De alguna manera tenemos que defendernos frente a la
presencia siempre inoportuna de la muerte. Y lo hacemos todos los días, a cada
momento, comprando alimentos, limpiando la casa, cortando las ramas largas que
acosan con su sombra maldiciente o, simplemente, entre-teniéndonos, haciendo
como si la muerte “no existiera” o buscando algún motivo para olvidarla. Si no
lo hiciéramos así, no podríamos casi vivir. O, al menos, funcionar. La vida es una lucha mortal en contra
de la muerte. .
No obstante, el miedo a la muerte no es solo miedo a la
muerte sino a lo que no sabemos que “existe” detrás de la muerte. El miedo a la
muerte es antes que nada el miedo al no saber. Y el miedo al no saber es el
miedo a no ser pues el ser solo es cuando sabe que es. El ser que existe sin el
saber es como esa flor roja que no sabe que es flor ni es roja. “Sin nosotros
el mundo es mudo” (Kojéve), vale decir, es un mundo sin logos, sin pensamiento,
sin palabras, en fin, un mundo existente pero no viviente.
“El humano es el ser que va hacia la muerte” se ha
repetido –y banalizado- tanto la frase de Heidegger, que hemos terminado por
olvidarnos de su exacto sentido. Pues ese saber indica que la vida es un puente
hacia el no-saber, al vacío, a lo que para nosotros no puede ser sino una
in-munda (mundana) “náusea” entrometida en medio de la vida (Sartre).
No obstante, la muerte no solo nos aguarda en una hora
determinada; está en nosotros, matándonos en cada segundo que
pasa. La muerte habita en el tiempo del calendario sin precisar su exacto día
de llegada. Razón más que suficiente para que nos decidamos a “pasar el
tiempo”, o como se dice en el lenguaje alemán, haciendo una Zeitvertreibung,
palabra que en sentido cotidiano quiere decir “divertirse”, pero en sentido
literal significa “expulsar al tiempo”.
Mas, aunque no lo queramos, estamos naciendo y muriendo a
la vez. Llevamos como Munch, a “la muerte en el alma” (otra vez Sartre). Somos,
dicho en la clave del poema de Vallejo, “los heraldos de la muerte”. La condición
humana es su propia agonía (lucha).
“Allí, donde no hay palabras, habita la
muerte” (Wittgenstein). Pero en medio de la palabra y del silencio hay un
grito, olvidó decir el gran semiólogo. Ese es “El Grito“ terrible pintado y
gritado por el noruego Edvard Munch.
“El Grito“ que Munch llevó al lienzo (1893) fue también
“El Grito“ de Cristo quien un segundo antes de morir, gritó, anunciándonos como
su ser comenzaba a atravesar el laberinto del no ser, comunicándonos a
través de ese grito que rasgó las cortinas del templo, una verdad que dice: “si
hemos de resucitar, hemos de morir”.
Munch estaba relacionado íntimamente con la muerte. En su
niñez vio morir a su madre y a su hermana de tuberculosis. Su hermana Laura, el
ser que más amaba en su vida, sufría de una profunda psicosis la que en
lenguaje filosófico puede ser leída como “un vivir mirando el rostro de la
muerte en el espejo de tu alma” (Mires). Fue así, como un día de 1892 Munch
tuvo una alucinación (en lenguaje religioso, una revelación). “Iba caminando
con dos amigos” –escribió Munch en su Diario- Y el cielo se volvió, de
pronto, rojo: Yo me apoyé, cansado, sobre una baranda. Hacia la ciudad y el
fiordo oscuro no veía sino sangres y lenguas de fuego. Mis amigos siguieron su
marcha y yo seguía detenido en el mismo lugar, temblando de miedo. Y sentía que
un alarido infinito penetraba a toda la naturaleza”. (Edvard Munch,
Diario).
“La desesperación” de Munch (título del cuadro que
antecedió a sus cuatro variaciones sobre “El Grito“) fue el comienzo del
esfuerzo supremo del pintor para no enloquecer (o para no dejar de ser
lo que era, o para no perderse en, y de sí mismo)
¿Qué es lo que pintó Munch en “El Grito“? No solo al
grito, también pintó un puente, y sobre todo, un abismo confundido entre el
cielo y el mundo extendido más allá del puente. No pudiendo pintar al vacío,
Munch pintó a su desesperación frente al vacío. Ese fue su grito. Un
grito que viene del vacío y va dirigido al vacío.
