Dada la actualidad que ocupa el tema, he decidido publicar nuevamente en POLIS mi ensayo relativo a una de las últimas novelas escritas por John Updike antes de morir: EL TERRORISTA (F. M)
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Debo decir que el acercamiento a ese magistral thriller no fue del todo desinteresado: hace ya tiempo que me persigue la obsesión por entender los motivos que llevan a determinadas personas a seguir el mandato de una religión como coartada para obviar la presencia de Dios. No sé si muchos concuerdan con esa opinión, pero estoy seguro de que el exceso de ritualidad constituye un obstáculo que impide el acceso a la fe. Por cierto, esa idea no es sólo mía. Uno de los primeros en formularla fue Baruch Spinoza (1632-1677), hecho que le costó serios problemas con las autoridades de las dos religiones que lo circundaban: la judía y la cristiana.
No voy a generalizar, pero ha habido seres humanos que guiados por la búsqueda de “la verdad” se han acercado mucho más a una verdadera espiritualidad que otros que siguen al pie de la letra los rituales de una determinada religión.
“Dios es la Verdad, pero la verdad no es Dios” fue una de las frases de ese profundo filósofo judío llamado Franz Rosenzweig, frase que también puedo entenderla de esta otra manera: “quienes buscan la verdad no encuentran al espíritu pero están más cerca del espíritu que quienes no la buscan”. Y agregaría: “aunque sean muy religiosos”. Y la posibilidad de la verdad no sólo está en la religión –no me cabe ninguna duda- también se encuentra en las ciencias, en el arte, en la poesía, o en el dialogo con los nosotros, con los vosotros y con los otros
Las religiones, pienso yo, no llevan directamente a Dios. En el mejor de los casos crean algunas condiciones para que determinados grupos ordenen su realidad facilitándose así el acceso colectivo a una determinada fe. Con occidental ironía dijo una vez Joseph Ratzinger: “sería un absurdo pensar que sólo los católicos van al cielo”. Pues bien, en ese absurdo -el monopolio celestial- creen muchos miembros de diversas religiones, incluyendo a algunos de la de Ratzinger
Los llamados terroristas islámicos, también llamados yihadistas, pertenecen también a esa última categoría. Por supuesto, no todo fanático es un terrorista pero los terroristas son o provienen de círculos fanáticos. No hay, luego, ningún motivo para afirmar -en aras de una falsa “corrección política”- que los terroristas islámicos no son verdaderamente religiosos. Lo son: rezan cinco veces al día, practican todos los rituales y creen en el “más allá”. Son tan o tan poco religiosos como los religiosos no terroristas. De la misma manera no hay ningún motivo para afirmar que Franco o Pinochet no eran buenos cristianos. Claro que lo eran. Nunca dejaron un sólo domingo de asistir a misa, confesaron sus espantosas carnicerías, comulgaron y –a través de los curas- obtuvieron la absolución de sus pecados. Si se fueron al cielo o no, ese es otro problema frente al cual me declaro absolutamente incompetente.
No hay contradicción entre practicar una religión y ser un criminal. Ese tema ya lo tengo resuelto. El problema es otro: ¿por qué hay seres humanos que a través y no en contra del seguimiento de una religión llegan a la criminalidad como es el caso (entre otros) de los terroristas islámicos? Ese fue el motivo por el cual me acerqué a la novela de John Updike: “Terrorista”. Y debo confesar: en esa novela encontré, si no la respuesta, por lo menos una gran parte de ella.
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Entre los muchos errores cometidos por la Academia Sueca, el más grande de todos- es mi opinión- fue no haber conferido el Premio Nobel de Literatura a John Updike.
