos.
Deseo a todos unas
felices y tranquilas Navidades.