Un fragmento del libro de Fernando Mires, “El Malestar en la Barbarie”
(Ediciones Araucaria, Buenos Aires 2005)
Nota: para facilitar la lectura han sido eliminadas las referencias bibliográficas que figuran en el original
Hay en la vida de determinados autores algún
momento en el que crean una obra que merece el calificativo de genial. La Gioconda en la pintura de Leonardo; el concierto para clarinete y orquesta de
Mozart; el Manifiesto Comunista en la
teoría marxista; El Viejo y el Mar
en la literatura de Hemingway; Tiempos
Modernos en el cine de Chaplin y, sin dudas, El Malestar en la Cultura en la producción de Freud. ¿En que
consiste esa genialidad?, me he preguntado muchas veces.
Leyendo nuevamente, después de muchos años, El Malestar en la Cultura (Freud 1930)
creo haber encontrado algunas respuestas a mi pregunta. Una de ellas es que
cada vez que he leído ese libro, ha sido posible entenderlo de diferente
manera. Pero la manera diferente no anula, curiosamente, la impresión obtenida
en el pasado, sino que agrega otras, las que parecen ser tan inagotables como
son las veces que se puede leer un libro. Eso significa que parte de la
genialidad de una obra reside en la propiedad que ella tiene de comunicar al
observador nuevas sugerencias e ideas a través del tiempo. Genialidad estaría
unida, en ese sentido, con cierta noción de trascendencia, o con esa
intranquilidad que produce una obra cuando parece "estar viva".
Decir que una obra parece "estar viva"
no es en este caso un recurso literario. Porque en El Malestar en la Cultura,
escrita en 1930, está su autor más presente que nunca. En esas páginas leemos a
quien combina sus observaciones sobre la vida con su reflexión científica;
quien piensa sobre mitos y religiones; quien extrae de la arqueología tantas
ideas como de los manuales de medicina; quien vive discutiendo, aceptando y
rechazando ideas que surgen del movimiento psicoanalítico de su tiempo - uno de
los más interesantes movimientos culturales en la historia de la modernidad -
del cual él es indiscutido leader.
Todo eso, y mucho más, es el trasfondo de El
Malestar.
Quien tenga un conocimiento aunque sea superficial
de la obra freudiana, puede captar, además, que El Malestar es una especie de río mayor en donde confluyen muchos
otros ríos. Prácticamente en cada párrafo del texto encontramos la relación con
un trabajo anterior confluyendo en la dirección argumentativa. Pues, El Malestar es síntesis y
recapitulación, punto de llegada, pero a la vez, y eso es lo asombroso, punto
de salida para otros ríos para que sean navegados, ya no por Freud, sino que
por quienes se atrevan a continuar su viaje en dirección a ese "séptimo
continente" que no es sino tu propia alma. El Malestar es un río y un delta a la vez.
Es por esas razones que El Malestar interpela a muchas personas de distintas culturas y
disciplinas. Pues ese texto puede no sólo ser interpretado de diversas maneras
en diversos tiempos, sino. además, en un mismo tiempo, de diversas maneras. El Malestar es también un libro
filosófico, antropológico, sociológico - y, con algunas reservas, también
psicológico -. Sostengo además, y trataré de probarlo, que también es un libro
político.
Aquel sentimiento oceánico de
la vida
A primera vista pareciera que Freud hubiera
decidido en El Malestar tomar a la
cultura como objeto de investigación. Esto es sólo en una parte de la verdad.
La otra parte es que siempre la cultura fue un objeto del análisis freudiano. Y
esto es válido no sólo para sus obras metapsicológicas y culturales, sino que
también para su obra estrictamente psicológica. Como constata Reimut Reiche:
"Si se considera la obra escrita de Freud en su totalidad, se obtiene la
sorpresiva confirmación de que los escritos dedicados a temas como sociedad,
cultura, arte y literatura, conforman más de la mitad de sus obras completas, y
que estos temas le acompañaron hasta poco antes de su muerte"
El alma de las personas no es para Freud una
instancia extracultural. Pero, a la vez, tampoco la cultura es en Freud una
instancia extrapsíquica. Hay una unidad interactiva entre ambas instancias.
Cultura y alma individuales no son dos realidades distintas sino una sola que,
a su vez, reconoce múltiples instancias. Esto es importante decirlo, pues no
hay pocos analistas, e incluso no analistas, que hablan de la imposibilidad de
traspasar el análisis psicológico a lo social. Y tendrían razón si se tratara
de establecer analogías entre realidades distintas. Pero si no hay realidades distintas,
no hay traspasos ni analogías.
