Fernando Mires - LA BANALIZACIÓN DE “EL GRITO” DE MUNCH


De alguna manera tenemos que defendernos frente a la presencia siempre inoportuna de la muerte. Y lo hacemos todos los días, a cada momento, comprando alimentos, limpiando la casa, cortando las ramas largas que acosan con su sombra maldiciente o, simplemente, entre-teniéndonos, haciendo como si la muerte “no existiera” o buscando algún motivo para olvidarla. Si no lo hiciéramos así, no podríamos casi vivir. O, al menos, funcionar. La vida es una lucha mortal en contra de la muerte. .
No obstante, el miedo a la muerte no es solo miedo a la muerte sino a lo que no sabemos que “existe” detrás de la muerte. El miedo a la muerte es antes que nada el miedo al no saber. Y el miedo al no saber es el miedo a no ser pues el ser solo es cuando sabe que es. El ser que existe sin el saber es como esa flor roja que no sabe que es flor ni es roja. “Sin nosotros el mundo es mudo” (Kojéve), vale decir, es un mundo sin logos, sin pensamiento, sin palabras, en fin, un mundo existente pero no viviente.
“El humano es el ser que va hacia la muerte” se ha repetido –y banalizado- tanto la frase de Heidegger, que hemos terminado por olvidarnos de su exacto sentido. Pues ese saber indica que la vida es un puente hacia el no-saber, al vacío, a lo que para nosotros no puede ser sino una in-munda (mundana) “náusea” entrometida en medio de la vida (Sartre).
No obstante, la muerte no solo nos aguarda en una hora determinada; está en nosotros, matándonos en cada segundo que pasa. La muerte habita en el tiempo del calendario sin precisar su exacto día de llegada. Razón más que suficiente para que nos decidamos a “pasar el tiempo”, o como se dice en el lenguaje alemán, haciendo una Zeitvertreibung, palabra que en sentido cotidiano quiere decir “divertirse”, pero en sentido literal significa “expulsar al tiempo”.
Mas, aunque no lo queramos, estamos naciendo y muriendo a la vez. Llevamos como Munch, a “la muerte en el alma” (otra vez Sartre). Somos, dicho en la clave del poema de Vallejo, “los heraldos de la muerte”. La condición humana es su propia agonía (lucha).
“Allí, donde no hay palabras, habita la muerte” (Wittgenstein). Pero en medio de la palabra y del silencio hay un grito, olvidó decir el gran semiólogo. Ese es “El Grito“ terrible pintado y gritado por el noruego Edvard Munch. 
“El Grito“ que Munch llevó al lienzo (1893) fue también “El Grito“ de Cristo quien un segundo antes de morir, gritó, anunciándonos como su ser comenzaba a atravesar el laberinto del no ser, comunicándonos a través de ese grito que rasgó las cortinas del templo, una verdad que dice: “si hemos de resucitar, hemos de morir”.
Munch estaba relacionado íntimamente con la muerte. En su niñez vio morir a su madre y a su hermana de tuberculosis. Su hermana Laura, el ser que más amaba en su vida, sufría de una profunda psicosis la que en lenguaje filosófico puede ser leída como “un vivir mirando el rostro de la muerte en el espejo de tu alma” (Mires). Fue así, como un día de 1892 Munch tuvo una alucinación (en lenguaje religioso, una revelación). “Iba caminando con dos amigos” –escribió Munch en su Diario- Y el cielo se volvió, de pronto, rojo: Yo me apoyé, cansado, sobre una baranda. Hacia la ciudad y el fiordo oscuro no veía sino sangres y lenguas de fuego. Mis amigos siguieron su marcha y yo seguía detenido en el mismo lugar, temblando de miedo. Y sentía que un alarido infinito penetraba a toda la naturaleza”. (Edvard Munch, Diario).
Ese grito de la naturaleza no podía venir de ninguna otra parte que no fuera del alma de Munch.