Updike –y esta vez no es sólo mi opinión- fue el más grande escritor norteamericano del siglo XX. Aún más grande que Philip Roth (para mí, algo monotemático)
Como suele suceder, John Updike ha sido una de las tantas víctimas de los clichés que inventan los críticos quienes, en este caso con una miopía increíble, nos han hecho creer que Updike es “sólo” un investigador de la “clase media protestante” o de “la burguesía” norteamericana, algo así como un sociólogo con vocación literaria. Es cierto que varios de los personajes de las novelas de Updike pertenecen a ese sector social, pero ellos jamás aparecen en su literatura como representantes de “una clase” sino, cada uno de ellos, en su más radical individualidad
El caso de Rabitt, el Harry de cinco de sus novelas, es ilustrativo. Emerge de sectores obreros; a través de un matrimonio escala hacia el sector empresarial automovilístico; como consecuencia de la debacle económica que sufre por culpa de un hijo malcriado y de la penetración de Toyota en USA decae socialmente y después de morir sus descendientes pasan a formar parte de la clase media-baja, o empleados de poca monta. Vale decir, a través de un sólo personaje hay un recorrido por tres sectores sociales. En otra de sus novelas, quizás en la mejor: “Parejas”, los personajes pertenecen a las clases profesionales adineradas. En "Hacia el fin del tiempo", otra de sus novelas mnumentales, los personajes de clase media se retiran al agro, donde viven rodeados por un lumpen socialmente indefinible. Y así sucesivamente. Pero hay mucho más todavía. A diferencia de la mayoría de los autores norteamericanos quienes nunca pudieron escapar al influjo de Hemingway, Faulkner o Below, Updike se emancipa de ellos no sólo estilística sino también temáticamente, no vacilando en penetrar en terrenos desconocidos. Por ejemplo, afirmo que su erótica novela “Brasil” es la mejor exponente del realismo mágico latinoamericano (sí, he escrito “latinoamericano”; y no es un error). En otra ocasión incursionó en la historia de la literatura escribiendo su maravilloso “Gertrudis y Claudio” donde, desafiando a la más escogida tradición “schakesperiana”, tomó partido por el padrastro y por la madre de Hamlet en contra de este último, a quien hace aparecer como un superficial desatinado. En fin, podría seguir escribiendo páginas sobre la literatura de John Updike pero lamentablemente no viene al caso. Mi interés ahora es ”Terrorista”
3.
La historia (o story) de “Terrorista” es relativamente simple. Ahmed, un joven norteamericano de 18 años se convierte desde los 11 años de edad a la religión islámica. Gracias a su innegable vocación religiosa llega a conocer hasta los más íntimos secretos del Corán, superando incluso a su maestro Sheij Rachid, encargado de la pequeña mezquita de la localidad. El padre de Ahmed fue un joven egipcio, un estudiante de intercambio nada religioso quien abandonó su hogar poco después del nacimiento de Ahmed, regresando a su patria. Su madre, una atractiva mujer de origen irlandés trabaja como asistente de enfermera, pero además de sus inquietudes sexuales -que la lleva a tener distintos amantes después que su “Omar Scharif” la abandonara- las tiene también artísticas: en sus momentos de ocio, pinta.
Ahmed es un muchacho inteligente, muy sensible y su buena educación contrasta radicalmente con la de los escolares amatonados y brutales, casi todos afromaericanos, con los cuales debe compartir en la escuela. Llegada la adolescencia, Ahmed se enamora de una chica morena poseedora de una hermosa voz, Jorileen, amor que expresa de un modo muy sublime, contraviniendo el sexismo imperante en el medio escolar. Jorileen es cristiana, pero de un modo muy superficial, hecho que molesta a Ahmed quien no intenta convertirla al Islam, pero sí de que sea consecuente con su propia religión. Como muchas niñas del lugar, Jorileen se convertirá muy pronto en una prostituta.
El segundo actor en importancia dentro de la novela es un orientador escolar, un profesor de sesenta años de origen judío, aunque no practica ninguna religión. El agnóstico y liberal Jacob Levy se siente bien como americano y no quiere ser otra cosa. Incluso cambia su nombre Jacob, por el de Jack. Está casado con Beth, una mujer protestante que en su juventud fue agraciada pero, como suele suceder en muchos casos, ha engordado enormemente, lo que hace declinar la atracción sexual que alguna vez sintió por ella. Pero aparte de la sexualidad, conforman un buen matrimonio, sobre todo en comidas, conversaciones, cine, y otros gustos comunes amigablemente compartidos. Jack es un hombre muy responsable en su trabajo el que en condiciones muy adversas desarrolla con mucha conciencia y seriedad. Particularmente le interesa el caso Ahmed pues ha captado la inteligencia del joven y estima que puede continuar adelante en su vida, y le ofrece todo su apoyo para que ingrese, mediante una beca, a un College. Pero Ahmed no acepta. El Iman Sheij Rachid lo ha inducido –seguía un plan oculto- para que ejerza el trabajo de conductor de camiones
Con el objetivo de convencer a Ahmed, Jack lo visita en su casa donde conoce a la madre del chico, de la cual se enamora y termina, como también suele suceder, acostándose con ella. Al cabo de un breve periodo de frenético amor, la madre de Jack decide terminar la relación pues pese al cariño que siente por Jack advierte que éste no ha podido separarse del último resquicio de judaísmo que le resta: el sentido de culpa. De más está decir: el pobre Jack perdió la culpa, pero también la felicidad. Siguió enamorado de ella, aún más que antes
Ahmed obtiene el oficio de camionero en una empresa transportadora de muebles cuyos propietarios son también musulmanes. Allí establece relaciones de camaradería con Charlie Chehab un joven que no tiene la vocación religiosa de Ahmed, pero la suple con un radical anti-occidentalismo y con ideas antimperialistas muy elementales. Al cabo de cierto tiempo Ahmed es reclutado por Sheij Rachid y Charlie, a fin de ejecutar un acto de terrorismo, donde encontrarán la muerte, como en el 11.09, muchísimas personas. Los explosivos deberían ser cargados en el camión y los ejecutores iban a ser Charlie y Ahmed. En el último momento Charlie no apareció, quedando toda la responsabilidad de la ejecución del acto terrorista en las manos de Ahmed quien no vacila en seguir adelante y cumplir las instrucciones encomendadas por el Iman Sheij Rachid. Pero en el camino es interceptado por Jack, su profesor, quien logra encaramarse al camión. Jack se ha enterado, gracias a una cuñada, empleada de gobierno, de que la deserción de Charlie no fue casual. Charlie era agente de la CIA, lo que fue descubierto por la secta islamista y pagó la culpa, como suele suceder en estos casos: fue decapitado. Los miembros de la secta, Iman incluido, huyeron hacia Afganistán, dejando solo a Ahmed quien pese a todo lo que ha revelado Jack no desiste en continuar la operación.
