Protestas políticas, pero también aplausos, causó un titular de Der Spiegel publicado antes de las elecciones turcas del 10 de Agosto de 2014.
Un dossier de la popular
revista alemana desliza la tesis de que en Turquía está siendo instalada una
dictadura islámica-militar. Se trata de una mentira a medias. Recep Tayyir
Erdogan es un gobernante autoritario. Dictador no es. Ha gobernado de
acuerdo a la constitución y si bien su proyecto político apunta a una mayor
centralización del poder y a la erosión del sistema parlamentario, ha mantenido
–teniendo fuerza y respaldo para haber hecho lo contrario- la división de los
poderes del Estado.
Las razones de la
popularidad de Erdogan son diversas. Como pocos, el ex futbolista y ex alcalde
de Estambul armoniza tendencias que sin su presencia estarían combatiéndose
entre ellas, como ocurre, por ejemplo, en los países árabes. A su carisma
personal une Erdogan astucia política y gran capacidad de negociación. En
cierto modo representa a la tradición republicana, centralista y autoritaria
que impuso el fundador de la Turquía moderna, el legendario Mustafa Atatürk. Pues así como Atatürk es considerado el padre del estado político de
Turquía, Erdogan ya es visto como el padre del estado-político- religioso, es
decir, como alguien que complementa la visión de Atatürk incorporando al bloque
en el poder a sectores que antes de Erdogan habían sido excluidos pro-forma.
¿Fin de la secularización?
¿Otra teocracia? No necesariamente. Un estado secular en estricto sentido del
término no ha habido nunca en Turquía, ni siquiera bajo Atatürk. Erdogan solo
formalizó una inclusión ya existente en todas las instituciones del país, sobre
todo en el ejército.
Erdogan ha logrado
unir políticamente a dos instituciones que en el mundo islámico disputan el
poder desde hace más de un siglo: las cofradías religiosas y el ejército. La
lucha entre ambas tiene lugar de un modo sangriento en Siria y en Irak. En
Egipto fue resuelta a favor del ejército mediante un golpe de Estado. Solo en
Turquía y en Irán –dos potencias islámicas no-árabes- ha sido lograda la
coexistencia entre militares y comunidades religiosas. En Irán mediante la
separación entre un Estado teocrático y un gobierno político vigilado por sumos
sacerdotes. En Turquía, mediante un partido político, confesional y civil a la
vez: Justicia y el Desarrollo.
El nombre del partido es un
espejo de la política de Erdogan. La palabra justicia tiene en el mundo islámico una connotación
religiosa. La palabra desarrollo simboliza el proyecto de una Turquía
no solo islámica, sino, además, europea. En otras palabras, Erdogan intenta
convertir a Turquía en una república islámica europea. Más claro:
Religiosamente islámica y económicamente europea. ¿Será posible esa unidad?
Quizás solo puede ser posible bajo un gobierno político de integración social,
pero a la vez dotado de una fuerte capacidad represiva. Y bien, Erdogan
representa a esas dos dimensiones.
No es un misterio para
nadie que la modernización económica trae consigo no solo la promesa de la
modernización política sino, inevitablemente, la adopción de formas de vida
ajenas a la moral de los sectores más ortodoxos del Islam. La modernización
cultural del país puede terminar abriendo una grieta que, para la unidad
política requerida por Erdogan, sería fatal. Lo demostró Erdogan en mayo y
junio de 2013. Las protestas de los “indignados” turcos de Gezi, la mayoría
“hijos de la modernización” (intelectuales, estudiantes, nuevos sectores
intermedios), fueron sofocadas con inusitada brutalidad, procedimiento que
restó puntos a la utopía de Erdogan, la de formar parte de la Europa política.
Desde Europa, Erdogan es
mirado con esperanza pero también con desconfianza. Por un lado los gobernantes
europeos entienden que Turquía no puede obtener una democracia perfecta de la
noche a la mañana, pero es al fin la más democrática de todas las naciones
islámicas. También entienden, por otro lado, que si Turquía es un fiel aliado militar y
económico, podría ser tarde o temprano un fiel aliado político. No otra cosa
pretende Erdogan.
Los puntos que ha perdido
Erdogan en Europa con su política interior los ha ganado con creces con su
política exterior. Su gobierno fue el que más apoyó a la rebelión siria hasta
que esta perdiera su carácter democrático y fuera sobrepasada por el islamismo
radical proveniente de Irak. Con decisión y dureza criticó el sangriento golpe
militar de los militares egipcios, justo cuando no pocos gobiernos europeos,
más el norteamericano, miraban para otro lado. Su contribución a la estabilidad
regional, al llevar a cabo negociaciones de paz con el PKK y así crear
soluciones al problema kurdo, es reconocida en toda Europa. Y por si fuera
poco, Erdogan ha sido uno de los oponentes más radicales a la política
expansiva del gobierno ruso.
¿Unir la religión, con el
ejército, con el desarrollo económico y con las libertades democráticas en una
sola idea? La tarea parece imposible, aún para un político tan popular como
Erdogan. Pero esa imposibilidad es –paradoja- la única posibilidad que tiene
Turquía para continuar avanzando en su proyecto destinado a construir el puente
político que separa a Europa del Islam.
Los titulares de la revista Der Spiegel no solo no fueron bien vistos por
turcos residentes, tampoco lo fueron por la clase política alemana y europea.
Pero esos son los precios de la libertad de prensa. ¿Lo habrá entendido así Erdogan?