Fernando Mires- ERDOGAN: EL HOMBRE ESTADO



Protestas políticas, pero también aplausos, causó un titular de Der Spiegel publicado antes de las elecciones turcas del 10 de Agosto de 2014.
Un dossier de la popular revista alemana desliza la tesis de que en Turquía está siendo instalada una dictadura islámica-militar. Se trata de una mentira a medias. Recep Tayyir Erdogan es un gobernante autoritario. Dictador no es. Ha gobernado de acuerdo a la constitución y si bien su proyecto político apunta a una mayor centralización del poder y a la erosión del sistema parlamentario, ha mantenido –teniendo fuerza y respaldo para haber hecho lo contrario- la división de los poderes del Estado.
Las razones de la popularidad de Erdogan son diversas. Como pocos, el ex futbolista y ex alcalde de Estambul armoniza tendencias que sin su presencia estarían combatiéndose entre ellas, como ocurre, por ejemplo, en los países árabes. A su carisma personal une Erdogan astucia política y gran capacidad de negociación. En cierto modo representa a la tradición republicana, centralista y autoritaria que impuso el fundador de la Turquía moderna, el legendario Mustafa Atatürk. Pues así como Atatürk es considerado el padre del estado político de Turquía, Erdogan ya es visto como el padre del estado-político- religioso, es decir, como alguien que complementa la visión de Atatürk incorporando al bloque en el poder a sectores que antes de Erdogan habían sido excluidos pro-forma.
¿Fin de la secularización? ¿Otra teocracia? No necesariamente. Un estado secular en estricto sentido del término no ha habido nunca en Turquía, ni siquiera bajo Atatürk. Erdogan solo formalizó una inclusión ya existente en todas las instituciones del país, sobre todo en el ejército.
Erdogan ha logrado unir políticamente a dos instituciones que en el mundo islámico disputan el poder desde hace más de un siglo: las cofradías religiosas y el ejército. La lucha entre ambas tiene lugar de un modo sangriento en Siria y en Irak. En Egipto fue resuelta a favor del ejército mediante un golpe de Estado. Solo en Turquía y en Irán –dos potencias islámicas no-árabes- ha sido lograda la coexistencia entre militares y comunidades religiosas. En Irán mediante la separación entre un Estado teocrático y un gobierno político vigilado por sumos sacerdotes. En Turquía, mediante un partido político, confesional y civil a la vez: Justicia y el Desarrollo.
El nombre del partido es un espejo de la política de Erdogan. La palabra justicia tiene en el mundo islámico una connotación religiosa. La palabra desarrollo simboliza el proyecto de una Turquía no solo islámica, sino, además, europea. En otras palabras, Erdogan intenta convertir a Turquía en una república islámica europea. Más claro: Religiosamente islámica y económicamente europea. ¿Será posible esa unidad? Quizás solo puede ser posible bajo un gobierno político de integración social, pero a la vez dotado de una fuerte capacidad represiva. Y bien, Erdogan representa a esas dos dimensiones.
No es un misterio para nadie que la modernización económica trae consigo no solo la promesa de la modernización política sino, inevitablemente, la adopción de formas de vida ajenas a la moral de los sectores más ortodoxos del Islam. La modernización cultural del país puede terminar abriendo una grieta que, para la unidad política requerida por Erdogan, sería fatal. Lo demostró Erdogan en mayo y junio de 2013. Las protestas de los “indignados” turcos de Gezi, la mayoría “hijos de la modernización” (intelectuales, estudiantes, nuevos sectores intermedios), fueron sofocadas con inusitada brutalidad, procedimiento que restó puntos a la utopía de Erdogan, la de formar parte de la Europa política.
Desde Europa, Erdogan es mirado con esperanza pero también con desconfianza. Por un lado los gobernantes europeos entienden que Turquía no puede obtener una democracia perfecta de la noche a la mañana, pero es al fin la más democrática de todas las naciones islámicas. También entienden, por otro lado,  que si Turquía es un fiel aliado militar y económico, podría ser tarde o temprano un fiel aliado político. No otra cosa pretende Erdogan.
Los puntos que ha perdido Erdogan en Europa con su política interior los ha ganado con creces con su política exterior. Su gobierno fue el que más apoyó a la rebelión siria hasta que esta perdiera su carácter democrático y fuera sobrepasada por el islamismo radical proveniente de Irak. Con decisión y dureza criticó el sangriento golpe militar de los militares egipcios, justo cuando no pocos gobiernos europeos, más el norteamericano, miraban para otro lado. Su contribución a la estabilidad regional, al llevar a cabo negociaciones de paz con el PKK y así crear soluciones al problema kurdo, es reconocida en toda Europa. Y por si fuera poco, Erdogan ha sido uno de los oponentes más radicales a la política expansiva del gobierno ruso.
¿Unir la religión, con el ejército, con el desarrollo económico y con las libertades democráticas en una sola idea? La tarea parece imposible, aún para un político tan popular como Erdogan. Pero esa imposibilidad es –paradoja- la única posibilidad que tiene Turquía para continuar avanzando en su proyecto destinado a construir el puente político que separa a Europa del Islam.
Los titulares de la revista Der Spiegel no solo no fueron bien vistos por turcos residentes, tampoco lo fueron por la clase política alemana y europea. Pero esos son los precios de la libertad de prensa. ¿Lo habrá entendido así Erdogan?