El tema de la cultura en Freud no es diferente al
del individuo sino que es el del individuo en la cultura, del mismo modo que el
tema individual es el de la cultura en el individuo. De esta manera, el objeto
de análisis freudiano en lugar de ser buscado en un punto fijo ubicado en un
espacio determinado, debe ser encontrado en la interacción de diversos puntos.
El verdadero objeto de Freud es la interacción, no
el o los puntos interactivados. Sobre este tema se insistirá más adelante, pero
conviene retenerlo pues lleva a una deducción que puede ser decisiva, y es la
siguiente: que si el objeto es la interacción, el psicoanálisis no puede sólo
ser, y no lo era para Freud, propiedad privada de determinados profesionales,
en este caso, los psiquiátras, sino un campo abierto al que podemos, incluso
debemos, tener acceso todos, seamos sociólogos, historiadores, antropólogos o
cualquiera cosa que estudie a esa especie tan extraña que es el ser humano.[1] De este modo, el "afuera" y el
"adentro" son simples convenciones teóricas. Pongamos un ejemplo: la
representación edípica del Padre no tendría gran signifación para el hijo si el
Padre no representara la Ley que existe más allá del contorno familiar del
mismo modo que esta Ley no tendría ningún significado si no pudiera penetrar al
interior de la familia con lo cual, la Ley es representación hacia adentro y
hacia afuera al mismo tiempo. Es individual, es cultural y, por eso mismo, es
política. O lo que es parecido: el Padre es una realidad multidimensional y no
siempre tiene demasiado que ver con esa persona a veces bastante insignificante
que es el padre existente y real.
Precisamente porque Freud hace de las
interacciones un objeto, no comienza su trabajo con una definición de cultura,
la que recién aparece en el capítulo lll. En cambio comienza su libro con un
aparentemente inofensivo comentario a una carta de Romain Rolland quien critica
a Freud haber dejado de lado en sus estudios acerca de las religiones aquello
que él llamaba el "sentimiento oceánico".
Para Rolland ese "sentimiento" era la
fusión del ser con aquella totalidad universal que lo precede y que lo
continuará, sentimiento proporcionado, aunque sea ilusoriamente, por la
religiosidad. En ese momento se tiene la impresión de que Freud, al aceptar la
sugerencia de su amigo, se apresta a hacer una autocrítica a su teoría acerca
de las religiones, impresión que desaparece cuando uno se da cuenta que el
objetivo de Freud es presentar ese "sentimiento oceánico" como
sinónimo del concepto de Ello. El Ello, o todo lo que no es cultura, es la
puerta de entrada a su libro.
Los modelos freudianos
Antes de referirme al Ello de El Malestar, es necesario gastar un par de frases con relación al
Ello en Freud. Porque el Ello de Freud no es tanto de Freud. Viene de
Nietzsche, quien en su Nacimiento de la
Tragedia “inventó” al Ello.
Para Nietzsche el Ello está presente en la
literatura pre-clásica griega, representada en Dionisios y sus bacanales,
cuando el ser humano se permitía regresar a su animalidad perdida, hasta que
llegaba Apolo despertándolo con la armonía de sus flautas y lo integraba en la
cultura sin que se rompiera esa relación del mundo pre-cultural con el cultural
o social. La belleza y la simetría de Apolo sólo podían ser posibles gracias
al caos dionisiaco. El regreso a Dionisos, imperativo nietzscheano, significaba
recuperar la naturaleza perdida frente al Estado, a la religión, a la moral y a
la cultura.
La intuición renaturalizante de Nietzsche fue
recogida tiempo después por el médico suizo Georg Grodeck, verdadero eslabón
perdido entre Nietzche y Freud . Según Grodeck, considerado iniciador de la
medicina psicosomática, el cuerpo humano es una singularidad integrada en la
cosmología universal de la misma manera que cada ínfima molécula de nuestro
cuerpo es una singularidad independiente, que vive en la singularidad que
somos nosotros y en el universo al que pertenecemos el que en su totalidad,
forma otra singularidad.
Grodeck, llamado por sus contemporáneos, "el
psicólogo salvaje", sostenía que en tanto venimos del, y vamos al,
universo cosmológico, no sólo vivimos sino somos vividos por fuerzas que nos
preceden y nos trascienden. Esas son, para Grodeck, el Ello. En contra de
muchos colegas, Freud que no era un simpatizante de teorías cosmológicas -
basta leer sus lapidarios juicios frente a las tendencias esotéricas de Jung -
tomó sin embargo muy en serio a Grodeck, con quien sostuvo intensa
correspondencia e incorporó bastante de sus premoniciones metapsicológicas a
sus teorías científicas .