Sin embargo, casi al final del libro, desde un Volvo que iba adelante del camión conducido por Ahmed, dos niños afroamericanos sonríen y saludan. Ahmed les responde con una débil sonrisa. Ahí comprende Ahmed que esos niños también iban a morir con la explosión y en el último segundo desiste y no la lleva a cabo
El libro termina con un pensamiento de Ahmed. “Esos demonios me han quitado mi Dios”. La primera frase del libro también comienza con un pensamiento de Ahmed: “Esos demonios quieren quitarme mi Dios”.
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Quizás muchos que no han leído “Terrorista” están enojadísimos conmigo pues pensarán que al contar la story les he arruinado la lectura del thriller. Pero no hay ningún problema. Como todos sabemos, las buenas novelas no son su argumento.
Mucho más que el argumento, lo importante de “Terrorista” son los diálogos, los pensamientos y las reflexiones que indirectamente deja deslizar el autor. Así, rápidamente captamos que la religión adoptada por Ahmed tiene un valor agregado; y es la negación de la vida mediocre que el joven debe vivir cada día. Los demonios, para Ahmed, son los otros. Y los otros son todos los miembros de una sociedad en la cual Ahmed no se siente miembro. La religiosidad que transmite el Iman, en cambio, contrasta con la superficial idolatría de objetos como la televisión de la cual los infieles- así piensa Ahmed- son esclavos. Esclavos de imágenes que no les pertenecen. Esclavos de deseos que no realizan. Esclavos de su propio cuerpo, y de sus drogas. De ahí que la espiritualidad que ha creído encontrar Ahmed en las bellísimas palabras del Corán, actúan como un contraste y como un sostenimiento a la vez.
Incluso las enseñanzas que son impartidas en la escuela parecen a Ahmed superficiales comparadas con la profundidad que ha encontrado en la religión islámica donde todo es pureza, limpieza, espiritualidad. En la escuela en cambio sólo se aprende lo que es mensurable, cuantificable, material y tangible. Y, sobre todo, nada es tomado en serio. Eso es lo que más irrita a Ahmed: la relatividad de la vida cotidiana del hombre norteamericano. En esa gente, piensa Ahmed, podemos encontrar de todo, menos a Dios.
Particularmente escandaloso es para Ahemd la hipersexualización de la vida cotidiana mediante la cual los humanos dejan de serlo para convertirse en objetos destinados a satisfacer sus simples impulsos inmediatos. Más problemática todavía resulta la sexualidad para Ahmed si se toma en cuenta que Joryleen –novia de un matón de barrio- es condenadamente bella y deseable y el cuerpo de Ahmed la exige con urgencia.
Joryleen produce una escisión en el alma de Ahmed. Por un lado la desea; por otro, anhela compartir con ella una relación pura, espiritual, religiosa. Tiene lugar así en Ahmed una verdadera batalla campal: una Yihad que, como muy bien aclara el propio Ahmed, no sólo significa “guerra santa” sino también, lucha interior, confrontación con ese enemigo que todos llevamos dentro, con el demonio que viene de afuera pero que acosa desde los propios genitales. La fornicación reducida a su propia materialidad no sólo no es amor –se dice Ahmed a sí mismo- es desprecio por el propio ser.