Pero nótese: detrás del ser que grita caminan dos personas. No gritan ni
parecen preocupadas. Son como casi todos somos cuando atravesamos el mismo
camino. El problema es que el camino que vio Munch era el de una verdad que no
vemos todos: el puente de la vida que conduce a la muerte. Desde el
mundo de lo que llamamos la nada, es decir, de todo- lo que-es -pero -no -está,
la certeza de ese vacío avanza hacia nosotros para que la miremos en sus
(nuestros) desorbitados ojos ¿Qué hacer para defendernos de esa verdad? ¿Nos taparémos los oídos para no escuchar, como ocurre en el propio
cuadro de Munch cuando pintó su propio grito, el mismo que se esconde detrás de
cada palabra que pronunciamos, el que estalló cuando fuimos por vez primera
arrojados desde la oscuridad total hacia la luz del mundo?
En la vida cotidiana nos defendemos del vacío de ser, usando el don que nos dieron para ser: las palabras. Y cuando no podemos evitar
nombrar al vacío, lo cubrimos con una palabra piadosa (Dios, entre otras). Es
el poder inmenso de las palabras. Pueden ser usadas como velos. Cubriendo el
sentido mortal de las palabras, imaginamos cambiar el sentido de las cosas,
hasta que llega el momento en el cual el mundo comienza a llenarse de palabras
que no dicen nunca lo que son. O nos ocupamos de otras cosas, y cuando algunos
ya no pueden más, se alucinan con drogas infernales. Queda por último la
posibilidad del suicidio (Camus), aunque hay también quienes lo cometen cada
día de su vida, sin morir, pero evitando el suplicio del pensar. O también –es la
estrategia más usada- banalizando a la verdad: convirtiendo al vacío de “lo
real” (lo que no conocemos pero “es”, según Lacan) en algo puramente banal. Así
ha ocurrido con “El Grito” de Munch. Incapaces de negar su verdad, acusados por
ese grito estruendoso que surge de su pintura, algunos han decidido
banalizarlo. ¿Cómo? Del modo más sutil y radical: haciendo del cuadro una
simple caricatura. Pocas pinturas han sido tan caricaturizadas como “El Grito“
de Munch. Compruébelo usted mismo en la Internet: Grito, caricaturas
La caricatura es un dibujo que oculta a la verdad
originaria, maximizando o disminuyendo las características de una cara,
transformándola en cari-catura. El objetivo de la caricatura es aparentemente
hacer reír, revelando una verdad que puede ser trágica pero de un modo (a
veces) cómico. La caricatura, por lo mismo, es a la pintura lo que la comedia
es a la tragedia. Las mejores comedias -desde las de Aristófanes, pasando por
las de Shakespeare hasta, llegar a las de Woody Allen- tienen un trasfondo
trágico. Hay grandes comediantes y fabulosos caricaturistas, no hay duda. Pero,
así como hay caricaturas y comedias destinadas a revelarnos una verdad, hay
otras utilizadas para negar a esa verdad a través de su simple banalización.
Transformar a lo horrendo en banal es una técnica social
con fuertes impregnaciones políticas. Sabemos desde Orwell como un Estado
totalitario, transfigurando las palabras, puede convertir gramaticalmente a una
cosa en su contrario: el ministerio del odio en uno del amor; un asesinato en
una ejecución; un grupo de jueces corruptos en un "tribunal del pueblo"; un campo de
concentración en un “centro de trabajo”. Orwell nos ayuda así a entender mejor
por qué Hannah Ahrendt nos habló de la banalidad del mal.
Nunca dijo Arendt que el mal era banal en sí, como han
entendido algunos de sus más torpes contradictores. Lo que dijo Arendt es que
cuando relizamos un mal, intentamos banalizarlo. El mal no es banal, pero sí es
banalizable. Eichmann, por ejemplo, al decir que solo era un funcionario
ocupado en actos de contabilidad, no faltaba a la verdad. Lo que no dijo es que
los números que contaba eran judíos enviados a la muerte. El ser humano era,
para él, algo banal: un número.