"No vivimos, somos vividos", era una de
las frases favoritas de Grodeck. Digamos lo que digamos, hagamos lo que hagamos,
estamos de una u otra manera siguiendo los mandatos del Ello. La autonomía del
Yo es sólo una ilusión de la modernidad. Somos como aquel jinete que al ser preguntado
hacia donde cabalga con tanta prisa, responde: "No sé: pregúntale a mi caballo".
Freud reconoció siempre la fuerza del Ello, pero
al mismo tiempo exige como imperativo de la vida, individual y cultural, la hegemonía del Yo. "Donde
hay Ello" - era una de sus máximas - "debe haber Yo". Y como
poseía fino humor, envió una vez una cordial tarjeta de cumpleaños a Grodeck con
el siguiente saludo: "Mi Yo y mi Ello desean muchas felicidades a su
Ello". No obstante, ve en la capitulación del Yo frente a las fuerzas del
Ello una de las causas de las alteraciones de la personalidad, en sus más
diversas formas. Frente a esa amenaza el Yo crea un protector: el Superyo, o
introyección de la moral y de la cultura representada originariamente por la
presencia de la figura paterna. Pero con eso Freud debería resolver un nuevo
problema: la posibilidad de capitulación del Yo frente a su Superyo. Más
todavía, la debilidad del Yo abría posibilidades para una alianza entre el Ello
y el Superyo. Estas fueron las preocupaciones que lo llevaron a escribir en
1923 su famoso El Yo y el Ello (Freud 1923) que marca al
mismo tiempo un viraje radical en la teoría freudiana la que se evidencia ya en
el primer capítulo de El Malestar.
Al incorporar al Ello en la constitución
"orgánica" del ser, Freud derribaba el cuarto pilar sobre el cual se
sustenta la modernidad. El primero lo había derrumbado Copérnico al demostrar
que no somos el centro del universo. El segundo lo derribó Darwin al demostrar,
en contra de explicaciones bíblicas, nuestra animalidad originaria. El tercero
lo derribó Einstein al probar la relatividad del tiempo. Freud demostró que no
somos dueños absolutos de nuestros actos, como afirman ideologías
racionalistas.
Hasta El
Yo y el Ello, Freud venía trabajando
con su clásico modelo topográfico, bajando de lo consciente hasta las guaridas
de lo inconsciente y descubriendo entre esas dos instancias diversas capas y
sub- capas. Ese modelo topográfico es considerado por muchos la esencia del
psicoanálisis freudiano. Sin embargo, el análisis freudiano no se basa en un
sólo modelo. El topográfico es sólo el inicial. En efecto: además encontramos
otro que podría llamarse "económico", que se basa en las cuotas de
importación y exportación de energía libidinosa y que lleva a desarrollar la
teoría del "narcisismo" (o estancamiento de la energía libidinosa en
el Yo) tanto o más importante en la obra freudiana que el complejo de Edipo.
Un tercer modelo, que podría denominarse
"dialéctico", aparece ya en El
Malestar, basado en la lucha que libran el principio de muerte frente al
de la vida, cuyo texto básico de referencias es Más allá del Principio del Placer (1920). Un cuarto modelo, y a ese
me estoy refiriendo, es el "dinámico", que toma forma a partir de la
publicación de El Yo y el Ello y está constituido por el
juego de relaciones que se establecen entre el Ello, el Yo y el Superyo, las
que pueden tomar las más diversas formas. Ese modelo se continúa en sus obras
de crítica cultural, especialmente en El
Malestar, cuando Freud agrega una cuarta instancia, la cultural, que a su
vez traza las líneas para la configuración de un quinto modelo al que me
atrevería a denominar como "sociológico". Ahora bien, lo particular
de la teoría freudiana es que la aplicación de un nuevo modelo, no implica
renunciar al otro, de modo que casi nunca uno aparece en forma
"pura".
La arraigada creencia relativa a que el único
modelo freudiano es el topográfico, ha llevado a pensar que el Ello no es sino
un simple sinónimo del inconsciente . Quizás parte de la responsabilidad en ese
equívoco corresponde a Freud al no haber marcado siempre las diferencias, pues
hay momentos, sobre todo en la terapia, en que ambas instancias confluyen, ya
que si él Ello es inconsciente, no todo lo inconsciente es Ello. El Ello, en su
acepción más amplia, precede no sólo al Yo sino también al inconsciente. En ese
sentido podemos encontrar en Freud dos tipos de referencias al Ello: una
individualizada, que dice relación a las formas como se presenta el Ello en
cada persona, y otra metapsicológica, representada por toda aquella realidad
que existía antes del surgimiento de la cultura y que continúa existiendo bajo
su dominio (el "sentimiento oceánico" de Romain Rolland).