El mundo, el verdadero mundo no puede ser sólo este mundo y si sólo es este mundo no vale la pena vivirlo- piensa Ahmed. El mundo debe tener un sentido, un más allá que no es esta suma de violencias y deseos materiales que vivimos. De más está decir que el interés de Ahmed por la política es igual a cero. ¿Qué más da un presidente u otro? Todos prometen dinero, bienes, riquezas para ser elegidos. Al lado de los políticos, de las falsas autoridades, el Sheij Rashi no sólo es un santo. Es para él, su padre, el que nuca tuvo
¿Y la madre? Una buena mujer -es la percepción de Ahmed- pero como todos los americanos, extremadamente superficial. En el fondo, para Ahmed, su madre no es más que una víctima de la religión de la libertad, una niña que juega con el arte y con el amor sin tomar nada en serio. Sin embargo, la madre no ha opuesto ninguna resistencia a la islamización de Ahmed. Por el contrario, piensa ella -y de modo muy inteligente- el Scheij Rashid es el padre ideal que Ahmed por su propia iniciativa ha buscado para sí
Como su padre real, Rashid viene del cercano Oriente. Pero a la vez reúne cualidades que nunca tuvo su padre. Sin embargo, como suele ocurrir, el amor de padre e hijo no es compartido. Rashid solo busca instrumentalizar la profunda devoción religiosa de su discípulo. En cambio, y he aquí el interesante juego freudiano de Updike, Jack, el judío americanizado, estima y quiere proteger a Ahmed como si fuera un hijo hasta el punto de poner en juego su propia vida. Una vez más se demuestra, esta vez a través de la pluma genial de Updike, como buscamos lo que no tenemos donde no debemos pudiendo encontrarlo donde de verdad ya lo tenemos.
Charlie, a su vez, es el hermano mayor que hubiera querido tener Ahmed. Es, si así se quiere, su contraparte. Gusta de los placeres, es fanático por la televisión y ama con deleite la pornografía. Pero, así lo ve Ahmed, es, al fin, un buen creyente. Además –y esto es lo decisivo- ofrece a Ahmed el suplemento de lo que ya ha recibido de Rashid: la posibilidad de dar a su vocación religiosa no sólo una actitud contemplativa sino también un destino activo y, sobre todo, trascendente. Algo por lo que luchar y morir dignamente, si así fuera necesario.
La prédica de Charlie es la prédica del odio. Charlie no es un místico; es un revolucionario, un anticolonialista, un antimperialista, y a pesar de su gusto por los placeres mundanos, un anticapitalista. Charlie, en fin, es un islamista. Un hombre de acción. Y, como excelente agente de la CIA, eso no podía saberlo Ahmed, conoce el discurso islamista mejor que cualquier islamista. Así, cuenta Charlie al entusiasmado Ahmed, ambos morirán en el atentado. Pero, a la vez, y gracias a esa inmolación, los pueblos islámicos saldrán a las calles de El Cairo y Damasco a festejarlos por la muerte de tantos infieles. Charlie y Ahmed, desde las bellezas del Paraíso, rodeados de mujeres de ojos grandes y oscuros, oirán los clamores de batalla de los pueblos oprimidos que despiertan al buscar su redención. Ahmed, al escuchar el mítico relato, cae en un estado de éxtasis y se apresta gozoso a ejecutar su glorioso martirio. En nombre de la vida eterna, la muerte se ha apoderado de su alma y ejerce sobre ella una implacable dictadura.
Hasta que aparece Jack con su, para Ahmed, inaguantable sentido común y, por si fuera poco, esos niños que sonriendo a través de las ventanillas de un auto le hicieron señas, convenciéndolo con ese simple gesto de que ningún Dios podía desearles la muerte. Las últimas palabras del libro “esos demonios me han quitado a mi Dios” son, en consecuencia, grandiosas en toda su imprecisión. Esos demonios no le han quitado a Dios, sino a “mi Dios”. Es decir, no a Dios sino al Dios de Ahmed.
Ahmed sin su Dios ha quedado vacío. ¿Habrá comprendido Ahmed que ese vacío de Dios es la condición para que Dios llegue alguna vez? ¿Habrá entendido Ahmed al fin, que para que ese Dios llegue necesitamos ser libres, no tanto del cuerpo y del sexo sino de otros dioses que no lo son? Lamentablemente, como suele ocurrir a todos los mortales, John Updike se fue de este mundo antes de darnos una respuesta. Mas, como todos los grandes escritores nos ha dejado no sólo su inimitable arte sino también sus ardientes preguntas. Aquellas que quizás nunca podremos contestar pero que debemos intentar contestar para darle un sentido, un sentido al menos, a esta maldita vida que tanto amamos ya que por el momento, que yo sepa, no tenemos otra.