¿Sorprende entonces saber que uno de los cuadros más
caricaturizados en la historia de la pintura sea “El Grito“ de Munch? Pocos son
tan trágicos y tan desgarradores. Y
justamente por eso entendemos a la lógica banalizante de las caricaturas.
Porque “El Grito“ es el grito del ser que ha perdido el sentido de la vida, del
que camina abandonado en el mundo, sin más esperanza que caer en el abismo
desde donde venimos todos. “El Grito“ de Munch nos cuestiona en nuestra más
íntima intimidad, en la del ser-que-ya-no será.
Los cientos de caricaturas sobre “El Grito“, algunas, no
lo niego, divertidas, persiguen el objetivo de que ese grito, nuestro grito, no
sea escuchado. Pues si puede ser convertido en una
caricatura, al final “El Grito“ no será tan trágico. Puede que ni siquiera sea
un grito.
¿Y no es legítimo – preguntará más de alguien-
defendernos de la presencia de la muerte convirtiéndola en algo banal? ¿No es
al fin el humor un don supremo, una adquisición cultural que nos permite
enfrentar las desgracias de la vida de un modo altanero y hasta desafiante? El
mismo Sigmund Freud, hombre de mucho humor,lo confirmó en su clásico “El
chiste y su relaciones con el inconciente”.
Freud tuvo toda la razón del mundo: no hay nada mejor que
el buen humor bien compartido. Contar bien un chiste y reírnos juntos es un
acto cultural de altísimo nivel social. Convertir a la muerte en algo cómico
es, además, una proeza casi heroica. No lo niego. Pero –y este es el problema-
una cosa es convertir a lo trágico en cómico sin negar la realidad de lo
trágico y otra muy diferente es intentar sustituir a lo trágico por lo cómico
mediante su simple banalización. El conocido chiste de Freud relativo a ese
preso quien el mismo día en el cual iba a ser ejecutado y al ver el rayo de sol
que se filtraba por la ventana exclamó: “hoy ha comenzado bien el día”,
es un chiste que revela la grandeza de un ser que enfrenta a la muerte sin
negarla, declarando su amor a la vida
de modo irónico, justo en el momento menos esperado. En el más
des-esperado.
Lo que quiero afirmar es que hay por lo menos tres modos
de enfrentar el abismo al cual nos lleva la vida. La más usual, es negarlo
(ocultarlo con “ocupaciones” y “pre-ocupaciones” por ejemplo). El segundo es
capitular frente al vacío, muriendo en vida, o enfermando. El tercero es, en
sentido filosófico, pensar la vida a partir de su propio vacío. En sentido artístico,
el de Munch, es pintar el abismo que habita en el fondo de cada ser. Pienso que
si Munch no cayó en ese vacío fue porque lo pintó. O porque lo
gritó.
Esa tercera posibilidad, la de pensar, pintar, e incluso
musicalizar el abismo (pienso en Gustav Mahler) es, a la vez, una insólita
paradoja. Es la paradoja que nos permite amar la vida a través del puente que
recorremos, sabiendo que al otro lado solo nos espera la muerte
¿Amar la vida pensando en la muerte? Sí, exactamente, de
eso se trata. No otro es el mensaje del cuento del prisionero de Freud. Es
también la razón por la cual Edvard Munch tituló a la colección de pinturas de
la cual formaba parte “El Grito“ –y ante el escándalo de los “entendidos”- como
“el conjunto del amor”. Detrás de esa paradoja hay una verdad
comprobada.
Nunca el amor aparece con más fuerza e intensidad como cuando vive frente a la posibilidad de su pérdida. En ese momento en el
cual estamos a punto de perderlo todo, sabemos con exactitud a quienes hemos
amado por sobre todas las cosas. Incluso, no podemos llamar a Dios sin pensar
en nuestra muerte (solo podemos pensar a lo eterno desde la perspectiva de lo
mortal). Banalizar a la muerte es, por lo mismo,
banalizar a la vida.
Recuerdo el día en que mostré a alguien "El Grito“ de
Munch representado en una caricatura de Homero Simpson. Dicha persona estalló
en una carcajada estruendosa. Yo también reí, aunque sin mucho convencimiento.
De pronto pensé en que el ruido de la carcajada era, a
su modo, un grito. Otro grito más.