Simplificando al máximo se puede decir: Mientras
el Ello individual se define negativamente como todo aquello que no es Yo, el
metapsicológico se define como todo aquello que no es cultura. Y como el Yo en
uno es el representante interior de la cultura, las diferencias entre uno y
otro se vuelven, en este caso, puramente formales.
Cuando no había nadie más que
tú
En los dos primeros capítulos de El Malestar parece Freud buscar la
conexión con su crítica a la religión formulada en el Futuro de una Ilusión (1927). No obstante, lo que interesa a Freud,
mediante ese rodeo, es disertar acerca de por qué el ser humano es, por el
hecho de pertenecer al ámbito de la cultura, un ser desdichado. De esa desdicha
constitutiva viven las religiones pues con su idea del "más allá" nos
prometen un mundo en donde encontraremos la felicidad que se ha hecho imposible
en el "más acá". Esa promesa se encuentra para Freud no en el futuro
sino en el pasado. Pues hubo un tiempo, intenta decirnos Freud, en que ese
"sentimiento oceánico" era algo más que un recuerdo vago. Era una
realidad. El ser humano no estaba escindido en Yo y Ello y por lo tanto no
había necesidad de que existiera ningún Superyo. Era una unidad integrada en la
totalidad del cosmos, hasta que, al comer del árbol del conocimiento (la
formulación es mía), vale decir, de la cultura, se produjo esa escisión que nos
duele en lo más hondo del alma y que no nos deja ser lo que somos. Esa es la
triste historia de la humanidad. Pero también es la triste historia de nuestras
vidas, la que repetimos, casi monótonamente, desde que nacemos hasta que nos
vamos.
Hubo una vez, en un momento de nuestra historia,
en que no existíamos como Yo, o si se quiere, nuestro Yo existía disuelto en el
inmenso océano del Ello. Nadábamos en un líquido tibio de placeres inmensos. No
sabíamos que existía el tiempo con sus horas y minutos. Fuera de nosotros no
existía el mundo. El mundo éramos nosotros: éramos intensos, infinitos,
omnipotentes. Aún en el momento en que irrumpimos a la superficie, no
aceptábamos nuestra singularidad e insistíamos en confundir nuestro cuerpo con
esos volcanes de leche caliente que nos inundaban. Nuestros líquidos se
desparramaban en colinas de piel blanda y salada. Hasta que un día descubriste
que había algo, una sombra gigantesca fuera de ti, que obedecía a tus gemidos,
y aprendiste a ordenar el mundo con tu llanto. Y esa figura inmensa obedecía al
mundo con tu llanto. Y de pronto escuchaste un ruido que ya no era tu llanto.
Existían voces fuera de ti. Entonces desesperado, te apretaste a esa
"otra", mordiendo sin dientes el volcán de leche caliente. Aprendiste
a odiarla porque ella no era tu mismo(a), porque se separaba de tu cuerpo, y
aunque no te habían enseñado a contar, ya sabías lo que eran dos. Y porque la
odiaste por no estar en ti ni tu en ella, la deseaste cuando no estaba cerca, y
la llamaste con aquel aullido de gorila herido que aprendiste en una vida que
no era la tuya. Estabas viviendo el primer amor de tu vida. El miedo; la tristeza
del abandono; el placer del reencuentro. El orgasmo de los cuerpos totales,
confundidos en uno, esperando el dolor de la separación. Y un día apareció otra
figura, aún más grande y sombría. Y tu primer amor, tu único amor, se lo llevó
esa sombra. Y gritaste, y aullaste, sintiendo dolores inmensos, y cagaste hasta
la última gota de leche. Todo en vano. Entonces seguiste gritando, llamándola,
hasta que un día ya no vino ella. Vino esa sombra inmensa y dijo NO. Aprendiste
así a callar tu deseo. Ese No, el padre
nuestro- santificado- sea- tu- nombre, te ordenó que no desearas. Y tu
deseaste con más fuerza todavía pero en silencio. Y ese silencio te convirtió
en culpable. Desde ese momento, andamos dando vueltas por la vida, tratando de
pagar la culpa no cometida por el deseo no realizado. Y cuando nos damos cuenta
que ni todo el oro del mundo sirve para saldar esa deuda, dormimos, soñando que
regresamos a aquel valle donde tu eras todo, más allá de la vida, pero no en la
muerte, aunque sí, muy cerca de ella. Esa es la infelicidad de nuestras vidas:
el malestar en la cultura.
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[1] Freud
mantenía la opinión de que el psicoanálisis no debía ser ejercido sólo por
médicos. En muchas ocasiones escribió a favor de que "laicos"
pudieran ejercer actividades psicoanalíticas.