“La desesperación” de Munch (título del cuadro que antecedió a sus cuatro variaciones sobre “El Grito“) fue el comienzo del esfuerzo supremo del pintor para no enloquecer (o para no dejar de ser lo que era, o para no perderse en, y de sí mismo)
¿Qué es lo que pintó Munch en “El Grito“? No solo al grito, también pintó un puente, y sobre todo, un abismo confundido entre el cielo y el mundo extendido más allá del puente. No pudiendo pintar al vacío, Munch pintó a su desesperación frente al vacío. Ese fue su grito. Un grito que viene del vacío y va dirigido al vacío.
Pero nótese: detrás del ser que grita caminan dos personas. No gritan ni parecen preocupadas. Son como casi todos somos cuando atravesamos el mismo camino. El problema es que el camino que vio Munch era el de una verdad que no vemos todos: el puente de la vida que conduce a la muerte. Desde el mundo de lo que llamamos la nada, es decir, de todo- lo que-es -pero -no -está, la certeza de ese vacío avanza hacia nosotros para que la miremos en sus (nuestros) desorbitados ojos ¿Qué hacer para defendernos de esa verdad? ¿Nos taparémos los oídos para no escuchar, como ocurre en el propio cuadro de Munch cuando pintó su propio grito, el mismo que se esconde detrás de cada palabra que pronunciamos, el que estalló cuando fuimos por vez primera arrojados desde la oscuridad total hacia la luz del mundo?
En la vida cotidiana nos defendemos del vacío de ser, usando el don que nos dieron para ser: las palabras. Y cuando no podemos evitar nombrar al vacío, lo cubrimos con una palabra piadosa (Dios, entre otras). Es el poder inmenso de las palabras. Pueden ser usadas como velos. Cubriendo el sentido mortal de las palabras, imaginamos cambiar el sentido de las cosas, hasta que llega el momento en el cual el mundo comienza a llenarse de palabras que no dicen nunca lo que son. O nos ocupamos de otras cosas, y cuando algunos ya no pueden más, se alucinan con drogas infernales. Queda por último la posibilidad del suicidio (Camus), aunque hay también quienes lo cometen cada día de su vida, sin morir, pero evitando el suplicio del pensar. O también –es la estrategia más usada- banalizando a la verdad: convirtiendo al vacío de “lo real” (lo que no conocemos pero “es”, según Lacan) en algo puramente banal. Así ha ocurrido con “El Grito” de Munch. Incapaces de negar su verdad, acusados por ese grito estruendoso que surge de su pintura, algunos han decidido banalizarlo. ¿Cómo? Del modo más sutil y radical: haciendo del cuadro una simple caricatura. Pocas pinturas han sido tan caricaturizadas como “El Grito“ de Munch. Compruébelo usted mismo en la Internet: Grito, caricaturas 
La caricatura es un dibujo que oculta a la verdad originaria, maximizando o disminuyendo las características de una cara, transformándola en cari-catura. El objetivo de la caricatura es aparentemente hacer reír, revelando una verdad que puede ser trágica pero de un modo (a veces) cómico. La caricatura, por lo mismo, es a la pintura lo que la comedia es a la tragedia. Las mejores comedias -desde las de Aristófanes, pasando por las de Shakespeare hasta, llegar a las de Woody Allen- tienen un trasfondo trágico. Hay grandes comediantes y fabulosos caricaturistas, no hay duda. Pero, así como hay caricaturas y comedias destinadas a revelarnos una verdad, hay otras utilizadas para negar a esa verdad a través de su simple banalización.
Transformar a lo horrendo en banal es una técnica social con fuertes impregnaciones políticas. Sabemos desde Orwell como un Estado totalitario, transfigurando las palabras, puede convertir gramaticalmente a una cosa en su contrario: el ministerio del odio en uno del amor; un asesinato en una ejecución; un grupo de jueces corruptos en un "tribunal del pueblo"; un campo de concentración en un “centro de trabajo”. Orwell nos ayuda así a entender mejor por qué Hannah Ahrendt nos habló de la banalidad del mal.
Nunca dijo Arendt que el mal era banal en sí, como han entendido algunos de sus más torpes contradictores. Lo que dijo Arendt es que cuando relizamos un mal, intentamos banalizarlo. El mal no es banal, pero sí es banalizable. Eichmann, por ejemplo, al decir que solo era un funcionario ocupado en actos de contabilidad, no faltaba a la verdad. Lo que no dijo es que los números que contaba eran judíos enviados a la muerte. El ser humano era, para él, algo banal: un número.
¿Sorprende entonces saber que uno de los cuadros más caricaturizados en la historia de la pintura sea “El Grito“ de Munch? Pocos son tan trágicos y tan desgarradores.  Y justamente por eso entendemos a la lógica banalizante de las caricaturas. Porque “El Grito“ es el grito del ser que ha perdido el sentido de la vida, del que camina abandonado en el mundo, sin más esperanza que caer en el abismo desde donde venimos todos. “El Grito“ de Munch nos cuestiona en nuestra más íntima intimidad, en la del ser-que-ya-no será.
Los cientos de caricaturas sobre “El Grito“, algunas, no lo niego, divertidas, persiguen el objetivo de que ese grito, nuestro grito, no sea escuchado. Pues si puede ser convertido en una caricatura, al final “El Grito“ no será tan trágico. Puede que ni siquiera sea un grito.
¿Y no es legítimo – preguntará más de alguien- defendernos de la presencia de la muerte convirtiéndola en algo banal? ¿No es al fin el humor un don supremo, una adquisición cultural que nos permite enfrentar las desgracias de la vida de un modo altanero y hasta desafiante? El mismo Sigmund Freud, hombre de mucho humor,lo confirmó en su clásico “El chiste y su relaciones con el inconciente”.
Freud tuvo toda la razón del mundo: no hay nada mejor que el buen humor bien compartido. Contar bien un chiste y reírnos juntos es un acto cultural de altísimo nivel social. Convertir a la muerte en algo cómico es, además, una proeza casi heroica. No lo niego. Pero –y este es el problema- una cosa es convertir a lo trágico en cómico sin negar la realidad de lo trágico y otra muy diferente es intentar sustituir a lo trágico por lo cómico mediante su simple banalización. El conocido chiste de Freud relativo a ese preso quien el mismo día en el cual iba a ser ejecutado y al ver el rayo de sol que se filtraba por la ventana exclamó: “hoy ha comenzado bien el día”, es un chiste que revela la grandeza de un ser que enfrenta a la muerte sin negarla, declarando su amor a la vida de modo irónico, justo en el momento menos esperado. En el más des-esperado.
Lo que quiero afirmar es que hay por lo menos tres modos de enfrentar el abismo al cual nos lleva la vida. La más usual, es negarlo (ocultarlo con “ocupaciones” y “pre-ocupaciones” por ejemplo). El segundo es capitular frente al vacío, muriendo en vida, o enfermando.  El tercero es, en sentido filosófico, pensar la vida a partir de su propio vacío. En sentido artístico, el de Munch, es pintar el abismo que habita en el fondo de cada ser. Pienso que si Munch no cayó en ese vacío fue porque lo pintó. O porque lo gritó.
Esa tercera posibilidad, la de pensar, pintar, e incluso musicalizar el abismo (pienso en Gustav Mahler) es, a la vez, una insólita paradoja. Es la paradoja que nos permite amar la vida a través del puente que recorremos, sabiendo que al otro lado solo nos espera la muerte
¿Amar la vida pensando en la muerte? Sí, exactamente, de eso se trata. No otro es el mensaje del cuento del prisionero de Freud. Es también la razón por la cual Edvard Munch tituló a la colección de pinturas de la cual formaba parte “El Grito“ –y ante el escándalo de los “entendidos”- como “el conjunto del amor”. Detrás de esa paradoja hay una verdad comprobada.
Nunca el amor aparece con más fuerza e intensidad como cuando vive frente a la posibilidad de su pérdida. En ese momento en el cual estamos a punto de perderlo todo, sabemos con exactitud a quienes hemos amado por sobre todas las cosas. Incluso, no podemos llamar a Dios sin pensar en nuestra muerte (solo podemos pensar a lo eterno desde la perspectiva de lo mortal). Banalizar a la muerte es, por lo mismo, banalizar a la vida.
Recuerdo el día en que mostré a alguien "El Grito“ de Munch representado en una caricatura de Homero Simpson. Dicha persona estalló en una carcajada estruendosa. Yo también reí, aunque sin mucho convencimiento.
De pronto pensé en que el ruido de la carcajada era, a su modo, un grito. Otro grito más.